La señorita Josephine recuerda a su amiga Ana

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Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, las muchachas de «La Casa de Patty» partieron hacia sus respectivos hogares; la tía Jamesina prefirió permanecer allí.
—No podría ir a ningún lado con tres gatos —dijo—, y no puedo dejar solas a las pobres criaturas durante tres semanas; lo haría si tuviésemos vecinos decentes que los alimentaran, pero en esta calle no viven más que millonarios. De modo que me quedaré aquí y cuidaré la casa.
Ana se fue a casa con las alegres esperanzas de costumbre, que no se cumplieron en su totalidad. Halló Avonlea azotada por el invierno más frío y tormentoso que recordaran los más ancianos habitantes. «Tejas Verdes» temblaba al azote de los vientos. Casi continuamente rugió la tormenta en aquellas desdichadas vacaciones y hasta en los mejores días soplaba sin cesar el viento huracanado. Tan pronto se secaban los caminos, la lluvia los volvía a llenar de barro y era casi imposible salir. La S. F. A. trató, en tres noches distintas, de dar una fiesta en honor de las estudiantes, pero cada vez la tormenta había sido peor y, puesto que nadie hubiera podido asistir, abandonaron la idea con gran pesar. Ana, pese a su lealtad por «Tejas Verdes», no pudo dejar de pensar en «La Casa de Patty», con su acogedor fuego, los ojos bondadosos de la tía Jamesina, los tres gatos, la alegre charla y las placenteras tardes de los viernes, cuando acudían las amistades del colegio y hablaban de todo un poco.
Ana se sintió sola; durante todas las vacaciones, Diana estuvo aprisionada en su casa con una grave bronquitis. No podía acudir a «Tejas Verdes» y era raro que Ana pudiese ir a «La Cuesta del Huerto», pues el viejo sendero que atravesaba el Bosque Embrujado estaba intransitable y el camino más largo, sobre el helado Lago de las Aguas Refulgentes, estaba en iguales condiciones. Ruby Gillis reposaba en el cementerio; Jane Andrews enseñaba en un colegio de las praderas occidentales. Desde luego, Gilbert permanecía fiel y llegaba como podía a «Tejas Verdes». Pero sus visitas no eran lo que habían sido, y Ana las temía; era desconcertante alzar los ojos en un silencio repentino y hallar las castañas pupilas de Gilbert fijas sobre ella con inequívoca expresión; y todavía era más desconcertante sorprenderse a sí misma ruborizada bajo su mirada como si... como si... bueno, era muy embarazoso. Ana deseaba hallarse en «La Casa de Patty», pues allí siempre había alguien cerca para ayudar a salir de esas situaciones. En «Tejas Verdes», Marilla se escurría hacia los dominios de la señora Lynde tan pronto como aparecía Gilbert, e insistía en llevarse con ella a los mellizos. El significado de esa actitud era inconfundible y provocaba en Ana una sensación de furia impotente.
Davy, sin embargo, se sentía completamente feliz. Soñaba con levantarse temprano para limpiar con la pala los caminos que conducían al pozo y al gallinero. Disfrutaba con los dulces de Navidad que Marilla y la señora Lynde rivalizaban en preparar para Ana y estaba leyendo, en un libro de la escuela, un cuento que le cautivaba: el héroe, que poseía la milagrosa facultad de meterse en situaciones difíciles, siempre conseguía escapar por oportunas erupciones volcánicas o por terremotos que arrastraban, en general, todos sus problemas, lo conducían hasta la gloria y la fortuna y permitían que la historia llegara a su término de la manera más feliz.
—Te digo que es un cuento maravilloso, Ana —declaró enfáticamente—. Me gusta más que los de la Biblia.
—¿Ah, sí? —dijo Ana sonriendo. Davy la contempló con curiosidad.
—No pareces sorprendida, Ana. La señora Lynde se sorprendió mucho cuando se lo dije.
—No, Davy, no me sorprende lo más mínimo. Me parece muy natural que a un niño de nueve años le guste más leer un libro de aventuras que la Biblia. Pero, cuando seas mayor, estoy segura de que comprenderás que la Biblia es un libro maravilloso.
—Algunas partes me gustan —concedió Davy—; la historia sobre José es formidable. Pero si yo hubiese sido José, no hubiera perdonado a mis hermanos. Les hubiera cortado la cabeza. La señora Lynde se enfadó mucho cuando lo dije, cerró la Biblia y dijo que nunca la leería más si hablaba así. De manera que ahora no hablo cuando la lee los domingos por la tarde; solamente pienso cosas y se las digo a Milty Boulter al otro día en el colegio. Le conté a Milty la historia de Eliseo y los osos y se asustó tanto que nunca más se rió de la calva del señor Harrison. ¿Hay muchos osos en la isla del Príncipe Eduardo, Ana? Quiero saberlo.
—No en estos tiempos —dijo Ana, con aire ausente—. ¡Oh, Dios! ¿Terminará alguna vez esta tormenta?
—Sólo Dios lo sabe —dijo Davy alegremente mientras se disponía a reanudar la lectura.
Esta vez sí que se sorprendió Ana.
—¡Davy! —exclamó, con tono de reproche.
—La señora Lynde lo dice —protestó Davy—; la semana pasada, una noche en que Marilla preguntó: «¿Se casarán alguna vez Ludovic Speed y Theodora Dix?», la señora Lynde dijo: «Sólo Dios lo sabe».
—Bueno, hizo mal en decirlo —respondió Ana, tratando de salir del paso—. Nadie tiene derecho a pronunciar su nombre en vano ni a hablar tan a la ligera, Davy. No lo repitas nunca.
—¿Ni aunque lo diga en voz baja y con seriedad, como hace el ministro?
—No; ni aun así.
—Bueno, no lo haré. Ludovic Speed y Theodora Dix viven en Middle Crafton y la señora Lynde dice que llevan cien años de noviazgo. ¿No serán pronto demasiado viejos para casarse, Ana? Espero que Gilbert no te corteje tanto. ¿Cuándo te vas a casar con él, Ana? La señora Lynde dice que es seguro que sí.
—La señora Lynde es una... —comenzó a decir Ana, irritada, pero se detuvo.
—... vieja chismosa j—concluyó Davy, con calma—. Así la llaman todos. ¿Pero es seguro, Ana? Quiero saberlo.
—Eres un niño muy tonto, Davy —dijo Ana saliendo indignada de la habitación. La cocina estaba desierta y se sentó junto a la ventana a la moribunda luz del atardecer. Hacia poniente, una pálida luna de invierno se asomaba tras las nubes de color púrpura, y el azul del cielo se desvanecía; pero, por occidente, la zona dorada se hacía más brillante, como si todos los rayos de luz se concentraran en un punto; las colinas distantes, bordeadas de pinos, se destacaban nítidamente. Ana contempló los campos blancos y quietos, fríos y sin vida a la desagradable luz de aquel crepúsculo y suspiró. Se sentía muy sola y su corazón estaba triste; era poco probable que pudiera regresar a Redmond al año siguiente. La única beca para el segundo año era de poco valor pecuniario; ella no tocaría nunca el dinero de Marilla y había pocas esperanzas de ganar lo suficiente durante las vacaciones de verano.
—Supongo que tendré que abandonar el año que viene —pensó, triste— y volver a enseñar en la escuela del distrito hasta que gane bastante para finalizar el curso; para entonces, mis compañeras ya se habrán graduado y «La Casa de Patty» estará fuera de mi alcance. ¡Bueno! No seré cobarde. Espero que podré costearme los estudios si es necesario.
—Por ahí viene el señor Harrison —anunció Davy, antes de salir corriendo—. Espero que traiga la correspondencia. Hace tres días que no llegan cartas y quisiera saber qué andan haciendo los liberales. Soy conservador, Ana. Y te aviso que hay que andarse con cuidado con los liberales.
El señor Harrison había traído la correspondencia: había alegres cartas de Stella, Priscilla y Phil, que disiparon en un momento la tristeza de Ana. También la tía Jamesina había escrito anunciando que conservaba encendido el fuego de la chimenea, que los gatos estaban bien y que las plantas crecían magníficamente.
«El tiempo ha sido muy frío —decía—, de modo que permito a los gatos dormir en la casa; Rusty y Joseph sobre el sofá de la sala y Sarah a los pies de mi cama. Me acompaña mucho su ronroneo cuando me despierto por las noches y pienso en mi pobre hija que está en el extranjero. No me preocuparía mucho si no estuviese en la India, pero dicen que allí las serpientes son horribles. Hace falta todo el ronroneo de Sarah para ahuyentar este pensamiento. Tengo confianza en todo menos en las serpientes; no me explico por qué las hizo la Divina Providencia, pues no parecen obra de Dios. Me siento inclinada a creer que son obra del diablo.»
Ana dejó para el final una carta breve, escrita a máquina, suponiendo que seña de poca importancia.
Cuando la hubo leído, permaneció inmóvil y con lágrimas en los ojos.
—¿Qué te ocurre, Ana? —preguntó Marilla.
—Ha muerto Josephine Barry —dijo Ana en voz baja.
—De manera que al fin ha partido. Bueno, ha estado enferma durante más de un año y los Barry esperaban esa noticia en cualquier momento. Es mejor que descanse ya, Ana, pues ha sufrido mucho. Siempre te quiso mucho.
—Me ha querido hasta el final, Marilla. Esta carta es de su abogado. Me deja un legado de mil dólares.
—Por Dios, eso es un montón de dinero —exclamó Davy—. Es la señora que estaba en la cama del cuarto de huéspedes cuando tú y Diana saltasteis encima, ¿no? Diana me lo contó todo. ¿Por eso te ha dejado tanto dinero?
—Cállate, Davy —dijo Ana suavemente. Se deslizó hasta su buhardilla con el corazón contrito, dejando a Marilla y a la señora Lynde comentando la noticia.
—¿Crees que ahora se casará Ana? —inquirió Davy ansioso—. Cuando Dorcas Sloane se casó el verano pasado dijo que si hubiese tenido dinero no se habría preocupado por un hombre, pero que vivir con un viudo con ocho hijos era mejor que vivir con una cuñada.
—Davy Keith, ten quieta la lengua —dijo severamente la señora Lynde—. Hablas en forma escandalosa para un niño, eso es.  

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora