«El sacrificio de Averil»

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-¿En qué piensas, Ana?
Las dos jovencitas holgazaneaban una tarde en el valle del arroyo. Los abetos se inclinaban sobre él, la hierba era de un verde brillante y las peras silvestres, de suave perfume, colgaban a su alrededor formando blancas cortinas.
Ana volvió de su ensueño con un suspiro de felicidad.
-Pensaba en mi cuento, Diana.
-¡Oh, ya lo has comenzado! -gritó Diana, repentinamente interesada.
-Sí, apenas llevo escritas unas pocas páginas, pero ya lo tengo bien compuesto en la mente. Me ha llevado un montón de tiempo definir la situación. Ninguna de las que imaginaba parecía apropiada para una joven llamada Averil.
-¿No podías cambiarle el nombre?
-No, eso era imposible. Intenté hacerlo pero no pude. Sería como cambiar el tuyo. Averil parecía tan real que, pensara en el que pensara, siempre aparecía Averil en el fondo. Pero finalmente encontré un argumento apropiado. Luego llegó la tarea de elegir los nombres de mis demás personajes. No tienes idea de lo fascinante que es. He permanecido horas y horas despierta pensando en ello. El héroe se llama Perceval Dalrymple.
-¿Ya has bautizado a todos los personajes? -preguntó Diana con ansiedad-. Si todavía no lo has hecho voy a pedirte que me dejes uno... cualquier personaje sin importancia. Sería como si tuviera una parte en tu historia.
-Puedes bautizar al chico que está empleado en casa de los Lester -concedió Ana-. No es muy importante, pero es el único que todavía no tiene nombre.
-Llámalo Raymond Fitzosborne -sugirió Diana, que tenía una buena colección de nombres, reliquias del viejo Club de Cuentos que habían fundado en los días escolares junto con Ana, Ruby Gillis y Jane Andrews.
Ana sacudió la cabeza dubitativamente.
-Suena demasiado aristocrático para un criado. No puedo imaginarme a un Fitzosborne dando de comer a los cerdos y juntando astillas, ¿y tú?
Diana opinaba que, después de todo, si uno tenía imaginación, podía encontrarlo admisible, pero que Ana sabía seguramente más de psicología. Finalmente el criado fue bautizado Robert Ray, con el sobrenombre de Bobby para ciertas ocasiones.
-¿Cuánto crees que te pagarán por él? -preguntó Diana.
Ana no había pensado siquiera en ello. Iba en pos de la fama y sus sueños literarios no se habían contaminado todavía con consideraciones mercenarias.
-Me permitirás leerlo, ¿no es cierto? -rogó Diana.
-Cuando lo termine os lo leeré a ti y al señor Harrison, y quiero que lo juzguéis severamente. Nadie más lo verá hasta que esté publicado.
-¿Qué final tendrá, feliz o desgraciado?
-No estoy segura. Lo hubiera preferido desdichado, pues es mucho más romántico, pero tengo entendido que los editores tienen prejuicios contra los finales tristes. Una vez le oí decir al profesor Hamilton que sólo los genios pueden atreverse a escribir un desenlace desgraciado. Y yo -concluyó Ana modestamente- no tengo nada de genial.
-¡Oh, yo prefiero los finales felices! Deja que los protagonistas se casen -pidió Diana, que desde que se encontraba comprometida con Fred creía que así debían terminar todas las novelas.
-Pero ¿no te gusta llorar cuando lees cuentos?
-Sí, pero por la mitad. Me gusta que terminen bien.
-Tengo que idear una circunstancia patética -meditó Ana-. Tendría que herir a Robert Ray en un accidente, y escribir una escena de muerte.
-No, no debes matar a Bobby -declaró Diana riendo-. Me pertenece y quiero que viva. Mata a cualquier otro, si tienes que hacerlo.
Los quince días siguientes los pasó Ana escribiendo o soñando según su estado de ánimo. A ratos se la veía radiante ante una idea nueva, a ratos desesperada porque un personaje no se comportaba correctamente. Esto no podía entenderlo Diana.
-Hazlos como tú quieras -le sugirió.
-No puedo -refunfuñó Ana-. Averil es una heroína imposible de manejar. Hace y dice cosas que yo no quiero; echa a perder todo lo que he escrito antes y debo hacerlo de nuevo.
Sin embargo, la historia fue por fin terminada y Ana se la leyó a su amiga en el refugio de su habitación.
Había llevado a cabo su «escena patética» sin sacrificar a Robert Ray, y mientras leía observaba a Diana por el rabillo del ojo. Cuando el momento llegó, Diana lloró apropiadamente; pero ante el desenlace pareció algo desilusionada.
-¿Por qué mataste a Maurice Lennox? -le reprochó.
-Era el villano. Debía ser castigado.
-Pero a mí me gustaba más que los demás -dijo Diana con escasa lógica.
-Bueno, pues está muerto y muerto quedará -exclamó Ana, algo resentida-. Si le hubiera permitido seguir vivo habría continuado persiguiendo a Averil y a Perceval.
-A menos que lo reformaras.
-No sería romántico, y además alegraría demasiado la historia.
-Bueno, de cualquier modo es un cuento muy bueno, Ana, y estoy segura de que te hará famosa. ¿Ya tienes el título?
-Hace tiempo que lo he encontrado. Se llama «El sacrificio de Averil». ¿No suena hermoso y literario? Ahora, dime sinceramente, Diana, ¿encuentras algún fallo?
-Bueno -dudó Diana-, la escena en que Averil hace el pastel no me parece suficientemente romántica. Es algo que podría hacer cualquiera. Yo creo que las heroínas no deberían cocinar.
-Bueno, ésa es la parte humorística, y además una de las mejores de todo el cuento - respondió Ana. Y debemos reconocer que el tiempo se encargó de darle la razón.
Diana refrenó prudentemente cualquier otra observación, pero el señor Harrison fue mucho más difícil de complacer. Comenzó por decir que en la historia había demasiadas descripciones.
-Suprime todos los pasajes floridos -pidió despiadadamente.
Ana tuvo la incómoda convicción de que el señor Harrison tenía razón y se comprometió a podar la mayoría de sus bienamadas descripciones; a pesar de lo cual fueron necesarias tres nuevas revisiones para que la historia resultara finalmente aprobada por el fastidioso señor Harrison.
-He suprimido todas las descripciones menos la del atardecer -dijo Ana por fin-. Simplemente no pude quitarla. Era la mejor de todas.
-No tiene nada que ver con la historia; además, ¿por qué transcurre la acción entre la gente rica de la ciudad? ¿Qué sabes tú de ella? La historia debió suceder aquí, en Avonlea. Claro que cambiando los nombres, pues de lo contrario la señora Rachel Lynde pensaría con toda seguridad que ella es la heroína.
-¡Oh, eso sí que no! -protestó Ana-. Avonlea es el lugar más hermoso del mundo, pero no tiene el romanticismo necesario para ser cuna de una historia de amor.
-Yo diría más bien que hay demasiado romance en Avonlea... y demasiada tragedia también -dijo el señor Harrison secamente-. Pero tus personajes no son reales, sean de donde sean. Hablan demasiado y usan un lenguaje muy florido. Hay una escena en la que ese muchacho Dalrymple habla por lo menos dos páginas, sin dejar decir una palabra a la chica. En la vida real ella lo habría enviado al infierno.
-No lo creo -exclamó Ana enfáticamente. En el fondo de su corazón tenía la certidumbre de que las hermosas palabras dichas a Averil conquistarían completamente a cualquier muchacha. Además, era inadmisible que Averil, la sublime, la majestuosa Averil, pudiera «mandar al infierno» a alguien.
-Además -continuó el despiadado señor Harrison-, no veo por qué no se queda con ella Maurice Lennox. Es el doble de hombre que el otro. Hizo cosas malas, pero las hizo. Lo único que hace Perceval es gimotear.
¿«Gimotear»? ¡Eso era aún peor que «irse al infierno»!
-Maurice Lennox es el villano -dijo Ana, indignada-, no comprendo por qué a todo el mundo le gusta más que Perceval.
-Perceval es demasiado bueno. Es irritante. La próxima vez que crees un héroe hazlo un poco más humano.
-Averil no podía casarse con Maurice. Era malo.
-Ella podía haberlo reformado. No puedes reformar a una medusa pero puedes reformar a un hombre. Tu cuento no es malo y admito que tiene interés. Pero eres demasiado joven para escribir algo que valga la pena. Espera diez años.
Ana se prometió a sí misma que la próxima vez que escribiera una historia no le pediría a nadie que la criticara. Era demasiado desmoralizador. Aunque le había hablado del cuento a Gilbert, no se lo leería.
-Si tiene éxito ya lo verás publicado, Gilbert; de lo contrario nadie sabrá de él.
Marilla no sabía nada del cuento. Ana se imaginaba a sí misma leyéndoselo en una revista y, cuando Marilla se deshiciera en alabanzas (todo era posible), declarándose la autora.
Cierto día Ana llevó a la oficina de Correos un sobre grande y abultado, dirigido, con esa confianza que da la juventud y la inexperiencia, al semanario más importante entre los importantes. Diana estaba tan excitada como Ana.
-¿Cuánto tiempo crees que tardarán en contestar? -preguntó.
-No pueden pasar más de quince días. ¡Oh, qué feliz y orgullosa me sentiré si lo aceptan!
-Claro que lo aceptarán; y probablemente te pedirán que les envíes otros. Algún día serás tan famosa como la señora Morgan. ¡Qué orgullosa me sentiré entonces de ser tu amiga! -dijo Diana, que poseía, por lo menos, el sorprendente mérito de profesar una desinteresada admiración por los dones y gracias de sus compañeros.
Así pasó una semana de deliciosos sueños, después de la cual llegó el amargo despertar. Diana encontró una tarde a su amiga en su buhardilla, con una expresión extraña en sus ojos grises. Sobre la mesa había un gran sobre y un arrugado manuscrito.
-Ana, ¿te han devuelto el cuento? -preguntó.
-Así es -respondió ésta brevemente.
-Bueno, ese editor debe de estar loco. ¿Qué razones te da?
-Ninguna. Sólo una nota diciendo que no le resulta satisfactorio.
-Nunca acabó de gustarme ese semanario. Los cuentos que publica no son ni la mitad de interesantes que los del Canadian Woman, a pesar de que cuesta mucho más. Sin duda el editor tiene prejuicios contra todo el que no sea yanqui. No te desanimes, Ana. Recuerda cómo le devolvían los cuentos a la señora Morgan. Envíalo al Canadian Woman.
-Creo que lo haré -dijo Ana, animándose-. Y si lo publican le enviaré una copia a ese editor americano. Pero suprimiré la parte del crepúsculo. Creo que el señor Harrison tenía razón.
Y el crepúsculo fue sacrificado; pero, a pesar de esta heroica mutilación, el editor del Canadian Woman devolvió el original con tanta rapidez, que la indignada Diana declaró que era imposible que pudiera haberlo leído entero y que suspendería su suscripción inmediatamente. Ana tomó su segundo fracaso con la calma propia de la desesperación. Enterró su cuento en el antiguo baúl donde dormían los manuscritos del viejo Club de Cuentos; pero antes cedió a los ruegos de Diana y le dio una copia.
-Éste es el fin de mis actividades literarias -dijo amargamente.
No contó nunca lo ocurrido al señor Harrison, pero una tarde éste le preguntó bruscamente si le habían aceptado el cuento.
-No, el editor no lo quiso -respondió brevemente.
El señor Harrison miró de reojo el ruborizado perfil de rasgos delicados.
-Bueno, supongo que continuarás escribiendo.
-No, nunca más trataré de escribir un cuento -declaró Ana con la desesperanza de sus diecinueve años ante el rudo golpe.
-Yo no renunciaría tan pronto -dijo finalmente el señor Harrison-. Escribiría una historia de vez en cuando, pero no perseguiría a los editores con ella. Escribiría sobre personas y lugares conocidos; haría hablar a la gente con el lenguaje de todos los días; y dejaría que el sol siguiera su trayectoria normal sin darle demasiada importancia. Si tuviera que introducir en mi historia a un villano, le daría una oportunidad, Ana..., le daría una oportunidad. Hay hombres muy malos en el mundo, supongo, pero tendrías que andar un buen rato antes de encontrar alguno, aunque la señora Lynde crea que todos somos malos. La mayoría de nosotros guarda su poquito de bondad en algún rinconcillo. Continúa escribiendo, Ana.
-No; fue una tontería intentarlo. Cuando termine en Redmond me dedicaré a la enseñanza. Sé enseñar. No sé escribir cuentos.
-Cuando termines en Redmond, ya habrá llegado el momento para buscarte un marido. No me parece bien posponer demasiado el matrimonio... como hice yo.
Ana se incorporó y regresó a su casa. Había momentos en los que el señor Harrison resultaba realmente intolerable. «Mandar al infierno», «gimotear», «buscar marido». ¡¡Oh!!

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora