—Aquí estamos nuevamente, bronceadas y con el vigor de un hombre listo para correr una carrera —dijo Phil mientras se sentaba sobre una maleta con un suspiro de satisfacción—. ¿No es bonito volver a ver «La Casa de Patty»... y a la tía Jamesina... y a los gatos? Rusty ha perdido otro trozo de oreja, ¿no es cierto?
—Aunque no tuviera orejas, Rusty sería el gato más hermoso del mundo —respondió Ana desde su baúl, mientras Rusty trepaba a su regazo a modo de bienvenida.
—¿Se alegra de tenernos de vuelta, tía? —preguntó Phil.
—Sí, pero me gustaría que subierais el equipaje —contestó la tía Jamesina observando el desbarajuste de baúles y maletas que las cuatro alegres y parlanchínas jovencitas habían desparramado por todas partes—. Podéis seguir conversando más tarde. Cuando era joven mi lema era: «Primero la obligación y después la devoción».
—¡Oh, nuestra generación lo ha tergiversado, tía! Nuestro lema es: «Primero diviértete y luego suda la gota gorda». Podemos trabajar mucho mejor después de habernos reído un rato.
La tía Jamesina, con su encantador aire que la convertía en la reina de las amas de casa, pareció resignarse a lo inevitable; y, mientras alzaba a Joseph y cogía su tejido, dijo a Phil:
—Puesto que vas a casarte con un pastor, no deberías usar expresiones como «sudar la gota gorda».
—¿Por qué? ¿Por qué la esposa de un ministro tiene que usar sólo palabras serias? Todos los de Patterson Street hablan una jerga especial, y si yo no lo hiciera pensarían que soy orgullosa y pedante.
—¿Has comunicado la noticia a tu familia? —preguntó Priscilla dando de comer a la gata Sarah.
Phil asintió.
—¿Y cómo lo tomaron?
—¡Oh! Mamá armó un alboroto, pero yo permanecí firme como una roca, yo, Philippa Gordon, que nunca había sido capaz de llevar nada a cabo. Papá mostró más calma. Su propio padre fue pastor, así que guarda en un rincón de su corazón un lugarcito para ellos. Después que mamá se hubo tranquilizado llevé a Jo a «Monte Sagrado» y ambos quedaron encantados con él. Pero mamá le lanzó unas indirectas terribles durante la conversación sobre el porvenir que ella habría deseado para mí. ¡Oh, mis vacaciones no han estado sembradas de rosas, queridas! Pero... triunfé y tengo a Jo. Es lo único que importa.
—Para ti —dijo la tía Jamesina secamente.
—Y también para Jo. ¿Se puede saber por qué insiste en compadecerlo? Yo creo que es digno de envidia. Conmigo obtiene cerebro, belleza y un corazón de oro.
—Menos mal que nosotras sabemos cómo tomar tus discursos —exclamó la tía Jamesina, con paciencia—. Espero que no hablarás así delante de extraños. ¿Qué pensarían de ti?
—No me importa lo que puedan opinar. No tengo interés en verme como me ven los otros. Estoy segura de que la mayoría de las veces sería terriblemente incómodo. Ni el mismo Burns debe haber sido sincero en su plegaria.
—Yo diría que todos pedimos cosas que en realidad no deseamos; lo comprobaríamos si tuviéramos la valentía de mirar en nuestro corazón —respondió la tía Jamesina sinceramente—. Creo que esa clase de plegarias no van muy lejos. Yo acostumbraba rezar pidiendo a Dios que me concediera la gracia de perdonar a cierta persona; ahora comprendo que, en realidad, no quería perdonarla. Cuando finalmente quise hacerlo, la perdoné sin necesidad de rezar.
—No puedo imaginarla guardando rencor a alguien por mucho tiempo, tía —dijo Stella.
—¡Oh, antes sí que era capaz! Pero a medida que pasan los años comprendo que no vale la pena.
—Eso me recuerda algo que quería contarles —dijo Ana. Y les refirió la historia de Janet y John.
—Y ahora cuéntanos la romántica escena que mencionabas apenas en una de tus cartas — pidió Phil.
Ana relató el episodio de Samuel con mucha gracia. Las muchachas rieron con ganas y la tía Jamesina sonrió.
—No es de buen gusto burlarse de los pretendientes —dijo con severidad—, pero — agregó con calma —debo confesar que yo siempre lo hice.
—Cuéntenos algo de ellos, tía —rogó Phil—; debe de haber tenido un montón.
—No hables en pasado. Aún los tengo. Hay tres viudos en mi pueblo que desde hace un tiempo me miran con ojos de carnero degollado. Ustedes las jóvenes creen que tienen acaparado todo el idilio del mundo.
—«Viudos» y «ojos de carnero degollado» no suena muy romántico, tía.
—Bueno, no. Pero tampoco los jóvenes son siempre románticos. Algunos de mis pretendientes ciertamente no lo eran. Me he reído de ellos de forma escandalosa, pobres muchachos. Estaba Jim Elwood, que parecía vivir en sueños y nunca sabía qué sucedía a su alrededor. No comprendió que le había dicho «no» hasta después de un año. Ya casado, cuando volvía una noche de la iglesia, su esposa se cayó del trineo y él no la echó de menos. También estaba Dan Winston. Era un «sabelotodo». Sabía todo de este mundo y casi todo sobre el otro. Podía contestar cualquier pregunta que se le hiciera, aunque fuera sobre la fecha del Juicio Final. Milton Edwards era realmente guapo y me gustaba mucho, pero no me casé con él por dos razones; primero, porque tardaba una semana en comprender un chiste; y segundo, porque nunca me lo pidió. El más interesante fue Horacio Reeve, pero cuando contaba algo lo adornaba de tal modo, que uno nunca podía saber si mentía o sólo dejaba correr su imaginación.
—¿Y qué hay de los otros, tía?
—¡Vamos! ¡A desempaquetar! —respondió ésta cortando su relato—. Los otros eran demasiado buenos para reírme de ellos; respetaré su recuerdo. En tu cuarto hay un ramo de flores, Ana. Lo trajeron hace una hora.
Transcurrida la primera semana, las jovencitas de «La Casa de Patty» dedicaron todos sus esfuerzos al estudio. Era el último año en Redmond y había que luchar por los premios. Ana se dedicó al inglés, Priscilla a los clásicos y Philippa la emprendió con las matemáticas. Algunas veces las asediaba el cansancio, otras el desaliento; otras les parecía que nada merecía tanto sacrificio. En este estado se encontraba Stella al llegar al cuarto azul una lluviosa tarde de noviembre. Ana se hallaba sentada en el suelo dentro del círculo de luz que arrojaba una lámpara, rodeada por un montón de arrugados manuscritos.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Estoy revisando las historias de un viejo «Club de Cuentos». Necesitaba algo para alegrar el espíritu y distraerlo. He estudiado tanto que el mundo se me tornó azul oscuro. De modo que vine y saqué estos cuentos del baúl. Están tan llenos de lágrimas e infortunios que resultan extremadamente divertidos.
—Yo también me siento desalentada —dijo Stella arrojándose sobre el sofá—. Me parece que nada tiene valor. Me siento vieja y cansada. Después de todo, ¿de qué vale vivir?
—Querida, es la fatiga la que nos hace sentir así, y el tiempo. Esta lluvia constante después de un día agotador acabaría con el ánimo de cualquiera. Tú sabes que vale la pena vivir.
—¡Oh!, supongo que sí. Pero no puedo convencerme en este momento.
—Piensa en todas las almas nobles y grandes que han vivido y trabajado en el mundo — dijo Ana soñadoramente—. ¿No vale la pena haber llegado después que ellos y heredado sus conquistas y enseñanzas? ¡Y piensa en los grandes hombres que viven hoy en el mundo! ¿No vale la pena pensar que compartimos su inspiración? Y además, los que vendrán en el futuro. ¿No vale la pena trabajar un poquito para prepararles el camino... ayudarles a adelantar aunque sea un solo paso?
—Mi mente está de acuerdo contigo, Ana. Pero mi espíritu permanece triste y falto de inspiración. Siempre me han hecho este efecto las noches de lluvia.
—A veces me gusta la lluvia. Me gusta estar acostada y sentirla golpear contra el techo o correr entre los pinos.
—A mí también, cuando se queda en el techo —dijo Stella—. Pero no siempre es así. El verano pasado pasé una noche horrible en una vieja granja. El techo tenía goteras y la lluvia caía justo sobre mi cama. Eso no tenía nada de poético. Tuve que levantarme en medio de la noche y poner la cama fuera del alcance de la lluvia. Y era uno de esos lechos sólidos y antiguos que pesan una tonelada, más o menos. Y luego el golpeteo incesante que continuó hasta que mis nervios estuvieron completamente destrozados. No tienes idea del ruido que hace una gota de lluvia sobre el suelo desnudo en una noche tormentosa. Suena a pasos de fantasmas o cosas por el estilo. ¿De qué te ríes, Ana?
—De estos cuentos. Como diría Phil, son criminales..., y en más de un sentido, pues todos los personajes mueren. ¡Qué heroínas más deslumbrantemente hermosas describíamos...! ¡Y cómo las vestíamos! Sedas, rasos, terciopelos, joyas, cintas..., nunca otra cosa. Jane Andrews habla de una doncella que duerme ataviada con un hermoso camisón de raso blanco adornado con perlas.
—Continúa. Comienzo a sentir que vale la pena vivir, ya que existe la risa.
—Aquí hay uno escrito por mí. Mi heroína parte para un baile «cubierta de enormes brillantes de los pies a la cabeza». Pero ¿de qué valen la belleza y las riquezas? «Los caminos de la gloria la conducían, pero hacia la tumba.» Obligatoriamente, tenían que morir asesinadas o con el corazón destrozado. No tenían escapatoria.
—Déjame leer una de tus historias.
—Bueno, ésta es mi obra maestra. Mira qué título tan alegre: «Mis sepulcros». Derramé abundantes lágrimas mientras la escribía y mis compañeras lloraron a raudales cuando la escucharon. La madre de Jane Andrews la regañó porque aquella semana dio a lavar un montón de pañuelos. Es la azarosa historia de la esposa de un pastor metodista. La hice casar con un metodista porque era necesario que viajara. Enterraba un hijo en cada uno de los lugares donde vivía. Eran nueve y las sepulturas iban desde Terranova hasta Vancuver. Hice una descripción minuciosa de cada niño, de sus lechos de muerte y de sus tumbas y epitafios. Tenía intención de enterrar a los nueve, pero después de haber acabado con ocho, mi reserva de horrores se agotó y le permití al último seguir viviendo, claro que como una desventurada criatura.
Stella se dio a la lectura de «Mis sepulcros» acompañando con risas sus trágicos párrafos; Rusty dormía el sueño de los gatos justo sobre un manuscrito de Jane Andrews que relataba las vicisitudes de una hermosa doncella de quince años que partía como enfermera rumbo a una colonia de leprosos, donde, por supuesto, contraía la horrible enfermedad y moría presa de ella. Ana, mientras tanto, hojeaba los otros cuentos y recordaba los viejos tiempos en Avonlea, cuando las socias del Club de Cuentos escribían sus historias sentadas al amparo de los abetos o de los pinos junto al arroyo. ¡Cuánto se habían divertido! Mientras leía, volvían a ella el sol y la alegría de aquellos veranos. Toda la gloria de Grecia o la grandeza de Roma no podían compararse con aquellas historias llenas de lágrimas y desventuras. Entre los originales, Ana halló uno escrito en hojas de papel de envolver. La risa iluminó sus ojos grises al recordar el momento y lugar donde había creado su obra. La había escrito el día en que se había caído por el tejado del gallinero de los Cobb en el camino Tory.
Ana le echó un vistazo y de repente se encontró leyéndolo atentamente. Era un corto diálogo entre ásteres y guisantes, canarios silvestres en los arbustos color de lila y el espíritu guardián del jardín. Cuando hubo terminado, se quedó sentada con la vista clavada en el espacio y al irse Stella alisó el arrugado manuscrito.
—Creo que lo haré —dijo resueltamente.
ESTÁS LEYENDO
ANA LA DE LA ISLA
Fiksi RemajaVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...