—Vengo a invitarte a dar un paseo por el campo, como lo hacíamos en los viejos tiempos —dijo Gilbert doblando repentinamente la esquina de la galería—. ¿Qué te parece si vamos hasta el jardín de Hester Gray?
Ana, sentada sobre el escalón de piedra con una vaporosa tela color verde pálido sobre la falda, pareció algo confusa.
—¡Oh!, me encantaría —dijo suavemente—, pero no puedo, Gilbert. Sabes que esta noche tengo que ir a la boda de Alice Penhallow y cuando termine de arreglar este vestido ya será hora de irme. Lo siento mucho; quisiera ir contigo.
—Bueno, ¿podremos ir mañana, entonces? —preguntó Gilbert sin parecer muy desilusionado.
—Sí, creo que sí.
—En ese caso me voy en seguida a casa a hacer lo que tenía pensado hacer mañana. ¿Así que Alice Penhallow se casa esta noche? Has tenido tres bodas este verano, Ana: la de Phil, la de Alice y la de Jane. Nunca le perdonaré a Jane que no me haya invitado a su boda.
—Ella no tiene la culpa; recuerda la cantidad enorme de parientes que tienen los Andrews. Apenas cabían en la casa. A mí me invitaron sólo porque soy la amiga más antigua de Jane... Bueno, eso por lo menos de parte de Jane. Creo que el motivo que tuvo su madre fue hacerme ver el esplendor de su hija.
—¿Es verdad que llevaba tantos brillantes que no se podía distinguir dónde terminaban éstos y dónde empezaba Jane? Ana rió.
—Llevaba bastantes, es verdad; casi se perdía entre tantos tules, rasos, cintas y brillantes. Pero era feliz, y también lo eran el señor Inglis... y la señora Andrews.
—¿Éste es el vestido que usarás esta noche? —preguntó Gilbert contemplando los lazos y volantes.
—Sí. ¿No es bonito? En la cabeza llevaré margaritas. El Bosque Embrujado está lleno este verano.
Gilbert tuvo una instantánea visión de Ana, ataviada con su vaporoso vestido verde, su cuello y sus brazos virginales emergiendo airosamente y blancas estrellas prendidas sobre su rojiza cabellera. La visión le quitó el aliento. Pero se volvió ligeramente.
—Bueno, vendré mañana. Espero que te diviertas esta noche.
Ana le miró alejarse y suspiró. Gilbert se mostraba amistoso... muy amistoso..., demasiado amistoso. Había ido a verla a menudo a «Tejas Verdes» después de su convalecencia y algo de la antigua camaradería retornaba. Pero Ana no la encontraba satisfactoria. Junto a la rosa del amor, el capullo de la amistad resultaba descolorido. Y la muchacha comenzó a pensar otra vez si Gilbert sentía ahora por ella algo más que amistad. A la vulgar luz del día se había desvanecido la radiante certeza de aquel arrebatado amanecer. La atormentaba un terrible temor de no poder rectificar nunca su error. Era bastante probable que Gilbert amara a Christine. Quizá hasta estaba comprometido. Ana trató de arrancar inciertas esperanzas de su corazón y de reconciliarse con un futuro donde el trabajo y la ambición debían ocupar el lugar del amor. Quizá pudiera hacer un buen, o hasta un noble trabajo como maestra, y el éxito que obtenían sus cuentos breves en ciertas editoriales era un buen augurio para sus nacientes sueños literarios. Pero..., pero... Ana alzó su vestido y volvió a suspirar.
Cuando Gilbert regresó a la tarde siguiente encontró a Ana esperando, fresca como el amanecer y límpida como una estrella después de la fiesta de la noche anterior. Llevaba un vestido verde; no el que se había puesto para la boda, sino uno viejo que Gilbert había alabado en una fiesta en Redmond. Era exactamente el verde que hacía resaltar los ricos tonos de sus cabellos, el profundo gris de sus ojos y la irisada delicadeza de su tez. Gilbert, mientras la contemplaba con el rabillo del ojo cuando caminaban por un sombreado sendero del bosque, se dijo que nunca la había visto más hermosa. Ana, por su parte, pensó cuánto había madurado aquel muchacho desde su enfermedad. Era como si hubiese dejado la adolescencia para siempre.
El día era tan hermoso como el camino. Ana casi lamentó llegar tan pronto al jardín de Hester Gray, donde se sentaron en un viejo banco. Allí todo estaba igual que aquel lejano día de la dorada excursión, cuando Diana, Jane, Priscilla y ella lo habían descubierto. Entonces era bello, con sus narcisos y sus violetas; ahora los ásteres y otras flores salpicaban también su superficie. El murmullo del arroyo llegaba entre los bosques desde el valle de los abetos con toda su antigua seducción; el aire estaba lleno del susurro del mar; a los lejos se extendían los campos cruzados por surcos teñidos de gris por el sol de muchos veranos y se alzaban las largas colinas arropadas en la sombra de nubes otoñales; con la brisa del este regresaron los viejos sueños.
—Creo —dijo Ana suavemente— que «la tierra donde los sueños se hacen realidad» está allí, en ese valle, entre la bruma azul.
—Ana, ¿tienes sueños no realizados? —preguntó Gilbert. Algo en su tono, algo que no había escuchado desde aquella noche horrible en el huerto de «La Casa de Patty» hizo saltar el corazón de la muchacha. Pero pudo contestar con tranquilidad.
—Desde luego. Todos los tenemos. No nos vendría bien tener todos los sueños cumplidos. Mejor sería estar muertos que no tener sueños. ¡Qué bien huele! Quisiera poder ver los perfumes a la vez que olerlos. Estoy segura de que serían muy hermosos.
A Gilbert no se lo podía distraer así.
—Yo tengo un sueño —dijo lentamente— y persisto en acariciarlo, aunque a menudo me ha parecido que nunca podría realizarlo. Sueño con un hogar con una chimenea, un perro y un gato, los pasos de los amigos... ¡y tú!
Ana quería hablar pero no podía hallar las palabras. Casi asustada, sentía la llamada de la felicidad.
—Hace dos años te hice una pregunta, Ana. Si la vuelvo a hacer, ¿me darás otra respuesta?
La muchacha todavía no había podido recobrar el habla. Pero levantó sus ojos, en los que brillaba el arrobamiento amoroso de incontables generaciones, y se miró en los de Gilbert por un instante. Él no buscó más respuesta.
Vagaron por el jardín hasta que cayó el sol. Tenían tanto de que hablar, tantos recuerdos; cosas que habían hecho, oído, pensado y dicho equivocadamente.
—Creí que amabas a Christine Stuart —le dijo Ana con reproche, como si no le hubiera dado todos los indicios para que creyera que amaba a Roy Gardner.
Gilbert se echó a reír.
—Christine estaba comprometida con alguien de su pueblo. Yo lo sabía y ella sabía que yo lo sabía. Cuando su hermano se graduó me dijo que ella vendría a Kingsport el invierno siguiente y me pidió que la cuidara un poco, pues como no conocía a nadie se sentiría muy sola. De modo que lo hice. Y entonces me gustó por sí misma. Es una de las mejores muchachas que he conocido. Sabía que las habladurías de la universidad daban por hecho mi amor por ella. No me importó. Nada me importaba mucho, después que me dijiste que nunca podrías amarme, Ana. No había otra; nunca pudo haberla para mi corazón. Te quise desde el día que rompiste la pizarra en mi cabeza en la escuela.
—No sé cómo pudiste, cuando me porté tan tontamente.
—Bueno, traté de hacerlo —contestó Gilbert con franqueza—, no porque pensara eso de ti, sino porque estaba seguro de que tenía pocas posibilidades después que apareció Roy. Pero no pude; y no puedo decirte qué significó para mí durante estos dos años creer que te casarías con él, y que todos me dijeran que el compromiso de ambos estaba a punto de ser anunciado. Lo creí hasta un bendito día, cuando estaba convaleciente. Recibí una carta de Phil Gordon, Phil Blake, en realidad, donde me decía que no había nada entre tú y Roy y me aconsejaba «probar otra vez». El médico se asombró de mis rápidos progresos después de aquello.
Ana se echó a reír..., y a temblar.
—Nunca podré olvidar la noche en que creía que te morías, Gilbert. Entonces lo supe y creí que era demasiado tarde.
—Pero no lo era. Amor mío, esto lo compensa todo, ¿no es cierto? Hagamos que este día sea sagrado para nosotros, por toda la felicidad que nos trae.
—Es el nacimiento de nuestra dicha. Siempre quise este jardín de Hester Gray y ahora me es más amado que nunca.
—Pero tendré que pedirte que esperes largo tiempo, Ana —dijo el joven con tristeza—. Pasarán tres años antes de que termine mis estudios de medicina. Y aun entonces no habrá diamantes ni salones.
—No los quiero —contestó ella riendo—. Sólo te quiero a ti. Ya ves que soy igual que Phil al respecto. Los diamantes y los salones son muy hermosos, pero hay más «campo para la imaginación» sin ellos. Y en lo que se refiere a la espera, no importa. Seremos igualmente felices esperando y trabajando uno para el otro y soñando. ¡Oh!, cuan dulces serán ahora los sueños.
Gilbert la acercó y la besó. Y regresaron a casa, coronados rey y reina del país del amor, por sendas a las que se asomaban las más hermosas flores que jamás vieron florecer acariciadas por la esperanza y el recuerdo.FIN
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ANA LA DE LA ISLA
Novela JuvenilVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...