La boda de Diana

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—Después de todo, las únicas rosas verdaderas son las rosadas —dijo Ana mientras ataba con una cinta blanca el velo de novia de Diana—. Son las flores del amor y la felicidad.
Diana estaba de pie moviéndose nerviosamente en mitad de su habitación de «La Cuesta del Huerto», ataviada con las clásicas vestiduras blancas. Cubría sus rizos negros el velo nupcial que Ana le colocara, cumpliendo el sentimental convenio de años atrás.
—Todo es mucho más hermoso de lo que yo imaginaba hace tiempo, cuando lloraba ante la idea de tu boda y de nuestra inevitable separación —rió—. Tú eres la novia de mis sueños, Diana, ataviada con el velo nupcial, y yo soy tu dama de honor. Pero, ¡vaya!; mi vestido no tiene mangas abullonadas, aunque estas cortas de encaje son aún más bonitas; y mi corazón no está terriblemente destrozado, ni odio a Fred.
—Es que no vamos a separarnos, Ana —protestó Diana—. Yo no me iré lejos y nos querremos igual que siempre. Seremos fieles a nuestro juramento infantil de amistad eterna, ¿no es cierto?
—Sí, lo seremos. Hemos disfrutado de una gran amistad, Diana, sin peleas, ni indiferencias ni palabras dañinas. Espero que continúe siempre así, aunque las cosas no podrán seguir siendo iguales. Tú tendrás otros intereses ajenos a mí por completo. Pero «así es la vida», como diría la señora Lynde. Me ha prometido regalarme para mi boda una de sus amadas colchas tejidas a mano, igual a la que te ha regalado a ti, con el dibujo de hojas de tabaco.
—Lo malo es que cuando te cases no podré ser tu dama de honor —se lamentó Diana.
—En junio seré dama de honor de Phil y luego se terminó; ya conoces el refrán: «tres veces dama, nunca novia» —dijo Ana espiando por la ventana el blanco y el rosado de la huerta en flor—. Ya viene el pastor, Diana.
—¡Oh, Ana! —murmuró ésta palideciendo repentinamente y echándose a temblar—. ¡Oh, Ana!... Estoy tan nerviosa... no puedo soportarlo... Ana, creo que voy a desmayarme.
—Si lo haces te arrastraré hasta el pozo y te tiraré. Arriba ese ánimo. Una boda no ha de ser tan terrible cuando tanta gente sobrevive a la ceremonia. Mira qué tranquila estoy yo y sigue el ejemplo.
—Espere a que le llegue el turno, señorita Shirley. ¡Oh, Ana, oigo a papá subir las escaleras! Dame el ramo. ¿Está bien el velo? ¿No estoy muy pálida?
—Estás sencillamente adorable, Diana; dame un beso de despedida. Diana Barry ya no volverá a besarme nunca más.
—Pero lo hará Diana Wright. Mamá está llamando. Vamos.
Siguiendo una simple y antigua costumbre, Ana se dirigió hacia la sala del brazo de Gilbert. En lo alto de la escalera se encontraron por primera vez frente a frente desde su despedida en Kingsport, pues Gilbert había llegado ese mismo día; Gilbert la saludó con toda cortesía. Tenía muy buen aspecto, aunque, según Ana notara al instante, estaba algo más delgado. Cuando la joven se dirigía hacia él a través del vestíbulo tenuemente iluminado, vestida con su delicado traje blanco y los brillantes cabellos adornados, sintió que sus mejillas ardían. Su aparición en la sala fue recibida con murmullos de admiración.
—¡Qué buena pareja hacen! —susurró la impresionable señora Rachel a Marilla.
Fred hizo su entrada solo, con el rostro enrojecido, y luego llegó Diana apoyada en el brazo de su padre. No se desmayó, y nada ocurrió que perturbara el orden de la ceremonia. La alegre fiesta continuó y al caer la tarde Diana y Fred partieron rumbo a su nuevo hogar y Gilbert acompañó a Ana a «Tejas Verdes».
La alegría de la tarde de fiesta parecía haberles devuelto algo de la vieja camaradería. ¡Qué agradable era volver a recorrer el viejo sendero en compañía de Gilbert!
La noche era tan silenciosa que se hubiera podido escuchar el murmullo de los capullos de rosa... la risa de las margaritas... el susurro de las hierbas y muchos dulces sonidos más, todos juntos y cada uno por separado. Los campos reflejaban la luz de la luna.
—¿Quieres dar la vuelta por el Sendero de los Amantes? —preguntó Gilbert al cruzar el puente sobre el Lago de las Aguas Refulgentes en el que la luna se reflejaba como un enorme disco de plata.
Ana accedió rápidamente. Aquella noche, el Sendero de los Amantes parecía un verdadero camino del país de las hadas, brillante, misterioso, lleno de hechizo bajo el encantamiento de luz de luna. En un tiempo habría considerado peligroso dar un paseo semejante con Gilbert, pero Roy y Christine lo tornaban seguro ahora. Mientras hablaba amablemente con el joven, Ana se sorprendió varias veces pensando en Christine. La había visto a menudo antes de salir de Kingsport y había podido comprobar su encanto y su atracción. También a Christine le había gustado Ana; pero las cordiales relaciones no llegaron a convertirse en amistad. Evidentemente, la joven no era un alma gemela.
—¿Te quedarás en Avonlea todo el verano? —preguntó Gilbert.
—No. La semana que viene me iré al este, rumbo a Valley Road. Esther Haythorne quiere que la sustituya en la escuela durante julio y agosto. Tiene a su cargo el período de verano y no está bien de salud, de modo que voy a reemplazarla. En cierto sentido, no me pesa. ¿Sabes que estoy empezando a sentirme un poco extraña en Avonlea? Eso me pone triste... pero es verdad. Es aterrador ver cómo en sólo dos años los niños se han convertido en hombres y mujeres. Desconozco hasta a mis propios alumnos. Me siento vieja cuando los veo ocupar tu lugar y el mío, y el de todos nuestros compañeros.
Ana se echó a reír y suspiró. Se sentía mayor, madura y sensata..., cosa que demostraba lo joven que era. Se preguntó dónde habría ido a parar aquella época feliz de ilusiones y esperanzas que parecía haberse alejado para siempre.
—Así va pasando la vida —dijo Gilbert, con sentido práctico. Ana imaginó que tal vez estaría pensando en Christine. ¡Avonlea iba a quedar muy solitaria... con la partida de Diana!

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora