Despedidas y partida

2.6K 235 2
                                    

Charlie Sloane, Gilbert Blythe y Ana Shirley se marcharon de Avonlea la mañana del lunes. Ana había esperado que fuera un hermoso día. Diana iba a llevarla hasta la estación y querían que este último paseo que hacían juntas resultara realmente agradable. Pero cuando se retiró a su cuarto, el domingo por la noche, el viento del este gemía alrededor de «Tejas Verdes» como una siniestra profecía, confirmada a la mañana siguiente. Cuando despertó, la lluvia golpeaba contra su ventana y dibujaba círculos en la gris superficie de la laguna; las colinas y el mar estaban medio ocultos por la tormenta y el mundo entero parecía oscuro y melancólico. Ana se vistió en medio del gris y desalentador amanecer, pues era necesario partir muy temprano para alcanzar el tren; luchó contra las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Dejaba el hogar que le era tan querido y algo le decía que abandonaba para siempre su seguro refugio. Ya nada volvería a ser como antes; volver durante las vacaciones no sería como vivir allí. ¡Y cuan querido le era todo! Ese pequeño cuarto blanco, consagrado a los sueños de la juventud, la vieja Reina de las Nieves en la ventana, el arroyuelo en el valle, la Burbuja de la Dríada, el Bosque Embrujado, el Sendero de los Amantes... todas esas mil cosas queridas llenas del recuerdo de los años pasados. ¿Podría ser feliz en otro lugar?.
Aquella mañana, el desayuno en «Tejas Verdes» fue triste. Davy, probablemente por primera vez en su vida, no pudo comer y gimoteó sin pudor alguno sobre su potaje. Nadie parecía tener mucho apetito, excepto Dora, que terminó su ración tranquilamente. Ésta, lo mismo que la inmortal y prudente Charlotte, que había continuado «cortando pan y manteca» mientras el cuerpo de su frenético enamorado era llevado en el ataúd, era una de esas afortunadas criaturas a quienes parece imposible conmover; a los ocho años, era ya imperturbable.
Desde luego, lamentaba mucho que Ana se marchara. Pero, ¿era ése motivo suficiente para no poder apreciar en todo su valor el huevo escalfado sobre la tostada? Por supuesto que no. Y como Davy no tocara el suyo, lo comió por él.
Puntualmente llegó Diana con su calesa, su impermeable y sus rosadas mejillas. Había llegado el momento del adiós. La señora Lynde apareció y dio a Ana un fuerte abrazo, recomendándole que cuidara de su salud, hiciera lo que hiciera. Marilla, secamente y sin llantos, le dio un golpecito en las mejillas y le encargó que escribiera en cuanto estuviera instalada. A un observador casual le habría parecido que la partida de Ana no hacía mucha mella en ella (siempre que no hubiera reparado en la expresión de sus ojos). Dora besó ceremoniosamente a Ana y se secó dos decorosas lagrimitas; pero Davy, que había estado llorando sentado en el escalón de la galería trasera desde que se levantaron de la mesa, no quiso despedirse. Cuando vio que Ana se dirigía hacia él saltó sobre sus pies, subió corriendo la escalera y fue a esconderse dentro de un armario, del que no quiso salir. Sus apagados alaridos fue lo último que oyó Ana mientras se alejaba de «Tejas Verdes».
Llovió copiosamente durante todo el viaje hasta Bright River, adonde debían dirigirse, ya que el ramal del ferrocarril de Carmody no empalmaba con el tren que combinaba con el barco. Charlie y Gilbert se encontraban en la estación cuando ellas llegaron. Ana apenas tuvo tiempo de coger su billete y el de su baúl, despedirse aprisa de Diana y subir al tren. Hubiera querido regresar a Avonlea con su amiga; sabía positivamente que iba a sentir una nostalgia mortal. ¡Si por lo menos esa funesta lluvia dejara de caer! Ni aun la presencia de Gilbert la ayudaba, porque Charlie Sloane también estaba allí, y las «sloanadas» sólo podían tolerarse con buen tiempo. En días de lluvia eran insufribles.
Cuando el paquebote dejó el puerto de Charlottetown las cosas mejoraron algo. La lluvia cesó y el sol asomó entre las nubes iluminando las aguas grises y haciendo brillar la niebla que envolvía las rojas playas de la isla con destellos dorados. Era, por fin, un hermoso día. Además, Charlie Sloane había tenido que retirarse inmediatamente a causa del mareo y Ana y Gilbert quedaron solos sobre cubierta.
«Me alegro mucho de que los Sloane se mareen en cuanto embarcan —pensó Ana despiadadamente—. Estoy segura de que no hubiera podido echar la última mirada de despedida con
Charlie a mi lado.»
—Bueno, ya salimos —comentó Gilbert sin sentimentalismo alguno.
—Me siento como el Childe Harold de Byron; sólo que no es realmente mi «playa nativa» la que contemplo —dijo Ana pestañeando enérgicamente—. La mía es Nueva Escocia, supongo. Pero la playa nativa de cada uno es aquella que más ama y para mí no hay otra como la isla del Príncipe Eduardo. Me parece haber vivido siempre aquí. Los once años que pasé antes de llegar semejan una pesadilla. Han pasado siete desde que hice el viaje en este mismo paquebote, la tarde en que la señora Spencer me trajo de Hopetown. Todavía puedo verme con aquel horrible vestido desteñido y mi viejo sombrero marinero curioseando en todos los camarotes. Era una bonita tarde; ¡cómo brillaban al sol las rojas playas de las islas! Y aquí estoy, cruzando otra vez el estrecho. ¡Oh, Gilbert, quisiera creer que Redmond y Kingsport me gustarán, pero estoy segura de que no será así!
—¿Adonde ha ido a parar tu filosofía, Ana?
—Estoy sumergida en la soledad y la nostalgia. He pasado tres años suspirando por ir a Redmond... y ahora voy... y no querría hacerlo. ¡Pero no importa! Ya volverán mi filosofía y mi alegría en cuanto tenga tiempo de llorar un buen rato. Tengo que hacerlo «como escape»; pero habrá que esperar a esta noche, cuando esté metida en mi cama, en la pensión. Entonces, Ana volverá a ser la misma de siempre. Estoy pensando si Davy habrá salido ya del armario.
Eran las nueve de la noche cuando el tren llegó a Kingsport. Los jóvenes se encontraron en medio de la estación, entre la multitud, y Ana se sintió terriblemente aturdida. Un segundo después fue rescatada por Priscilla Grant, que había llegado el sábado.
—¡Ya estás aquí, querida! Y supongo que tan cansada como yo el sábado por la noche.
—¡Cansada! Priscilla, no hables de cansancio. Me siento exhausta, inexperta, tosca y como si tuviera diez años de edad. Por amor de Dios, apiádate de tu pobre compañera y llévala donde pueda ser capaz de pensar otra vez.
—Iremos a nuestra pensión inmediatamente. Tengo un coche esperando fuera.
—Es una bendición que estés aquí, Prissy. De no ser así, creo que me hubiera sentado sobre mi maleta, aquí mismo, a derramar amargas lágrimas. ¡Cómo consuela ver un rostro conocido en medio de tantas caras extrañas!
—¿No es ése Gilbert Blythe, Ana? ¡Cómo ha crecido desde el año pasado! Era sólo un niño cuando yo enseñaba en Carmody. Y por supuesto que ése es Charlie Sloane. Él no ha cambiado, no podría. Tenía esa cara cuando nació y la seguirá teniendo cuando tenga ochenta años. Por aquí, querida. Estaremos en nuestro hogar dentro de veinte minutos.
—¡Hogar! —gruñó Ana—, querrás decir en alguna horrible pensión y en un dormitorio más horrible aún, con vistas al patio de atrás.
—No es una horrible pensión, Ana. Aquí está nuestro coche. Sube; el cochero cargará tu baúl. Y en cuanto a la pensión, es un lugar muy bonito. Tú misma lo admitirás mañana por la mañana, después que hayas reparado tus fuerzas con un buen sueño. Es un enorme caserón de piedra gris en St. John Street. Fue «residencia» de gente acomodada, pero St. John Street ya no está de moda; sus mansiones se conforman ahora con evocar glorias pasadas. Son tan enormes que los nuevos dueños han debido convertirlas en pensiones para poder utilizar todos sus cuartos. Por lo menos, eso es lo que tratan de hacernos creer nuestras caseras. Ya verás que son deliciosas.
—¿Cuántas son?
—Dos. Hannah y Ada Harvey. Tienen unos cincuenta años y son mellizas.
—Parece que estoy condenada a las mellizas —comentó Ana risueñamente—.
Adondequiera que vaya me topo con ellas.
—Pero éstas ya no lo son, querida. Desde que cumplieron treinta años. Hannah ha seguido creciendo, no muy decorosamente, y Ada ha permanecido en los treinta, menos decorosamente aún. No he podido averiguar si Hannah sabe sonreír; nunca pude pescarla. Pero Ada sonríe constantemente, lo cual es peor. De cualquier modo, son muy buenas y amables. Toman dos pensionistas por año porque Hannah no puede ver «tanto espacio desaprovechado» y no porque necesiten hacerlo, según me lo viene repitiendo Ada desde el sábado por la noche. En cuanto a las habitaciones, tengo que admitir que la mía da al patio de atrás, pero la tuya da al frente y mira hacia el viejo cementerio de St. John, que está en la acera de enfrente.
—¡Qué horror! —tembló Ana—. Creo que preferiría mirar al patio trasero.
—Espera y verás. El Oíd St. John es un lugar delicioso. Es un cementerio muy antiguo. En realidad, ya ha dejado de serlo para convertirse en uno de los paseos de Kingsport. Ayer por la tarde lo recorrí entero sólo por gusto. Está rodeado por un alto paredón de piedra y grandes alamedas lo atraviesan en todas direcciones. Las viejas tumbas son muy extravagantes, con inscripciones a la antigua de lo más curiosas. Al final terminarás por ir a estudiar allí, Ana; recuerda lo que te digo. Por supuesto que ahora no entierran a nadie en ese lugar. Pero hace unos pocos años erigieron un hermoso monumento a la memoria de los soldados de Nueva Escocia caídos en la guerra de Crimea. Está precisamente frente a las puertas de entrada y en él hay mucho «campo para la imaginación», como solías decir. Aquí llega por fin tu baúl, y los chicos vienen a despedirse. ¿Tendré que estrecharle la mano a Charlie Sloane, Ana? Tiene las manos siempre frías como pescados. Debemos invitarlos a que nos visiten de vez en cuando. Hannah me dijo seriamente que podíamos recibir «la visita de jóvenes caballeros» dos veces por semana, siempre que se retiraran a una hora prudente, y la señorita Ada me pidió, sonriendo, que por favor cuidara de que no se sentasen sobre sus hermosos cojines. Prometí hacerlo así; pero sólo Dios sabe cómo podré conseguirlo, a menos que los haga sentar en el suelo, pues hay cojines por todas partes. Hasta ha puesto uno sobre el piano.
Ana ya estaba riendo. La alegre charla de Priscilla había conseguido levantarle el ánimo; su nostalgia se desvaneció, y más tarde, cuando se quedó sola en la habitación, no se sintió ya tan desventurada. Se asomó a la ventana. La calle estaba oscura y silenciosa. La luna brillaba entre los árboles del viejo cementerio, detrás de la cabeza del león del enorme monumento. Ana se preguntó si había sido realmente esa mañana cuando dejara «Tejas Verdes». El cambio y el viaje le daban la impresión de que había transcurrido un siglo.
—Supongo que esta misma luna ilumina «Tejas Verdes» —meditó—. Pero no pensaré en ello y así desaparecerá mi nostalgia. Tampoco voy a llorar. Lo dejaré para otra ocasión más adecuada.
Ahora me iré a dormir tranquila y cuerdamente.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora