Gilbert se decide

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—¡Qué día tan aburrido! —bostezó Phil tendiéndose perezosamente sobre el sillón, después de desalojar a dos indignados gatos.
Ana dejó a un lado Las aventuras de Pickwikc. Ahora que habían concluido los exámenes de primavera, retornaba a Dickens.
—Será aburrido para nosotras —dijo, pensativa—, pero para mucha gente puede que sea un día maravilloso. Algunos estarán locos de felicidad. Tal vez hoy se está llevando a cabo una hazaña magnífica o se ha escrito un hermoso poema, o ha nacido un gran hombre. Y quizá se haya roto algún corazón, Phil.
—¿Por qué echaste a perder tus hermosos pensamientos con esa última frase, querida? — rezongó Phil—. No me gusta pensar en corazones rotos ni en nada triste.
—¿Crees que siempre podrás ignorar las penalidades de la vida?
—No, pobre de mí. ¿Acaso las ignoro ahora? Me imagino que no considerarás a Alee y a Alonzo como alegrías, cuando lo único que hacen es complicarme la existencia.
—Nunca tomas nada en serio, Phil.
—¿Por qué he de hacerlo? Ya hay personas de sobra que lo hacen. El mundo necesita gente como yo, Ana, para alegrarlo un poco. Sería un lugar terrible si todos fueran intelectuales y serios y consideraran las cosas sólo por su lado grave. Dime, Ana, ¿no ha sido más alegre la vida en «La Casa de Patty» este invierno, porque yo me encontraba aquí?
—Sí —concedió Ana.
—Y todos me quieren, hasta la tía Jamesina, que me cree un poco loca. Entonces, ¿por qué he de cambiar? ¡Oh, querida, tengo tanto sueño! Anoche estuve despierta hasta la una leyendo una escalofriante novela de fantasmas. Estaba en la cama, ¿y crees acaso que después de leerla iba a levantarme a apagar la lámpara? Pues no. Y si Stella no hubiera llegado tarde, se habría quedado encendida hasta el amanecer. Cuando oí llegar a Stella le pedí que apagara la luz. Si lo hubiera hecho yo, me habría parecido que algo me atrapaba en la oscuridad al regresar a la cama. A propósito, ¿sabes qué hará tía Jamesina este verano?
—Sí, se quedará aquí. Lo hará por esos benditos gatos, aunque ella afirma que es por evitarse el trabajo de abrir otra vez su casa y porque odia hacer visitas.
—¿Qué lees?
—Pickwick.
—Es un libro que me pone hambrienta. Habla demasiado de comida. Sus personajes parecen deslizarse entre el jamón con huevos y el ponche de leche. Después de leer Pickwick tengo que dar una vuelta por el aparador. Pensar solamente en él me da hambre. ¿Hay alguna cosa en la alacena, Reina Ana?
—Esta mañana hice pastel de limón. Puedes coger un trozo.
Phil se precipitó hacia la despensa y Ana salió a la huerta acompañada de Rusty. Era una hermosa noche de primavera. La nieve no había desaparecido del todo en el parque; el pequeño banco, entre los pinos, en el camino al puerto, todavía estaba blanquecino bajo los rayos del sol de abril. El sendero que conducía al puerto estaba lleno de barro y el aire de la noche era frío. Pero el césped crecía verde en algunos lugares, y Gilbert había hallado pálidos y perfumados madroños en un escondido rincón. Llegó del parque con las manos cargadas.
Ana estaba sentada sobre la gran piedra gris de la huerta admirando una desnuda rama de abedul que se recortaba contra el rosa pálido del atardecer con perfecta gracia y que constituía todo un poema. Edificaba un castillo en el aire, una mansión maravillosa en cuyos soleados patios y majestuosos salones flotaban perfumes arábigos y en la cual era ella reina y castellana. Cuando vio acercarse a Gilbert tuvo un sobresalto. Útimamente se las había compuesto para no encontrarse a solas con él, pero ahora nada podía hacer; hasta Rusty la había abandonado.
Gilbert se sentó a su lado y le alargó las flores.
—¿No te recuerdan el hogar y nuestras viejas excursiones de los días de colegio, Ana? La muchacha tomó las flores y hundió su rostro en ellas.
—En este momento estoy en las tierras de Silas Sloane —exclamó impulsivamente.
—Supongo que dentro de unos días estarás allí realmente.
—No; dentro de dos semanas. Iré con Phil a Bolingbroke antes de ir a casa. Tú estarás en Avonlea antes que yo.
—No, este año no iré. Me han ofrecido un empleo en el Daily News y voy a aceptarlo.
—¡Ah! —exclamó Ana. Se preguntaba cómo sería un verano en Avonlea sin Gilbert—. Bueno —concluyó suavemente—, será muy importante para ti, supongo.
—Sí, ansiaba conseguirlo. Me ayudará mucho.
—No debes trabajar demasiado —dijo Ana, sin tener clara idea de lo que decía. Deseaba desesperadamente que apareciera Phil—. Este invierno has estudiado muy duro. ¿No es una tarde espléndida? ¿Sabes que hoy he descubierto un grupo de violetas blancas debajo de aquel viejo árbol? Me sentí como si hubiera descubierto una mina de oro.
—Tú siempre estás descubriendo minas de oro —dijo Gilbert, también con aire ausente.
—Vamos a ver si encontramos más. Llamaré a Phil y...
—Deja ahora a Phil y a las violetas, Ana —exclamó Gilbert mientras le cogía una mano y se la oprimía para que no pudiera soltarse—. Hay algo que quiero decirte.
—¡Oh, no lo digas! —pidió Ana—. No... por favor, Gilbert.
—Tengo que hacerlo. Las cosas no pueden seguir así. Ana, te amo. Tú sabes cuánto, yo... yo no puedo expresarlo con palabras. Prométeme que algún día serás mi esposa.
—Yo..., yo no puedo —exclamó Ana lastimosamente—. ¡Oh, Gilbert, lo has echado todo a perder!
—¿No te importo nada? —preguntó el joven después de una pausa mortal durante la cual Ana no se atrevió a levantar los ojos.
—No... no en ese sentido. Te quiero muchísimo como amigo. Pero no te amo, Gilbert.
—Pero puedes darme alguna esperanza de que en el futuro...
—No, no puedo hacerlo. Nunca, nunca te amaré... en ese sentido... Gilbert. No vuelvas a hablarme así nunca más.
Hubo otra larga pausa... larga, tensa; Ana tuvo por fin que levantar la vista. La cara de Gilbert tenía una palidez mortal. Y sus ojos... Ana no pudo soportarlo y desvió la mirada. Todo aquello no tenía nada de romántico. ¿Es que las declaraciones tenían que ser grotescas o...
terribles? ¿Podría alguna vez olvidar el rostro de Gilbert?
—¿Hay algún otro? —preguntó por fin en voz baja.
—No... no —respondió Ana con vehemencia—. No hay ninguno, en ese sentido. Y a ti te aprecio más que a nadie en el mundo, Gilbert. Y debemos, debemos seguir siendo amigos.
Gilbert rió amargamente.
—¡Amigos! Tu amistad no me basta, Ana. Quiero tu amor... y me dices que nunca podré alcanzarlo.
—Lo siento mucho. Perdóname —fue todo lo que pudo decir Ana. ¿Dónde, dónde estaban todos los hermosos discursos que imaginara para rechazar pretendientes?
Gilbert dejó su mano suavemente.
—No hay nada que perdonar. Hubo momentos en que pensé que me querías. Me he engañado, eso es todo. Adiós, Ana.
Ana corrió a su cuarto, se sentó junto a la ventana y lloró amargamente. Sentía que había perdido algo precioso: la amistad de Gilbert. Oh, ¿por qué debía perderla así?
—¿Qué te pasa? —preguntó Phil, mientras atravesaba las tinieblas tenuemente iluminadas por la luna.
Ana no contestó. En aquel momento le habría gustado que Phil se hallara a mil kilómetros de distancia.
—Supongo que has rechazado a Gilbert Blythe. ¡Eres tonta!
—¿Te parece tonto rechazar a un hombre al que no se ama?
—No sabes reconocer el amor. Has imaginado el amor como una sensación determinada y quieres que en la vida real sea así. Vaya; es la primera cosa sensata que he dicho en mi vida; no sé cómo me las he arreglado.
—Phil —rogó Ana—, por favor, vete y déjame sola un momento. Mi mundo ha caído hecho pedazos y quiero reconstruirlo.
—¿Sin Gilbert? —preguntó Phil mientras salía.
¡Un mundo sin Gilbert! Ana repitió esas palabras una y otra vez. ¿No sería un lugar muy triste y muy solitario? Bueno, todo había sido culpa de Gilbert. Había arruinado la hermosa camaradería que los unía. Tendría que aprender a vivir sin ella.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora