En el parque

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—¿Qué vais a hacer hoy? —preguntó Philippa irrumpiendo en el cuarto de Ana un sábado por la tarde.
—Vamos a pasear por el parque —respondió Ana. Debería quedarme a terminar mi blusa, pero no puedo coser en un día tan hermoso. Hay algo en el aire que me corre por las venas y llena de gloria mi alma. Mis dedos se niegan a dar una puntada. De modo que nos vamos rumbo al parque.
—¿Ese «nos» incluye a alguien más que tú y Priscilla?
—Sí, incluye a Gilbert y a Charlie, y nos encantaría que tú también nos acompañaras.
—Pero si fuera me convertiría en la tercera en discordia —se quejó Phil—. Y ésa sería una experiencia completamente nueva para mí.
—Y bien, las experiencias nuevas son siempre interesantes. Ven, y así serás capaz de sentir simpatía por esas pobres almas que hacen de tercero en discordia tan a menudo. Pero, ¿dónde están todas tus víctimas?
—¡Oh, estoy cansada de ellos! Hoy no podría aguantar a ninguno. Además, me siento un poquito triste; un poquito nada más. La semana pasada les escribí a Alee y a Alonzo. Puse las direcciones y metí las cartas en los sobres, pero no los cerré. Esa tarde pasó algo muy gracioso. Bueno, gracioso para Alee, aunque no para Alonzo. Tenía mucha prisa y saqué la carta de Alee de su sobre (por lo menos eso creí) para añadirle una posdata. Luego envié ambas cartas. Esta mañana recibí la respuesta de Alonzo. Y había escrito la postdata en su carta. Se puso furioso. Claro que ya se le pasará (y si no, peor para él), pero me arruinó el día. Por eso quise venir, para tratar de levantar un poco mi ánimo. En cuanto comience la temporada de fútbol no tendré ni un sábado libre. Adoro el fútbol. Tengo una gorra fantástica y un jersei con los colores de Redmond para ponerme esos días. ¿Sabéis que a Gilbert lo han nombrado capitán del equipo de los «novatos»?
—Sí, nos lo dijo ayer —respondió Priscilla al darse cuenta de que Ana no contestaría—. Charlie y él estaban abajo. Sabíamos que vendrían, de modo que quitamos todos los cojines de la señorita Ada. El que tiene el bordado en relieve lo escondí detrás de una silla. Pensé que allí estaría a salvo, pero no fue así. Charlie Sloane fue hacia la silla, vio el almohadón, lo recogió cuidadosamente y estuvo sentado encima toda la tarde. ¡Qué desastre para el cojín! La pobre señorita Ada me preguntó hoy, muy sonriente, pero con cierto tono de reproche, por qué había permitido que se sentara encima. Le aclaré que no había sucedido por mi culpa; que fue simplemente una «sloanada» como las de costumbre.
—Los cojines de la señorita Ada ya me están crispando los nervios —dijo Ana—. La semana pasada terminó dos con bordados de toda clase. Como ya no tiene donde ponerlos, los colocó en el descansillo de la escalera. Están caídos la mitad del tiempo y si bajas a oscuras tropiezas con ellos. El domingo pasado, cuando el pastor Davies oraba por los que afrontan los peligros del mar, yo agregué para mis adentros: «Y por aquellos que viven en casas donde los cojines reinan por doquier». ¡Bueno! Estamos listas, ya veo venir a los muchachos cruzando el Oíd St. John. ¿Vienes, Phil?
—Iré si puedo pasear con Priscilla y Charlie. Representaré pacientemente mi papel. Tu Gilbert es un encanto, Ana; pero ¿por qué va tanto con «Ojos saltones»?
Ana se puso tiesa. No apreciaba mucho a Charlie Sloane, pero era de Avonlea, y ningún extraño tenía derecho a reírse de él.
—Charlie y Gilbert siempre han sido amigos —respondió fríamente—. Charlie es un buen muchacho. No tiene la culpa de que sus ojos sean así.
—¡No me digas! Pues debe de haber hecho algo terrible en su vida anterior para haber sido castigado con semejante par de ojos. Pris y yo vamos a divertirnos esta tarde. Nos burlaremos de él en su propia cara y no se dará cuenta.
Y las dos traviesas muchachas llevaron a cabo sus poco cordiales propósitos. Pero Sloane, afortunadamente para él, no se dio ni cuenta. Se consideraba todo un personaje por poder pasear con dos jóvenes como aquéllas, especialmente Philippa Cordón, la guapa del curso. Seguramente que esto impresionaría a Ana. Vería que otras personas lo apreciaban en todo su valor.
Gilbert y Ana caminaban algo separados de los otros, disfrutando de la tranquilidad y la belleza de la tarde otoñal, bajo los pinos del parque, por el sendero que trepaba y serpenteaba en torno a la costa del puerto.
—El silencio es aquí como una oración, ¿no te parece? —preguntó Ana mirando el brillante cielo—. ¡Cómo quiero a los pinos! Parece como si sus raíces estuvieran hundidas profundamente en el romanticismo de todas las épocas. ¡Es tan reconfortante andar de aquí para allá conversando con ellos! Siempre me siento muy feliz en este lugar.
Y así en las soledades montañosas, Como por algún conjuro divino, Caen de ellas sus preocupaciones, Como las agujas al sacudir el pino.
—Nuestras pequeñas ambiciones parecen aquí insignificantes, ¿no es cierto, Ana?
—Creo que si alguna vez tuviera una gran pena correría hacia los pinos en busca de consuelo —comentó Ana, soñadora.
—Espero que nunca tengas una gran pena, Ana —dijo Gilbert.
No podía concebir ningún pesar en la criatura vivaz y gozosa que estaba a su lado; ignoraba que aquellos que pueden alcanzar las más altas cumbres de la dicha son los que más bajo caen en los abismos de la desesperación; que los más aptos para la alegría son también los más capaces para el dolor.
—Sin embargo, así será... alguna vez —murmuró Ana—. En estos momentos la vida es para mí como una copa de cristal colmada de néctar, cerca de mis labios. Pero tiene que haber algo amargo... como en todas las copas. Algún día me tocará a mí.
Ojalá que cuando llegue ese momento me encuentre fuerte y preparada para hacerle frente. Y espero que no llegue por mi culpa. ¿Recuerdas lo que dijo el pastor Davies el domingo pasado? Los pesares que nos envía Dios traen consigo fuerza y consuelo; en cambio los que nos buscamos nosotros mismos, por nuestra propia conducta desordenada, son mucho más difíciles de soportar. Pero no debemos hablar de penas en una tarde como ésta. Sólo despierta alegría de vivir, ¿no te parece?
—Si dependiera de mí, apartaría de tu vida todo lo que no fuera felicidad y placer, Ana —dijo Gilbert con un tono que significaba «peligro».
—No demostrarías mucha cordura —replicó la joven prestamente—. Estoy segura de que nadie podría perfeccionarse y salir adelante sin haber tenido que vencer algunas penas, aunque supongo que esto se admite sólo cuando se está suficientemente tranquilo. Vamos; los otros han llegado al pabellón y nos esperan.
Se sentaron todos juntos en el pequeño refugio a contemplar el crepúsculo otoñal, mezcla de púrpura y de oro. Hacia la izquierda yacía Kingsport, con sus techos y sus chimeneas que despedían espirales de color violeta.
A la derecha, el puerto, con sus luces rosadas, parecía extenderse hacia el ocaso. Y más allá del raso satinado del agua y de la niebla, estaba la isla de William, como un fiel perro guardián que protegiera la ciudad. La luz de su faro irrumpía a través de la bruma como la de una suave estrella a la que respondían otras en el lejano horizonte.
—¿Habéis visto alguna vez algo de apariencia más vigorosa? —preguntó Philippa—. No me interesa mucho la isla de William, pero estoy segura de que no la podría conquistar aunque quisiera. Mirad el centinela en la cumbre del fuerte, junto a la bandera. ¿No parece salido de una novela de aventuras?
—Hablando de aventuras —dijo Priscilla—, hemos estado buscando brezo; pero, por supuesto, no encontramos. La estación está ya muy adelantada, supongo.
—¡Brezo! —exclamó Ana—. En América no crece, ¿verdad?
—Sólo en dos sitios en todo el continente —dijo Phil—. Uno aquí, en este mismo parque, y otro en algún lugar de Nueva Escocia que ahora no recuerdo. El famoso regimiento escocés de la Guardia Negra acampó aquí una primavera y cuando los hombres sacudieron sus colchones algunas semillas de brezo que había entre la paja con que estaban rellenos cayeron y echaron raíces.
—¡Oh, qué delicia! —exclamó Ana, encantada.
—Regresemos a casa dando la vuelta por Spofford Avenue —sugirió Gilbert—; así podremos ver «los hermosos palacios donde se hospeda la nobleza». Spofford Avenue es la avenida más elegante de Kingsport. A menos que sea millonario, nadie puede edificar allí.
—Sí —asintió Phil—. Hay allí una casa que quiero que veas, Ana. Ésta no fue edificada por un millonario. Es lo primero que se ve al salir del parque, y debe de haber crecido cuando Spofford Avenue era sólo un camino secundario. ¡Porque creció, no fue construida! Las casas de la Avenida no me interesan; son demasiado nuevas y con mucho vidrio. Pero ésa es un sueño. ¡Y con un nombre!... Espera a verla.
La vieron mientras caminaban desde el parque hacia la colina bordeada de pinos. Precisamente en la loma donde comenzaba Spofford Avenue se levantaba una casita blanca con grupos de pinos a ambos lados que extendían sus brazos protectores sobre el bajo techo. Estaba cubierta por enredaderas rojas y doradas, a través de las cuales espiaban las verdes ventanas cerradas. En la parte delantera había un jardín rodeado por un pequeño cerco de piedra. A pesar de estar ya en octubre se veían en él toda clase de perfumadas y hermosísimas flores y arbustos que no parecían de este mundo: abrótanos, verbenas, alhelíes, petunias, caléndulas y crisantemos. Un pequeño camino de ladrillo iba desde la puerta de entrada hasta la galería. Todo el lugar parecía haber sido trasplantado desde una remota villa; así y todo, había algo en él que hacía que su vecino más próximo, un enorme palacio rodeado de césped que pertenecía a un rey del tabaco, pareciera, por contraste, extremadamente rudo y frío. Como había dicho muy bien Phil, se notaba la diferencia entre lo natural y lo artificioso.
—Es el lugar más encantador que he visto en mi vida —dijo Ana, extasiada—. Me produce uno de mis viejos y deliciosos es tremecimientos. Es aún más extraña y tierna que la casa de piedra de la señorita Lavendar.
—Quiero que te fijes especialmente en el nombre. Mira las letras blancas en la arcada: «La Casa de Patty»; ¿no es gracioso? Sobre todo en esta calle llena de «Los Pinos», «Los Abetos» y «Los Cedros». ¡«La Casa de Patty»! ¡Es adorable!
—¿Tienes idea de quién es Patty? —preguntó Priscilla.
—Patty Spofford es el nombre de su anciana dueña. Vive allí con su sobrina, y seguirán viviendo unos cientos de años, o quizás un poco menos. La exageración es sólo una licencia poética. He averiguado que caballeros pudientes han querido muchas veces comprar el terreno; como te imaginarás, vale una pequeña fortuna, pero Patty no ha querido venderlo. Y detrás de la casa, en lugar del parque de rigor, hay una huerta de manzanos que verás en cuanto caminemos un poco; ¡una verdadera huerta de manzanos en Spofford Avenue!
—Esta noche voy a soñar con «La Casa de Patty» —dijo Ana—. Hasta me parece pertenecerle. Me pregunto si alguna vez, por casualidad, podremos ver el interior.
—No me parece probable —opinó Priscilla. Ana sonrió, misteriosa.
—No, no es probable. Pero creo que sucederá. Siento algo extraño que puedes llamar presentimiento si quieres; algo que me hace pensar en que «La Casa de Patty» y yo seremos amigas.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora