«La Casa de Patty»

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La tarde siguiente las encontró recorriendo resueltamente el camino que atravesaba el pequeño jardín. El aire de abril acariciaba los pinos y la arboleda estaba poblada de regordetes y chillones petirrojos. Las muchachas llamaron con timidez y fueron atendidas por una ceñuda y anciana criada. La puerta abría directamente sobre un amplio salón en el que ardía un alegre fuego, a cuyo abrigo se hallaban dos damas, ambas ceñudas y ancianas. Salvo en el hecho de aparentar una setenta años y la otra sólo cincuenta, las dos tenían el mismo aspecto. Las dos poseían ojos azules, asombrosamente grandes tras los anteojos de montura de acero; las dos llevaban una cofia y un chai de color gris; las dos tejían sin prisa y sin pausa; las dos se mecían suavemente en su asiento. Miraron a las jóvenes sin decir palabra. Detrás de cada silla había un gran perro de porcelana blanca cubierto de manchas verdes, verde la nariz y verdes las orejas. Los perros despertaron inmediatamente la fantasía de Ana; parecían dos deidades gemelas protectoras de «La Casa de Patty».
Durante varios minutos nadie habló. Las muchachas estaban demasiado nerviosas para decir palabra y ni las ancianas ni los perros de porcelana parecían inclinados a iniciar la conversación. Ana observó la habitación. ¡Qué lugar tan adorable! Otra puerta daba al bosquecillo y los petirrojos llegaban audazmente hasta el mismo umbral. El piso estaba cubierto de esterillas bordadas, iguales a las que tenía Marilla en «Tejas Verdes», y a las que todo el mundo consideraba anticuadas, aun en Avonlea. ¡Y estaban en plena Spofford Avenue! Un pulido reloj antiguo sonaba fuerte y solemnemente en un rincón. Sobre la chimenea había unos pequeños aparadores, detrás de cuyas puertas de vidrio brillaban hermosas porcelanas. De las paredes colgaban cuadros y siluetas. En un ángulo del salón estaba la escalera, en cuyo primer descansillo se abría un largo ventanal con un acogedor asiento. Todo era tal como Ana imaginara. El silencio se había tornado tan pesado que Priscilla dio un pequeño codazo a Ana intimándola a hablar.
—Nosotras... nosotras vimos el anuncio de que esta casa se alquila —dijo Ana desmayadamente, dirigiéndose a la mayor de las damas, evidentemente la señorita Patty Spofford.
—¡Oh, sí! —respondió la señorita Patty—. Hoy pensábamos quitar el cartel.
—Entonces... entonces es demasiado tarde —exclamó Ana, pesarosa—. ¿La han alquilado ya?
—No; hemos decidido no hacerlo.
—¡Qué pena! —dijo Ana impulsivamente—. ¡Amo este lugar! Tenía la esperanza de que podríamos vivir aquí.
La señorita Patty dejó a un lado su labor, se quitó los anteojos, los limpió, volvió a ponérselos, y por primera vez miró a Ana como a un ser humano. La otra dama repitió los movimientos de ésta con tal exactitud, que podía haber pasado perfectamente por su imagen reflejada en un espejo.
—Usted lo ama —exclamó la señorita Patty con énfasis—. ¿Quiere decir que de verdad lo ama? ¿O es que simplemente le gusta? Las jóvenes de hoy en día usan términos tan exagerados que uno nunca puede saber qué quieren significar realmente. No sucedía así cuando yo era joven. En aquel tiempo una muchacha no decía que amaba los nabos con el mismo tono con que decía que amaba a su madre o al Salvador.
—Realmente lo amo —dijo Ana dulcemente—. Lo he amado desde el primer instante en que lo vi. Mis dos compañeras y yo queremos alquilar una casa el año próximo en lugar de vivir en una pensión y por eso buscábamos una casita que nos conviniera; cuando supe que ésta se alquilaba me sentí muy feliz.
—Si la amas, es tuya —dijo la señorita Patty—. María y yo decidimos esta tarde que no la alquilaríamos porque no nos gustó ninguno de los que se presentaron a verla. No tenemos necesidad de hacerlo. Podemos costearnos el viaje a Europa. Claro que sera una ayuda, pero ni por todo el oro del mundo le dejaría mi casa a gentes como las que vinieron a verla. Tú eres distinta. Creo que la querrás y serás buena con ella. Es tuya.
—Si... si podemos pagar lo que ustedes piden —balbuceó Ana.
La señorita Patty dijo la cantidad. Ana y Priscilla se miraron. Priscilla sacudió la cabeza.
—Mucho me temo que no podamos pagar tanto —dijo Ana ahogando su desilusión—. ¿Sabe? Sólo somos estudiantes, y pobres.
—¿Cuánto pensaban pagar? —preguntó la señorita Patty sin dejar de tejer.
Ana lo dijo. La señorita Patty asintió gravemente.
—Eso será. Como ya les dije, no la alquilamos por necesidad. No somos ricas, pero tenemos suficiente para el viaje a Europa. Nunca he estado allí y no pensé en hacer ese viaje, pero mi sobrina, María Spofford, está empeñada en hacerlo. Y ahora, díganme si una joven como María puede andar sola trotando por el mundo.
—No... yo... supongo que no —murmuró Ana, viendo que la señorita Patty era completamente sincera.
—Claro que no. De modo que debo ir con ella para cuidarla. Espero que también me divertiré; tengo setenta años, pero todavía no estoy cansada de vivir. Si se me hubiera ocurrido, ya habría ido a Europa antes. Estaremos fuera dos años, tal vez tres. Salimos en junio y les enviaremos la llave cuando esté todo en orden, para que tomen posesión de la casa cuando lo deseen. Empaquetaremos sólo algunas cosas que apreciamos especialmente y el resto quedará aquí.
—¿Dejará los perros de porcelana? —preguntó Ana tímidamente.
—¿Los quieres?
—¡Oh, sí! Son magníficos.
La expresión de la señorita Patty se tornó placentera.
—Tengo por esos perros un gran aprecio —dijo orgullosamente—. Tienen unos cien años y han estado sentados a ambos lados de la chimenea desde que mi hermano Aarón los trajo de Londres hace cincuenta anos. Spofford Avenue fue llamada así en honor a mi hermano.
—Era un gran hombre —dijo la señorita María, hablando por primera vez—. Hoy en día no se encuentran caballeros como él.
—Fue para ti un buen tío, María, y haces bien en recordarlo.
—Siempre lo recordaré —exclamó la señorita María con solemnidad—. Puedo verlo en este mismo momento, de pie ante el fuego, con las manos bajo los faldones de su gabán.
La señorita María sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos; pero la señorita Patty retornó resueltamente del mundo de los sentimientos al de los negocios.
—Dejaré los perros donde están si me prometen cuidarlos. Sus nombres son Gog y Magog. Gog mira hacia la derecha y Magog a la izquierda. Y hay algo más. Espero que no se opondrán a que esto siga llamándose «La Casa de Patty».
—Por supuesto que no. Pensamos que el nombre es una de las cosas más bonitas que tiene.
—Veo que tienen sentido común —dijo la señorita Patty con gran satisfacción—. ¿Quieren creer que todos los que vinieron para alquilar la casa me preguntaron si podían cambiarle el nombre mientras la ocuparan? Yo les dije rotundamente que el nombre pertenece a la casa. Se ha llamado así desde que mi hermano Aarón me la dejó en herencia y así seguirá llamándose hasta que María y yo muramos. Después de esto, el nuevo propietario puede ponerle cualquier nombre tonto que se le ocurra —concluyó la señorita Patty como si hubiera dicho «Después de esto, el diluvio universal»—. Y ahora, ¿querrían ustedes recorrer la casa y verlo todo antes de que demos por terminado el trato?
Lo que siguieron viendo aún les gustó más. Además del salón había una cocina y un pequeño dormitorio. El piso superior lo componían tres habitaciones, una grande y dos pequeñas. Ana prestó especial atención a una de éstas, con vista a los enormes pinos, y deseó que fuera la suya. Estaba empapelada de azul claro y tenía un pequeño tocador muy antiguo con candelabros. Había también una gran ventana con un acogedor asiento bajo los volantes de muselina azul, y Ana pensó que era el lugar ideal para estudiar y meditar.
—Es tan maravilloso que temo despertar y encontrarme con que todo es un hermoso sueño —dijo Priscilla mientras salía.
—La señorita Patty y la señorita María están hechas «de la sustancia de los sueños» —rió Ana—. ¿Puedes imaginártelas de «trotamundos», especialmente con esos chales y cofias?
—Supongo que se los quitarán cuando empiecen a trotar  —dijo Priscilla—, pero con toda seguridad que llevarán sus labores a todos lados. Son parte de ellas mismas. Ya las veo recorriendo la Abadía de Westminster y tejiendo al mismo tiempo. Bueno, el caso es que viviremos en «La Casa de Patty»... y en Spofford Avenue.
Me siento como una millonaria.
—Y yo como una de las estrellas matutinas que salta de gozo —respondió Ana.
Esa noche Phil Gordon llegó hasta la pensión de St. John Street y se arrojó sobre la cama de Ana.
—Querida, estoy muerta de cansancio. Me siento como si llevara a cuestas el país entero. He estado haciendo el equipaje.
—Y supongo que estás agotada porque no podías decidir qué guardar primero o dónde poner las cosas —rió Priscilla.
—Exactamente. Y cuando ya tenía todo apiñado de cualquier modo, y mi casera y su criada estaban sentadas encima de la maleta para que pudiera cerrarla, descubrí que había guardado un montón de cosas que quería tener para la Asamblea. Tuve que volver a abrirla y sepultarme en él durante una hora hasta que rescaté lo que quería, después de revolverlo todo otra vez. No, Ana, no maldije.
—¿He dicho que lo hicieras?
—No, pero lo pensabas. Aunque admito que mis pensamientos no eran del todo limpios. Y tengo tal resfriado que lo único que puedo hacer es resoplar, suspirar y estornudar. ¿No os suena a agonía? Reina Ana, di algo para levantarme el ánimo.
—Recuerda que el próximo jueves por la noche estarás en la tierra de Alee y Alonzo — suspiró Ana. Phil sacudió la cabeza dolorosamente.
—Más agonía; no quiero a Alee ni a Alonzo cuando estoy tan resfriada. Pero, ¿qué os pasa? Ahora que os veo juntas me doy cuenta de que parecéis tener una luz interior. Vaya, si estáis resplandecientes; ¿qué sucede?
—El próximo invierno vamos a vivir en «La Casa de Patty»  —anunció Ana triunfalmente—. Vivir, ¿entiendes? No de pensionistas. Hemos alquilado la casa junto con Stella Maynard y su tía se ocupará de todo.
Phil saltó, se sonó la nariz y cayó de rodillas ante Ana:
—Muchachas, muchachas, dejadme ir a mí también. Seré muy buena. Si no hay cuarto para mí dormiré en la caseta del perro, en la huerta... la he visto. ¡Pero dejadme ir con vosotras!
—Levántate, boba.
—Arrastraré mis pobres huesos hasta que me digáis que podré vivir con vosotras el próximo invierno.
Ana y Priscilla se miraron. Luego Ana dijo lentamente:
—Phil, querida, nos encantaría tenerte con nosotras, pero será mejor que hablemos claro. Yo soy pobre... Pris es pobre... Stella Maynard es pobre... Nuestro sistema de vida será muy simple y nuestra mesa sencilla. Tendrías que vivir como nosotras. Ahora bien, tú eres rica, y la casa donde te hospedas lo atestigua.
—Oh, ¿qué puedo hacer contra eso? —demandó Phil trágicamente—. Saben mejor unas hierbas en compañía de seres queridos que un buey bien cebado comido en una solitaria pensión. No penséis que soy toda estómago; sería capaz de vivir a agua y pan... con un poquito de manteca... si me dejáis ir con vosotras.
—Además —continuó Ana— habrá que trabajar mucho. La tía de Stella no podrá ocuparse de todo. Cada una tendrá asignada su tarea, y tú...
–...no sabes hacer nada —concluyó Philippa—.
–Pero aprenderé. Sólo tendréis que enseñarme una vez. Para empezar, puedo hacer mi cama. Y recordad que si bien no sé cocinar, nunca pierdo la paciencia; eso es algo. Y jamás protesto por el tiempo que hace. Eso es más aún. ¡Oh, por favor, por favor! Nunca he deseado tanto otra cosa en la vida... y este suelo está muy duro.
—Hay algo más, Phil —dijo Priscilla resueltamente—. Tú, como todo Redmond sabe, recibes visitas casi todas las noches. En «La Casa de Patty» eso no será posible. Hemos decidido recibir a nuestras amigas únicamente los viernes por la tarde. Si vienes con nosotras tendrás que observar esta regla.
—Bueno, sin duda pensarán que eso me pesa, ¿no es cierto? Pues no. Me alegra. Hace tiempo que debía haberlo establecido por mí misma, pero no me decidía. Si no me aceptáis moriré de desilusión y mi espíritu os rondará eternamente. Me colocaré en el mismo umbral de «La Casa de Patty» y no podréis entrar ni salir sin tropezar con mi espectro.
Nuevamente Ana y Frísenla cambiaron expresivas miradas.
—Bueno —dijo la primera—, claro que no podemos prometerte nada hasta hablar con Stella; pero no creo que se oponga. Por nuestra parte te aceptamos y te damos la bienvenida.
—Si te aburres de nuestra vida sencilla puedes dejarnos sin explicaciones —agregó Priscilla.
Phil se levantó, las abrazó con júbilo y partió alegremente.
—Espero que todo marche bien —comentó Priscilla.
—Nosotras debemos conseguir que así sea —reconoció Ana—. Creo que Phil se adaptará muy bien a nuestra sencilla vida de hogar.
—¡Oh, Phil es un encanto como camarada y compañera de diversiones! Y cuantas más seamos mejor para nuestros bolsillos. Pero, ¿cómo será convivir con ella? Hay que pasar las buenas y las malas junto a una persona para llegar a conocerla realmente.
—¡Oh, bueno! Ya veremos cómo nos portamos todas cuando llegue el momento. Phil es algo irreflexiva, pero no egoísta, y creo que nos irá magníficamente en «La Casa de Patty».

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora