Tomando el té con la señora Douglas

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La noche del primer jueves después de su llegada, Janet invitó a Ana a asistir a las oraciones colectivas. Janet florecía como una rosa en tales ocasiones. Se ponía un vestido de muselina azul pálido con pensamientos bordados, con más fruncidos de los que se podían esperar de la económica Janet, y un sombrero de paja de Italia con rosas rojas y tres plumas de avestruz. Ana se sintió bastante sorprendida. Más tarde descubrió el motivo que tenía Janet para arreglarse de ese modo: un motivo tan viejo como el mundo.
Las oraciones colectivas de Valley Road parecían ser para mujeres. Estaban presentes treinta y dos mujeres, dos muchachos grandecitos y un hombre solitario, además del ministro. Ana se encontró estudiando al hombre: no era joven, ni grácil, ni bien parecido; tenía las piernas muy largas (tenía que colocarlas como podía bajo la silla) y los hombros caídos. Sus manos eran grandes y tanto sus cabellos como su bigote necesitaban los servicios del barbero. Pero a Ana le gustó su cara, que expresaba honestidad y ternura y también algo más; algo que la muchacha encontró difícil de definir. Finalmente llegó a la conclusión de que este hombre era fuerte y había sufrido, lo cual se manifestaba en su cara. En su expresión había algo de resistencia paciente y humorística que indicaba que sería capaz de llegar a las situaciones más extremas sin perder la educación.
Cuando hubo concluido la reunión, el caballero se acercó a Janet y preguntó:
—¿Me permite acompañarla a casa, Janet?
Janet lo tomó del brazo tan tímidamente como una colegiala a quien acompañan a su casa por vez primera, cosa que comentó más tarde Ana en su carta a las chicas de «La Casa de Patty».
—Ana Shirley, permíteme que te presente al señor Douglas —dijo Janet.
El señor Douglas se inclinó y añadió:
—La estuve contemplando durante la reunión, señorita, y pensando en lo guapa que es usted.
Estas palabras hubieran molestado a Ana en boca de otra persona, pero en la forma en que las dijo el señor Douglas la impresionaron como un cumplido real y sincero. Le sonrió y siguió a ambos por el camino iluminado por la luna.
¡De modo que Janet tenía un novio! Ana estaba encantada; Janet sería una esposa ejemplar: alegre, ahorrativa, tolerante y magnífica cocinera. Hubiera sido un delito de la naturaleza mantenerla soltera para siempre.
—John Douglas me ha pedido que te lleve a ver a su madre —le dijo Janet al día siguiente—. Pasa la mayoría del tiempo acostada y nunca sale de casa, pero le gusta mucho estar acompañada y se ha interesado siempre por conocer a mis pensionistas. ¿Podrías ir esta tarde?
Ana asintió, pero más tarde el señor Douglas vino a invitarla de parte de su madre a tomar el té el sábado siguiente.
—¿Por qué no se ha puesto el vestido de los pensamientos? —preguntó Ana cuando salían de la casa. Era un día caluroso y la pobre Janet, entre su excitación y el pesado vestido de cachemira, parecía estarse cociendo viva.
—Temo que a la señora Douglas le parezca terriblemente frivolo y fuera de ocasión. A John también le gusta ese vestido —agregó, pensativa.
La vieja heredad de los Douglas quedaba a un kilómetro de «Junto al Camino», sobre la cresta de una colina azotada por los vientos. La casa era grande y cómoda, de aspecto señorial y rodeada de arces. En la parte de atrás estaban los amplios y bien cuidados establos; todo el conjunto indicaba prosperidad. «No son deudas y apreturas precisamente lo que refleja la casa del señor Douglas», reflexionó Ana.
John Douglas las aguardaba en la puerta; las acompañó en seguida hasta el salón, donde su madre se hallaba majestuosamente sentada en un sillón.
Ana había imaginado a la señora Douglas alta y delgada como su hijo. Era, en cambio, una mujercita de suaves mejillas sonrosadas, tiernos ojos azules y boca de niña. Con un hermoso traje negro a la moda, un chai blanco sobre los hombros y los cabellos recogidos por una cofia de encaje, parecía una abuelita de juguete.
—¿Cómo te va, querida Janet? —preguntó con dulzura—. Estoy tan contenta de volver a verte. —Alzó su linda cara para recibir el beso—. Y ésta es nuestra nueva maestra. Estoy encantada de conocerla. Mi hijo ha estado cantando alabanzas suyas hasta ponerme un poco celosa y estoy segura de que Janet debe estar celosa del todo.
La pobre Janet se sonrojó. Ana dijo un par de cosas amables y convencionales y se sentaron. Fue difícil continuar, incluso para Ana, pues nadie parecía hallarse cómodo, a excepción de la señora Douglas, que no encontraba ninguna dificultad para conversar. Hizo sentar a Janet a su lado y le acarició ocasionalmente la mano, mientras ésta sonreía, con aire de sentirse terriblemente incómoda dentro de su espantoso vestido; John Douglas permanecía sentado sin sonreír.
En la mesa la señora Douglas pidió graciosamente a Janet que sirviera el té. Ésta se sonrojó más aún, pero lo hizo. Ana describió más tarde ese instante en una carta a Stella.
«Comimos lengua fría, pollo y mermelada de frambuesas; tortas de limón y de chocolate y galletas, además de torta de fruta y algunas otras cosas, entre ellas más tortas, creo que de caramelo. Después que hube comido el doble de lo debido, la señora Douglas suspiró y dijo que lamentaba no tener nada que tentara mi apetito.
»—Temo que las comidas que prepara la querida Janet le hagan encontrar poco apetitosa cualquier otra cosa —dijo dulcemente—. Desde luego, nadie en Valley Road aspira a igualarla. ¿No quiere otro pedazo de torta, señorita Shirley? No ha comido usted nada.
»Stella, ¡yo había comido una ración de lengua y otra de pollo, tres trozos de bizcocho, una buena cantidad de mermelada, varias tarteletas y un buen trozo de torta de chocolate!»
Después del té la señora Douglas sonrió con benevolencia y pidió a John que acompañara a la «querida Janet» a buscar rosas al jardín.
—La señorita Shirley me hará compañía mientras tanto, ¿no es cierto? —preguntó en tono quejoso, mientras ocupaba su sillón—. Soy una vieja muy frágil, señorita Shirley. Llevo veinte años sufriendo. Durante veinte largos y pesados años he estado muriendo poco a poco.
—¡Qué doloroso! —comentó Ana, tratando de ser simpática y sintiéndose sólo idiota.
—Muchísimas noches he creído que no llegaría a ver el día —continuó con solemnidad la señora Douglas—. Nadie sabe lo que he pasado; nadie, excepto yo. Bueno, esto ya no puede durar mucho. Pronto habrá terminado mi triste peregrinaje, señorita Shirley. Es para mí un gran consuelo saber que John tendrá una buena esposa para que lo cuide cuando su madre desaparezca; un gran consuelo, señorita Shirley.
—Janet es una mujer magnífica —afirmó Ana calurosamente.
—¡Magnífica! Un hermoso carácter —asintió la señora Douglas—. Y una perfecta ama de casa; algo que yo nunca fui. Mi salud no lo permitía, señorita Shirley. Estoy verdaderamente contenta de que John haya hecho esa elección. Confío en que será feliz. Es mi único hijo, señorita Shirley, y su felicidad es la mía.
—Desde luego —dijo Ana estúpidamente. Por primera vez en su vida se sentía tonta y le era imposible explicarse el motivo. No encontraba nada que decir a aquella angelical y dulce anciana que le acariciaba tan gentilmente la mano.
—Vuelve pronto a verme, querida Janet —dijo la señora Douglas en el momento de la partida—. No vienes ni la mitad de lo necesario, pero creo que John te traerá para siempre uno de estos días.
Ana, que estaba mirando a John Douglas mientras hablaba su madre, se sintió desmayar. El pobre parecía un torturado a quien los verdugos han dado la última vuelta de tuerca. Tuvo la seguridad de que se sentía desfallecer y se llevó a la ruborizada Janet.
—¿No es la señora Douglas una dulce mujer? —preguntó ésta mientras regresaban por el camino.
—Sí... í... í —murmuró Ana, ausente. Se estaba preguntando por qué tendría John Douglas ese aspecto.
—Es una mujer que sufre terriblemente —continuó Janet—. Sufre ataques terribles y eso tiene preocupadísimo a John. Tiene miedo de salir de casa y que su madre sufra un ataque sin más ayuda que la de la criada.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora