Se adaptan los caracteres

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Es el lugar más hogareño que conozco; es más hogareño que mi propia casa —afirmó Philippa Gordon mientras miraba a su alrededor con ojos alegres. Aquella tarde estaban todos reunidos en el gran salón de «La Casa de Patty»; Ana y Priscilla, Phil y Stella, la tía Jamesina, Rusty, Joseph, la gata Sarah, Gog y Magog. Las llamas del hogar hacían danzar sus sombras sobre las paredes y, en un gran florero, algunos crisantemos de invernadero, envío de una de las víctimas de Phil, brillaban en la oscuridad.
Tres semanas solamente habían pasado desde que se consideraran definitivamente instaladas y todas creían ya que el experimento era un éxito. Los primeros quince días fueron de placentera excitación; habían estado muy atareadas arreglando la casa, organizando su vida y ajustando sus encontradas opiniones.
Ana no lamentó demasiado dejar Avonlea cuando llegó el momento de regresar a la escuela. Los últimos días de sus vacaciones no habían sido placenteros. Su cuento premiado fue publicado en los diarios de la isla, y el señor William Harrison tenía sobre el mostrador un enorme montón de folletos verdes, rosados y amarillos que también contenían el cuento y que repartía entre los parroquianos. Envió varios a Ana, a título de cortesía, y ésta los echó al fuego. Su humillación provenía de sus propios ideales, pues todo Avonlea opinaba que era fantástico que ella hubiese ganado el premio. Algunos amigos la miraban con verdadera admiración y sus pocos enemigos con envidia. Josie Pye dijo que creía que Ana había copiado el cuento; estaba segura de haberlo leído en un diario, hacía años. Los Sloane, que habían descubierto, o que sospechaban las calabazas que le diera a Charlie, opinaron que no les parecía cosa de enorgullecerse, pues cualquiera lo hubiese podido conseguir. La tía Atossa le dijo a Marilla que lamentaba haberse enterado de que se dedicaba a escribir cuentos; que nadie, nacido y criado en Avonlea, se dedicaba a esas cosas; que eso ocurría por adoptar huérfanos que venían de Dios sabe qué lugar y de Dios sabe qué padres. Hasta la señora Lynde dudaba seriamente de que la profesión de literato fuera honesta, aunque la vista del cheque por veinticinco dólares la había reconciliado con tal profesión.
—Es sorprendente el precio que pagan por tales mentiras, eso es —dijo, mitad severa, mitad orgullosa.
Por todo esto, el momento de partir fue un alivio para Ana. Y era muy divertido estar de regreso en Redmond, convertida ya en una inteligente y experimentada alumna de segundo año, con multitud de amigos a quienes saludar en el alegre primer día de clase. Allí estaban Pris, Stella, Gilbert, Charlie (con unos aires de importancia que no habían observado antes sus condiscípulos), Phil, todavía sin solucionar su problema Alec-Alonzo, y Moody Spurgeon MacPherson, que había estado dedicado a la enseñanza desde que dejara la Academia, pero a quien su madre había convencido de que era hora de dedicar su atención a los estudios para ordenarse de pastor. El muchacho había tenido mala suerte en el comienzo: media docena de implacables estudiantes de segundo, que se hospedaban con él, le afeitaron cierta noche la mitad de la cabeza y el pobre había andado de esa guisa hasta que le crecieron los cabellos. En más de una ocasión confesó a Ana sus dudas sobre su vocación de pastor.
La tía Jamesina llegó a «La Casa de Patty» cuando ya las muchachas la habían puesto en condiciones. La señorita Patty envió la llave a Ana con una carta donde le comunicaba que Gog y Magog estaban en una caja, debajo de la cama del cuarto de huéspedes, pero que podía sacarlos de allí cuando quisiera; en una posdata manifestaba su esperanza de que las muchachas colgasen con cuidado los cuadros; la sala había sido empapelada cinco años atrás y la señorita Mary no quería más agujeros de los necesarios en el nuevo papel. Para todo lo demás confiaba en Ana.
¡Qué bien lo habían pasado poniendo en orden su nuevo hogar! Como dijo Phil, fue algo tan bueno como casarse. Podían gozar de toda la alegría de preparar un hogar sin preocuparse por el marido. Todas llevaron algo para adornar la casa o hacerla más confortable. Pris, Phil y Stella contribuyeron con chucherías y cuadros que colgaron de acuerdo con el gusto de cada cual, haciendo caso omiso del nuevo empapelado de la señorita Patty.
—Taparemos los agujeros cuando nos vayamos; nunca lo sabrá, querida —contestaban, ante las protestas de Ana.
Diana había regalado a su amiga un cojín y la señorita Ada les regaló otro totalmente bordado. Manila les envió una gran caja con frutas el Día de Acción de Gracias y la señora Lynde le regaló una manta acolchada y le dejó en préstamo otras cinco.
—Llévalas —dijo, autoritaria—; se conservarán mejor en uso que dentro de un baúl, sirviendo de alimento a las polillas.
Ninguno de estos animalitos se hubiera atrevido a acercarse a ellas; tenían tantas bolas de naftalina que hubo que colgarlas al aire en el huerto durante una semana antes de poder resistirlas en la casa. En verdad, la aristocrática Spofford Avenue rara vez tenia ocasión de observar esas colgaduras. El ceñudo viejo millonario que vivía en la casa vecina anunció su deseo de comprar la manta roja y amarilla con dibujo de tulipanes que Rachel le regalara a Ana. Dijo que su madre solía hacer mantas como ésa y que le haría recordarla. Ana no se la quiso vender, pero le escribió a Rachel sobre el episodio. Esta dama, muy contenta, contestó que tenía otra igual, de manera que el rey del tabaco consiguió su manta y la colocó sobre su cama, con gran disgusto de su elegante esposa.
Las mantas de la señora Lynde fueron muy útiles durante aquel invierno. «La Casa de Patty», junto con todas sus virtudes, tenía también sus defectos: era bastante fría; y cuando llegaron las noches heladas las chicas estuvieron contentas de poder deslizarse bajo las mantas. Ana ocupaba el cuarto azul que tanto le gustara desde la primera vez. Priscilla y Stella compartían el más grande. Phil estaba contentísima con el suyo, un pequeño cuarto sobre la cocina, y a la tía Jamesina se le había destinado otro cercano a la sala. Rusty durmió al comienzo sobre el umbral.
A los pocos días de su llegada, un día en que regresaba de Redmond, Ana tuvo la impresión de que la gente con quien se cruzaba la miraba con una sonrisa indulgente. La muchacha se preguntó, incómoda, qué ocurriría. ¿Tendría mal colocado el sombrero? ¿Llevaría suelto el cinturón? Al volver la cabeza para investigar, Ana vio a Rusty.
Trotando, a sus talones, estaba la más rara criatura de la especie gatuna que fuera dable contemplar. Era un animal crecido, flaco, descarnado y de aspecto terrible. Le faltaban pedazos en ambas orejas, un ojo estaba temporalmente fuera de uso y una de sus quijadas terriblemente lastimada. En lo que se refiere al color, éste era totalmente imposible de identificar.
Ana quiso espantarlo, pero el gato ignoró la sugerencia. Mientras lo observaba, el animal se sentó y la contempló con mirada de reproche; cuando ella reanudó la marcha, él también lo hizo. Ana se resignó a su compañía hasta llegar a la casa, pero, una vez allí, le cerró la puerta en las narices, esperando no tener más noticias suyas. Cuando Phil abrió la puerta, allí estaba el gato todavía. Con toda rapidez entró, saltó al regazo de Ana y lanzó un maullido mitad implorante, mitad triunfante.
—Ana —preguntó Stella severamente—, ¿es tuyo este animal?
—No —protestó aquélla, disgustada—. Esa criatura me ha seguido desde no sé dónde. No he podido deshacerme de él. ¡Fuera! Me gustan mucho los gatos decentes, pero no me agradan las bestias como tú.
El animal se negó a marcharse. Se acurrucó sobre el regazo de Ana con toda tranquilidad y comenzó a ronronear.
—Evidentemente te ha adoptado —rió Priscilla.
—No me gusta que me adopten —protestó Ana, testaruda.
—La pobre criatura se muere de hambre —dijo Phil—. Se le pueden contar las costillas.
—Bien, le daré una buena comida y podrá marcharse por donde vino —dijo nuestra amiga con tono resuelto.
Le dieron de comer y lo dejaron fuera. Por la mañana aún estaba allí. Y en el umbral quedó, saltando dentro cada vez que abrían la puerta. Ninguna fría acogida tenía efecto sobre él, ni prestaba atención a nadie, fuera de Ana. Las muchachas, apiadadas, lo cuidaron durante una semana, al final de la cual decidieron que algo debía hacerse. El aspecto del gato había mejorado.
Su ojo y su quijada habían vuelto a su aspecto normal; ya no estaba tan flaco, y le habían visto lavarse la cara.
—Pero no podemos quedarnos con él —dijo Stella—; la tía Jamesina llegará la semana que viene y traerá consigo a la gata Sarah. No podemos tener dos gatos; y este Rusty pelearía todo el tiempo con Sarah. Es luchador por naturaleza. Tuvo una terrible gresca anoche con el gato del rey del tabaco y lo venció.
—Tenemos que deshacernos de él —agregó Ana, mientras miraba sombríamente al objeto de la discusión, que ronroneaba sobre la alfombra con aire inocente—. Pero la cuestión es cómo lo haremos. ¿Cómo pueden cuatro indefensas mujeres deshacerse de un gato que no quiere irse?
—Podríamos darle cloroformo —sugirió Phil—. Es la forma más humana.
—¿Quién de nosotras sabe algo sobre cloroformar gatos? —preguntó Ana.
—Yo sé, querida. Es uno de mis pocos, tristemente pocos, conocimientos. En casa acabé con algunos de ese modo. Se le da al gato por la mañana un buen desayuno. Se coge una bolsa de arpillera (hay una en el porche trasero), se mete el gato dentro y luego se pone todo en una caja de madera. Después se coge una botella con dos onzas de cloroformo, se destapa y se pone debajo de la caja. Se apoya algo muy pesado sobre la tapa y se espera hasta la tarde. El gato muere mientras duerme. Sin dolor ni lucha.
—Suena fácil —dijo Ana, dudosa.
—Es fácil. Déjamelo a mí —dijo Phil.
Se buscó el cloroformo y a la mañana siguiente se procedió a la ejecución de Rusty. Éste comió el desayuno, se relamió el hocico y subió al regazo de Ana. El corazón de la muchacha le jugó una mala pasada. El pobre animal la quería y confiaba en ella. ¿Cómo podía ser cómplice de su muerte?
—Toma, llévatelo —le dijo a Phil—. Me siento como una asesina.
—Ya sabes que no sufrirá —la consoló Phil. Pero Ana ya había huido.
El hecho fatal tuvo lugar en el porche trasero. Nadie se acercó por allí ese día. Pero al atardecer Phil dijo que el gato debía de ser enterrado.
—Pris y Stella deben cavar una fosa en el huerto —decretó— y Ana vendrá conmigo a ayudarme a levantar la caja. Ésa es la parte que odio siempre.
Las dos conspiradoras se acercaron de puntillas al porche. Phil alzó cautelosamente la piedra que pusiera sobre la caja. De pronto, débil pero claro, sonó dentro de la caja un inconfundible maullido.
—No... no está muerto —tartamudeó Ana, sentándose sobre los escalones.
—Debería estarlo —contestó Phil, incrédula. Otro maullido probó que no era así. Las dos muchachas se miraron.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Ana.
—¿Por qué no venís? —preguntó Stella desde el umbral—. Ya tenemos lista la fosa. ¿Qué pasa? ¿A qué viene este silencio?
¡Oh, no!, las voces de los muertos Suenan como un lejano torrente,
citó Ana, como respuesta, señalando solemnemente la caja. La risa general quebró la tensión.
—Debemos dejarlo aquí hasta mañana —dijo Phil mientras volvía a colocar la piedra—. No ha maullado desde hace cinco minutos. Quizá los maullidos eran los de la agonía. O tal vez hemos creído escucharlos y sólo eran nuestras conciencias culpables.
Pero cuando alzaron la tapa, por la mañana, Rusty saltó alegre al hombro de Ana y comenzó a lamerle la cara afectuosamente. Nunca hubo un gato tan decididamente vivo.
—Hay un agujero en la caja —se quejó Phil—. No lo había visto. Por eso no murió. Bueno, ahora tendremos que hacerlo todo de nuevo.
—No —sentenció Ana, de pronto—. No volveremos a matar a Rusty. Es mi gato y tendréis que aceptarlo.
—Bueno, si te arreglas con tía Jamesina y Sarah —dijo Stella, con aire de lavarse las manos.
Desde entonces Rusty fue como de la familia. Dormía sobre el felpudo del porche y vivía de lo que le daban. Para la llegada de la tía Jamesina estaba gordo, lustroso y con un aspecto bastante aceptable. Pero, como el gato de Kipling, «andaba solo». Sus garras estaban siempre listas contra todos los gatos y las de todos los gatos en su contra. Uno por uno derrotó a los aristocráticos felinos de Spofford Avenue. En lo que se refiere a Ana, sólo a ella quería. Ninguna otra persona se atrevía siquiera a acariciarlo, pues recibía a quien osaba hacerlo con sonidos que equivalían a insultos.
—Son intolerables los aires que se da ese gato —dijo Stella.
—Es un lindo minino —repuso Ana, desafiante, mientras lo acariciaba.
—Bueno, no sé cómo Sarah y él podrán vivir juntos —comentó Stella, pesimista—. Las peleas de gatos en el huerto son bastante malas, pero aquí, en la sala, serán sencillamente intolerables.
La tía Jamesina llegó a su debido tiempo. Ana, Priscilla y Phil habían esperado su llegada con ciertas reservas, pero cuando llegó y se instaló en la mecedora, frente al fuego, sintieron que la adorarían.
La tía Jamesina era una viejecita con un rostro suave, pequeño y triangular; sus ojos, grandes y azules, tenían el brillo de una inextinguible juventud y parecían llenos de esperanzas, como los de las muchachas. Tenía mejillas sonrosadas y cabellos blancos como la nieve recogidos en un peinado con rizos sobre las orejas.
—Es un peinado a la antigua —dijo, mientras tejía algo color de rosa—, pero es que yo soy anticuada Y mis ropas como mis opiniones también lo son. No sostengo que sean mejores por ello. En realidad, creo que son peores. ¡Pero se soportan tan bien! Los zapatos viejos no son tan elegantes como los nuevos, pero resultan mucho más cómodos. Soy suficientemente vieja para darme el gusto con respecto a los zapatos y a las opiniones. Tengo el propósito de pasarlo bien aquí. Sé que esperan que las cuide, pero no pienso hacerlo. Son bastante mayores para saber comportarse. De modo que, en lo que me concierne —concluyó con un guiño—, pueden perjudicarse como más les plazca.
—Oh, ¿hay alguien que separe esos gatos? —rogó Stella, temblando
La tía Jamesina había traído consigo no sólo a la gata Sarah, sino también a Joseph. Éste, explicaba, había pertenecido a una vieja amiga suya que se fuera a vivir a Vancuver.
—Ella no pudo llevárselo y me pidió que lo cuidara. No pude negarme. Es un hermoso gato; es decir, su humor es hermoso. Mi amiga le puso el nombre de Joseph porque tiene la piel de muchos colores.
Y era verdad, Joseph, como decía la disgustada Stella, parecía lleno de remiendos. Era imposible establecer el color de su piel. Tenía las patas blancas con manchas negras. Su lomo era gris con un gran manchón amarillo de un lado y negro del otro. La cola era amarilla con la punta gris. Tenía un ojo negro y otro amarillo, y un parche negro sobre uno de ellos le daba el aspecto de un facineroso. En realidad, era manso, inofensivo y de carácter sociable. A ese respecto, Joseph era como una floréenla. No saltaba, ni corría ni perseguía ratones. Y sin embargo, ni Salomón en su gloria había dormido sobre mejores cojines ni gozado de mejores manjares.
Joseph y Sarah llegaron por tren en cajones separados. Una vez en libertad, y después de haber comido, Joseph eligió el rincón y el cojín que más le gustaron y Sarah se sentó gravemente ante el fuego y se lavó la cara. Era una gata grande y pulida, de piel gris y blanca, con un aire de gran dignidad no empañado por su origen plebeyo. Había sido entregada a la tía Jamesina por su lavandera.
—La mujer se llamaba Sarah y mi marido le quiso poner el mismo nombre —explicó la tía—. Tiene ocho años y es buena cazadora. No te preocupes, Stella; Sarah nunca pelea y Joseph lo hace raras veces.
—Tendrán que luchar en defensa propia —dijo Stella.
En aquel momento entró Rusty en escena. Brincó alegremente por la habitación antes de reparar en los intrusos. Entonces se detuvo en seco y su cola se erizó. Los pelos de su lomo se transformaron en un arco desafiante; bajó la cabeza, lanzó un horrible grito de odio y se echó sobre Sarah.
El majestuoso animal había dejado de relamerse la cara y lo miraba con curiosidad. Con un despreciativo golpe de su fuerte garra detuvo el ataque. Rusty rodó por la alfombra y se levantó aturdido. ¿Qué clase de gato era aquél? ¿Saltaría otra vez o no? Sarah le volvió la espalda deliberadamente y reanudó su tarea. Rusty decidió no proseguir y desde entonces no volvió a atacar: a partir de aquel día, Sarah rigió la comunidad. Rusty nunca volvió a cruzarse en su camino.
Pero Joseph se alzó y maulló. Rusty, ardiendo por vengarse, saltó sobre él. Joseph, pacífico por naturaleza, sabía sin embargo luchar y podía hacerlo bien. El resultado se tradujo en una serie de batallas diarias entre los dos gatos, que se aprestaban a la lucha en cuanto se veían. Ana tomaba el partido de Rusty y detestaba a Joseph. Stella se desesperaba. Pero la tía Jamesina se limitaba a reír.
—Déjalos que peleen —decía, tolerante—. Dentro de un tiempo serán amigos. Joseph necesita ejercicio; se estaba poniendo muy gordo. Y Rusty tiene que aprender que no es el único gato del mundo.
Finalmente, Joseph y Rusty llegaron a un arreglo: de enemigos jurados pasaron a amigos inseparables. Dormían sobre el mismo cojín, con las garras juntas, y se lamían seriamente la cara uno al otro.
—Todos nos acostumbramos a los demás —dijo Phil—, y yo he aprendido a lavar platos y a barrer el suelo.
—Pero no necesitas hacernos creer que puedes matar gatos con cloroformo —contestó Ana, riendo.
—La culpa fue del agujero —protestó Phil.
—Fue una suerte que hubiera uno —comentó la tía Jamesina, un tanto severa—. Admito que a veces es preciso ahogar los gatos recién nacidos, pues de lo contrario se llenaría el mundo. Pero ningún gato crecido debe ser sacrificado, a menos que vacíe huevos.
—Usted no hubiese pensado muy bien de Rusty si lo hubiese visto cuando llegó —dijo Stella—. Parecía el mismo diablo.
—No creo que el diablo sea muy feo —reflexionó la tía—. No podría hacer tanto daño si lo fuera; me lo imagino más bien como un apuesto caballero.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora