Ana estaba sentada junto a Ruby en el jardín de los Gillis. Habían estado contemplando la puesta de sol en un atardecer caluroso y húmedo de verano y el mundo parecía colmado de flores. Los tranquilos valles reposaban bajo la bruma, las sombras adornaban el bosque y los ásteres ponían su nota de color púrpura en las praderas.
Nuestra amiga había rechazado un paseo a la luz de la luna hasta White Sands para poder acompañar a Ruby esa tarde. Había pasado así muchos atardeceres de verano, aun cuando muchas veces se había preguntado por qué y a pesar de haber decidido más de una vez que no volvería a hacerlo.
La palidez de Ruby aumentaba a medida que avanzaba el estío; el propósito de ir al colegio de White Sands había sido desechado («papá no quiere que enseñe hasta pasado Año Nuevo»), y los trabajos de aguja que tanto le gustaban caían cada vez más a menudo de sus manos demasiado débiles. Pero siempre parecía alegre y esperanzada mientras hablaba de sus pretendientes, de sus rivalidades y sus dolores.
Y era esto precisamente lo que volvía difíciles las visitas de Ana. Todo lo que alguna vez fuera tonto y divertido resultaba ahora trágico: era la muerte espiando por detrás de una máscara de vida. Y, sin embargo, Ruby parecía aferrarse a Ana; nunca la dejaba regresar sin la promesa de una pronta visita. La señora Lynde protestaba; aseguraba que Ana se contagiaría, y hasta la misma Marilla parecía dispuesta a creerlo.
—Cada vez que vas a ver a Ruby Gillis vuelves con aire de cansancio —le dijo un día.
—¡Es tan triste! —respondió Ana en voz baja—. Ruby parece no tener la más mínima idea de cuál es su estado. Y sin embargo, presiente que necesita ayuda, la anhela, y aunque yo quiero dársela, no puedo. Durante todo el tiempo que paso a su lado la veo luchar con un enemigo invisible, como si tratara de derrotarlo con la poca energía que le queda. Por eso regreso tan deprimida.
Pero aquel día Ana no notaba aquella lucha con tanta intensidad. Ruby estaba extrañamente callada. No había pronunciado una sola palabra sobre fiestas, paseos o chicos. Yacía en la hamaca, con su trabajo sin tocar y un chai blanco sobre sus delgados hombros. Sus largos cabellos rubios, que tanto envidiara Ana en sus días de escuela, caían sobre su pecho. Se había quitado las horquillas, pues decía que le daban dolor de cabeza. El color intenso que la tisis ponía algunas veces en sus mejillas había desaparecido, dejándolas pálidas e infantiles.
En el plateado cielo apareció la luna, y su luz iluminó las nubes a su alrededor. Abajo brillaba la laguna, rodeada de radiante bruma. Más allá del campo de los Gillis estaba la iglesia, con su viejo cementerio. Las blancas losas brillaban a la luz de la luna, destacando sus contornos sobre los oscuros árboles.
—Qué raro parece el cementerio a la luz de la luna —dijo Ruby de pronto—. ¡Qué fantasmal! —añadió temblando—. Ana, pronto estaré allí. Tú, Diana y los demás andarán por el mundo llenos de vida, y yo estaré allí... en el cementerio... muerta. Aquello sorprendió a Ana. Por unos instantes no pudo hablar.
—Sabes que será así, ¿no es cierto? —preguntó Ruby.
—Sí, lo sé —respondió Ana en voz baja—. Querida Ruby, lo sé.
—Todos lo saben —continuó ésta amargamente—; yo lo supe este verano aunque no quería resignarme. ¡Oh, Ana! —dijo incorporándose y tomando la mano de su amiga, como si rogara— . ¡No quiero morir! Tengo miedo de morir.
—¿Por qué tienes miedo de morir, Ruby?
–Porque... porque... lo que me asusta no es morir, sino ir al cielo. Soy creyente y sé que iré allí. Pero... ¡será tan distinto! ¡Pienso... y pienso... y me asusto tanto! El cielo ha de ser hermoso, sin duda; la Biblia lo dice; Pero, Ana, no seré allí lo que he sido siempre.
Por la mente de Ana cruzó el extraño recuerdo de una divertida historia que escuchara contar a Philippa Gordon; la historia de un hombre que dijera más o menos lo mismo del mundo del futuro. Entonces parecía divertido; recordaba cuánto había reído Phil. Pero ahora nada tenía de humorístico, saliendo de los pálidos y temblorosos labios de Ruby. Era triste, trágico y real. El cielo no podía ser igual a lo que rodeaba a Ruby. Nada había habido en su vida alegre y frivola, en sus vacíos ideales y aspiraciones, que la hubiera preparado para el gran cambio, o que le permitiera imaginar la otra vida de otro modo que como algo extraño, irreal e indeseable. Ana buscaba desesperadamente algo que pudiera servirle para ayudar a Ruby. ¿Es que podría decir algo?
—Creo, Ruby... —comenzó; le resultaba difícil hablar a alguien de sus más profundos pensamientos o de las nuevas ideas que estaban vagamente tomando forma en su mente respecto de los grandes misterios de esta vida y del más allá; y todavía le resultaba más difícil hablar de ellos a Ruby Gillis—, creo que quizá tengamos ideas equivocadas sobre el cielo, sobre qué es y qué tiene guardado para nosotros. No lo imagino tan distinto de la vida como la mayoría de la gente. Creo que seguiremos viviendo allí casi como aquí y seremos igual. Sólo que será más fácil ser buenos y seguir a los más santos. Todas las dudas y perplejidades desaparecerán y veremos claro. No tengas miedo, Ruby.
—No puedo evitarlo —contestó ésta tristemente—. Aunque lo que dices sobre el cielo fuera verdad (y tú no puedes estar segura, pues sólo es producto de tu imaginación), de todos modos no sería igual. No puede serlo; yo quiero seguir viviendo aquí. ¡Soy tan joven, Ana! Casi no he vivido. He luchado terriblemente por vivir y ha sido en vano. Tengo que morir y dejar todo aquello que me es querido.
Ana sintió un dolor casi intolerable. No podía decirle mentiras piadosas, y todo lo que su amiga le había dicho era horriblemente cierto. Abandonaba todo cuanto amaba. Sólo se había preocupado por las cosas terrenales, por las pequeñas cosas pasajeras de la vida, olvidando las que llevan hacia la eternidad, las que unen los dos extremos del golfo y hacen de la muerte el paso de un mundo al otro, del amanecer al pleno día. Dios se ocuparía de ella allí; aprendería. Pero ahora no cabía duda de que su alma se aferraba, con ciega desesperanza, a lo único que conocía y amaba.
Ruby se alzó, apoyándose en un brazo, y elevó al cielo sus hermosos y brillantes ojos azules.
—Quiero vivir —dijo, con un temblor en la voz—. Quiero vivir como los demás. Quiero... quiero casarme, Ana, y... y tener hijos. Tú sabes que siempre me gustaron los niños. Esto no se lo podría decir a nadie más que a ti. Se cómo comprendes las cosas. Y el pobre Herb... me quiere y yo le quiero también. Los otros nada significan para mí, pero él sí; y si viviera podría ser su mujer y sentirme feliz. ¡Oh, Ana, es horrible!
Ruby cayó entre los almohadones y lloró convulsivamente. Ana estrechó su mano para consolarla, y ese gesto pareció ser mejor ayuda para su amiga que las palabras, pues, poco a poco, ésta se calmó y cesaron sus sollozos.
—Me alegro de haberte dicho todo esto, Ana —murmuró—. Me ha ayudado mucho. Lo deseé todo el verano; cada vez que viniste quise hablarte, pero no podía. ¡Me parecía que haría tan cierta la muerte si anunciaba que iba a morir o si cualquier otra persona lo decía o lo adivinaba! No me atrevía siquiera a pensarlo. Durante el día, cuando había gente a mi alrededor y todo estaba alegre, no era tan difícil dejar de pensar; pero por las noches, cuando no podía dormir, era horrible, Ana. En esos momentos no había escapatoria. La muerte venía y me miraba a la cara hasta darme tanto miedo como para gritar.
—Pero ya no volverás a tener miedo, ¿no es cierto, Ruby? ¿Tendrás valor y creerás que todo irá bien?
—Probaré. Voy a pensar en lo que me has dicho y trataré de creerlo. ¿Vendrás a verme tan a menudo como puedas, Ana?
—Sí, querida.
—No tardará mucho, Ana, estoy segura; y me gustaría que tú estuvieses junto a mí más que cualquier otra persona. Siempre te quise más que a las otras compañeras. Nunca fuiste celosa ni mezquina. La pobre Em White vino a verme ayer. ¿Recuerdas cómo éramos de amigas durante los tres años que fuimos juntas a la escuela? Nos enfadamos el día del festival y desde entonces nunca nos volvimos a hablar, ¡qué tontería! Todas esas cosas me parecen tontas ahora. Em y yo recordamos ayer la vieja disputa. Me dijo que me hubiese vuelto a hablar hace años, pero que creía que yo no lo haría. Y yo no le volví a hablar porque estaba segura de que ella no quería. ¡Cuánta incomprensión hay entre la gente, Ana!
—La mayor parte de las desdichas de esta vida se deben a la incomprensión entre la gente — dijo Ana—. Ahora debo irme, Ruby. Se hace tarde y no debes exponerte a la humedad.
—¿Volverás pronto?
—Sí, muy pronto. Y si hay algo en que pueda ayudarte lo haré con mucho gusto.
—Lo sé. Ya me has ayudado. Ahora parece todo menos terrible. Buenas noches, Ana.
—Buenas noches, querida.
Ana regresó a casa caminando muy despacio. Aquel anochecer había traído consigo un cambio para ella. Su vida poseía ahora un sentido distinto, un propósito más profundo. En la superficie quizás se mantendría igual, pero en lo más hondo no. Con ella no debería ocurrir lo de la pobre Ruby. Cuando llegara al fin de su vida no contemplaría la otra con el terror de algo diferente, algo para lo cual no la habían preparado los pensamientos y los ideales cotidianos. Las dulces cosas de la vida, buenas cuando se les daba su verdadera importancia, no debían constituir el fin de toda la existencia; el mandato divino debía ser aprendido y cumplido; la vida celestial debía comenzar aquí, en la tierra.
Aquella despedida en el jardín fue la definitiva. Ana no volvió a ver a Ruby con vida. A la noche siguiente, la S. F. A. dio una fiesta de despedida a Jane Andrews, que partía al oeste. Y mientras las luces brillaban, y sonaban las risas entre la alegre charla, para un alma de Avonlea llegó el mandato inevitable. A la mañana siguiente corrió de casa en casa la noticia de la muerte de Ruby Gillis. Había fallecido mientras dormía, sin dolor y en calma, y en su cara brillaba una sonrisa, como si la muerte hubiera llamado a su puerta como un buen amigo y no como el horrible fantasma al que tanto temiera.
Después del funeral, la señora Lynde declaró enfáticamente que Ruby era la muerta más hermosa que contemplara jamás. Durante muchos años se habló de su hermosura, vestida de blanco entre las flores que Ana dispusiera a su alrededor. Ruby había sido siempre hermosa, con una belleza terrenal: poseía cierta insolente cualidad, como si la ostentase ante los ojos que la contemplaban. El espíritu jamás había brillado en ella ni el intelecto la había refinado. Pero la muerte la había tocado, consagrándola, destacando la pureza de las líneas y los delicados detalles escondidos antes. La muerte había transformado a Ruby, como sólo hubieran podido hacerlo la vida, el amor y una profunda femineidad. Ana, contemplándola a través de las lágrimas, creyó ver en ella su verdadero rostro, el que Dios le destinara. Y así la recordó siempre.
La señora Gillis llamó aparte a Ana antes de que el cortejo fúnebre partiera y le entregó un paquete.
—Quiero que guardes esto —dijo, llorando—. A Ruby le habría gustado que tú lo tuvieras. Es el centro de mesa que estaba bordando. No está terminado. La aguja está clavada donde sus dedos la dejaron el día en que murió.
—Siempre queda algo por terminar —dijo la señora Lynde, con lágrimas en los ojos—; pero supongo que siempre queda alguien para terminar la labor.
—Es difícil convencerse de que está muerto alguien a quien hemos conocido —dijo Ana a Diana mientras regresaban a casa—. Ruby es la primera condiscípula que se va. Una por una, tarde o temprano, todas la seguiremos.
—Supongo que sí —respondió Diana, incómoda. No quería hablar de eso. Hubiese preferido comentar los detalles del funeral; la espléndida mortaja blanca que el señor Gillis insistiera en poner a su hija («los Gillis son cursis hasta en los funerales», había dicho la señora Lynde); la triste cara de Herb Spencer; el llanto histérico e incontrolado de una de las hermanas de Ruby. Pero Ana no quería hablar de todo eso. Parecía envuelta en un sueño, y daba a Diana la sensación de no tener allí arte ni parte.
—Ruby Gillis reía mucho —dijo Davy de pronto—. ¿Se reirá en el cielo tanto como en Avonlea, Ana? Quiero saberlo.
—Sí, creo que lo hará.
—¡Oh, Ana! —protestó Diana, con una sonrisa de sorpresa.
—Bueno, ¿por qué no, Diana? —preguntó Ana con seriedad—. ¿Crees que en el cielo no se ríe?
—¡Oh, no sé! No me parece lo más correcto, sin embargo. Tú sabes que es feo reírse en la iglesia.
—Pero el cielo no será como la iglesia, por lo menos no siempre.
—Espero que no —dijo Davy, enfáticamente—. Si lo es, yo no quiero ir. La iglesia es muy aburrida. De todas maneras, no pienso ir allí hasta dentro de mucho tiempo. Pienso llegar a los cien años, como el señor Thomas Blewett, de White Sands. Él dice que ha vivido tanto porque fuma siempre y el tabaco mata los microbios. ¿Puedo fumar pronto, Ana?
—No, Davy. Espero que nunca toques el tabaco —dijo Ana con aire ausente.
—¿Y entonces qué dirás cuando los microbios acaben conmigo?
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ANA LA DE LA ISLA
Подростковая литератураVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...