El Libro de la Revelación

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Los Irving regresaron a pasar el verano en «La Morada del Eco» y Ana disfrutó de tres felices semanas en su compañía. La señorita Lavendar no había cambiado; Charlotta IV era ya una señorita, pero aún adoraba a Ana de todo corazón.
—A decir verdad, señora mía, no he conocido a nadie como usted en Boston —le dijo francamente.
También Paul había crecido. Tenía dieciséis años, sus rizos castaños habían desaparecido y ya le interesaba más el fútbol que las hadas, pero el afecto que lo unía a su antigua maestra no había variado. Los espíritus afínes lo siguen siendo, pese a los años.
Era húmeda y fría la tarde de julio en que Ana regresó a «Tejas Verdes». Se anunciaba una de las terribles tormentas de verano que a veces cruzaban el golfo. Al llegar caían las primeras gotas.
—¿Fue Paul quien te trajo a casa? ¿Por qué no lo invitaste a pasar aquí la noche? — inquirió Manila—. Se aproxima una tormenta terrible.
—Espero que esté en «La Morada del Eco» antes de que la lluvia arrecie. De cualquier modo, él quería regresar esta misma noche. Lo he pasado espléndidamente, pero me alegro de estar aquí otra vez. Davy, ¿cuánto has crecido últimamente?
—Desde que te fuiste he crecido tres centímetros. Ahora soy tan alto como Milty Boulter. Ya no me molestará con que es más grande que yo. Ah, Ana, ¿sabes que Gilbert Blythe se está muriendo?
Ana quedó muda y como inconsciente mirando a Davy, y palideció tanto que Marilla temió un desmayo.
—¡Davy, esa lengua! —exclamó la señora Lynde, furiosa—. ¡Ana, querida... reacciona! No queríamos decírtelo de repente...
—¿Es... verdad? —preguntó la joven con voz que no parecía la suya.
—Gilbert está muy mal —asintió la señora Lynde gravemente—. Enfermó de tifus no bien te fuiste a «La Morada del Eco». ¿No supiste nada?
—No.
—El caso se presentó muy serio desde el principio. El médico dice que estaba muy débil. Han contratado una enfermera especializada y hecho todo lo que puede hacerse. Reacciona, Ana; mientras hay vida hay esperanza.
—El señor Harrison estuvo aquí esta noche y dijo que no había esperanzas —reiteró Davy.
Marilla, con semblante cansado y envejecido, se levantó y sacó a Davy de la cocina.
—Oh, reacciona, querida —dijo la señora Rachel abrazando cariñosamente a la jovencita—. No debemos perder las esperanzas... realmente no debemos. Gilbert tiene a su favor la fuerte constitución de los Blythe.
Ana apartó suavemente a la señora Lynde, atravesó la cocina como una autómata, cruzó el vestíbulo y subió la escalera. Ya en su antiguo cuarto, cayó de rodillas junto a la ventana mirando sin ver a través de ésta. En la gran oscuridad, la lluvia caía sobre los sembrados. Del Bosque Embrujado partían los lamentos de los árboles acosados por la tormenta y el aire traía el fragor de las olas que rompían sobre la playa distante. ¡Y Gilbert se estaba muriendo!
—Como en la Biblia, hay en toda vida un Libro de la Revelación. En las largas horas de vigilia, en medio de la tormenta, en la oscuridad de esa noche terrible, Ana leyó el suyo. Amaba a Gilbert, siempre lo había amado. Ahora lo sabía. Supo que era parte de su vida. Que vivir sin él sería una continua agonía. Y la revelación llegaba demasiado tarde... demasiado tarde incluso para tener el amargo consuelo de acompañarlo hasta el final. Si ella no hubiera sido tan ciega... tan tonta... habría tenido el derecho de ir hacia él en ese trance. Pero Gilbert nunca sabría que ella lo amaba... se iría de esta vida creyendo que no le importaba. ¡Oh, los largos años de soledad que se presentaban ante sus ojos! ¡No podría soportarlos... no podría! Se inclinó sobre la ventana y, por primera vez en su juvenil y feliz existencia, deseó morir. Si Gilbert se iba de su lado sin una palabra, sin una señal, ella no debía seguir viviendo. Sin él, nada tenía valor. Se pertenecían uno al otro. En esa hora de suprema agonía no pudo dudarlo. Gilbert no amaba a Christine Stuart; nunca la había amado. Oh, qué tonta fue al no comprender cuál era el lazo que la unía a Gilbert... al confundir la ilusión que le inspirara Roy con el verdadero amor. Y ahora debía pagar por ello como por un crimen.
Cuando subieron a acostarse, la señora Lynde y Marilla se detuvieron junto a la puerta de Ana, se miraron dubitativamente al no oír ruido alguno y pasaron de largo. La tormenta sólo amainó al amanecer. Ana vio asomar una franja de luz en medio de la oscuridad. Pronto las colinas del este estuvieron coronadas por un resplandor púrpura. Las nubes se enrollaron en suaves y blancas masas sobre el horizonte; el cielo brilló azul y plata.
Ana se puso en pie y bajó la escalera. Sintió el fuerte viento fresco en el rostro mientras se dirigía al patio. Un jovial silbido cantó en la cuesta. Al momento apareció Pacifique Buote.
Repentinamente Ana se sintió flaquear. De no haberse apoyado en un sauce, habría caído al suelo. Pacifique era el peón de George Fletcher, vecino de los Blythe. La señora Fletcher era tía de Gilbert. Pacifique sabría si... sabría la última noticia. El hombre cruzaba a grandes pasos la cuesta, silbando a todo pulmón. No vio a Ana, que lo llamó inútilmente tres veces. Estaba ya casi fuera de su alcance cuando pudo articular:
—¡Pacifique!
El muchacho se volvió con un alegre saludo.
—Pacifique —preguntó la joven casi sin aliento—, ¿viene de la casa de Fletcher?
—Seguro. Anoche m'avisaron que mi padre 'stá enfermo. Por la tormenta no pude ir y voy 'ora cortando camino por los campos.
La desesperación impulsó a Ana. Saber lo peor era preferible a esa horrible incertidumbre.
—¿Sabe cómo seguía Gilbert Blythe esta mañana?
—Está mejor. Pudo pasar la noche. El doctor dijo que 'ora se pondrá bien. ¡Pasó raspando! Condenado muchacho, casi se mata en la escuela. Bueno, tengo qu'irme. Mi viejo tendrá apuro por verme.
Pacifique reanudó su marcha y su silbido. Ana se quedó mirándolo con ojos en que la alegría había sucedido a la angustia de la noche anterior. Era un muchacho flaco, áspero, feo; pero a la joven le pareció tan guapo como los mensajeros que llevan buenas nuevas por las montañas. Nunca, mientras viviera, podría contemplar su rostro oscuro y chato sin rememorar la cálida sensación que inundó su alma ante sus palabras.
Mucho después de que se perdiera el alegre silbido entre los álamos del Sendero de los Amantes, Ana aún estaba bajo los sauces, degustando la acre dulzura que brinda la vida cuando nos vemos libres de un gran temor. La mañana era un vaso lleno de bruma y esplendor. Cerca de ella estallaban los capullos de rosa. Los cantos de los pajarillos a su alrededor eran la música de su estado de ánimo. Y recordó la sentencia de un viejo y maravilloso libro:
«El llanto durará una noche, mas la alegría llegará al amanecer.»

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora