Un sueño vuelto del revés

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—Una semana más y volveremos a Redmond —dijo Ana. La idea de volver al trabajo, a las clases y a los amigos de Redmond la hacía feliz. «La Casa de Patty» también era motivo de dichosos sueños. Ese pensamiento traía consigo una calurosa y placentera sensación de hogar, aunque nunca hubiera vivido allí.
Pero el verano había sido también hermoso; un período de alegre vivir, con soles y cielos y delicias diversas; un lapso en que aprendiera a vivir con más nobleza, a trabajar con más paciencia, a jugar con más corazón.
«No todas las lecciones de la vida se aprenden en el colegio —pensó—; se aprenden en todas partes.»
Pero, ¡ay!, la última semana de aquellas placenteras vacaciones se estropeó por uno de esos impíos acontecimientos que son como un sueño vuelto del revés.
—¿Has estado escribiendo alguno de esos cuentos últimamente? —preguntó el señor Harrison una noche en que Ana estaba tomando el té con él y su esposa.
—No —respondió Ana, algo encrespada.
—¡Oh, no he querido ofenderte! La señora Hiram Sloane me dijo el otro día que hace un mes alguien dejó en el buzón un gran sobre dirigido a la Compañía de Levadura Rollings de Montreal, y ella sospechó que alguien trataba de ganar el premio que ofrecían al mejor cuento que citara el nombre de la levadura. Dijo que no estaba escrito con tu letra, pero yo pensé que se trataba de ti.
—Desde luego que no. Me enteré del concurso, pero ni soñé con competir. Creo que sería una estupidez escribir un cuento para anunciar una levadura. Sería tan estúpido como el anuncio de un producto farmacéutico que quiso poner Judson Parker en la empalizada.
Así habló Ana, sin soñar con la humillación que la esperaba. Aquella misma tarde Diana llegó a su habitación, con los ojos brillantes y las mejillas arrebatadas, llevando una carta.
—Ana, aquí tienes una carta para ti. Estaba en la oficina de correos, de manera que te la traje. Ábrela pronto. Si es lo que creo enloqueceré de alegría.
Ana, perpleja, abrió la carta y echó una mirada a su contenido:
Sta. Ana Shirley
Tejas Verdes, Avonlea, Isla del Príncipe Eduardo. Señorita:
Tenemos el placer de informarle que su cuento «El sacrificio de Averil» ha ganado el premio de veinticinco dólares ofrecido en nuestro reciente concurso. Incluimos el cheque por esa suma. Estamos preparando su publicación en varios destacados periódicos de Canadá y tenemos la intención de imprimirlo para su distribución entre nuestros clientes.
Agradecemos el interés que se ha tomado por nuestra compañía, y quedamos de Ud. attos. y Ss. Ss.
Compañía de Levadura Rollings.
—No comprendo —dijo Ana. Diana aplaudió.
—¡Oh, sabía que ganarías el premio! Estaba segura. Yo mandé tu cuento al concurso, Ana.
—¡Diana Barry!
—Sí, lo hice —dijo Diana colgándose alegremente de la cama—. Cuando vi el anuncio me acordé de tu cuento y en seguida pensé en pedirte que lo enviaras. Pero temí que no quisieras; ¡tenías tan poca fe! De manera que decidí enviar la copia que me diste sin decirte nada. De ese modo, si no ganabas el premio nunca lo sabrías, pues los cuentos rechazados no los devuelven, y si ganabas tendrías una sorpresa deliciosa.
Diana no era excesivamente perspicaz, pero tuvo la sensación de que Ana no parecía una mujer alegre en esos momentos. Había en ella sorpresa, sin duda alguna; pero, ¿había alegría?
—Ana, no pareces estar muy contenta.
Una sonrisa un poco forzada apareció en los labios de ésta.
—Desde luego que estoy complacida ante tu generoso deseo de ayudarme —dijo lentamente—. Pero, ¿sabes?, estoy tan sorprendida... no puedo darme cuenta... y no comprendo. En mi cuento no había una palabra siquiera sobre... sobre... levadura.
—¡Oh, eso lo puse yo! —contestó Diana—. Era facilísimo, y desde luego que mi experiencia en el Club de Cuentos me ayudó. ¿Recuerdas el momento en que Averil hace el pastel? Bueno, allí añadí por mi cuenta que había usado levadura Rollings y que por eso quedó tan sabroso. Y además, en la última escena, cuando Perceval toma en sus brazos a Averil y le dice: «Querida, los hermosos años venideros nos traerán el hogar de nuestros sueños», yo añadí:
«donde sólo usaremos la levadura Rollings».
—¡Oh! —exhaló la pobre Ana, como si le hubieran echado un balde de agua fría.
—Y has ganado veinticinco dólares —continuó Diana, jubilosa—. ¡Pero si una vez oí decir a Priscilla que el Canadian Woman sólo paga cinco dólares por cuento!
Ana sostenía el odiado cheque con la mano extendida.
—No puedo quedarme con ellos; son tuyos por derecho, Diana. Tú enviaste el cuento e hiciste las correcciones. Yo nunca lo hubiese enviado; de modo que debes cobrar el cheque.
—¡Estaría bueno! Lo que hice no tiene ningún valor. El honor de ser amiga de la ganadora es suficiente. Bueno, tengo que marcharme. Debí haber ido directamente a casa, pues tenemos visita, pero tenía que venir a conocer las noticias. ¡Estoy tan contenta por ti, Ana!
Ésta se inclinó de pronto, echó los brazos al cuello a su amiga y la besó en las mejillas.
—Creo que eres la mejor amiga del mundo, Diana, y te aseguro que comprendo la razón de lo que has hecho.
Diana, complacida y desconcertada, se marchó, y la pobre Ana, después de guardar el cheque en un cajón corno si fuera dinero maldito se marchó a la cama y derramó lágrimas de vergüenza. ¡Oh, nunca podría sobrevivir a esto, nunca!
Gilbert llegó al atardecer, con la intención de felicitarla, pues al pasar por «La Cuesta del Huerto» había sabido la noticia. Pero al observar la cara de Ana no pudo hacerlo.
—Pero, ¿qué te pasa? Esperaba encontrarte radiante por haber ganado el premio. ¡Te felicito!
—¡Oh, Gilbert, tú no! —exclamó con tono plañidero—. Creí que tú comprenderías. ¿No ves lo terrible que es?
—Debo confesarte que no. ¿Qué ocurre de malo?
—Todo. Me siento como si mi desgracia fuera eterna. ¿Cómo crees que se sentiría una madre si encontrara a su hijo tatuado con un anuncio de levadura? Así me siento yo. Quería a mi cuento y puse en él lo mejor de mí misma. Y es un sacrilegio degradarlo hasta el nivel de un anuncio de levadura. ¿Te acuerdas de lo que nos decía el profesor Hamilton en la clase de literatura, en la Academia de la Reina? Afirmaba que jamás se debía de escribir una sola palabra con un fin bajo o sin valor, sino que siempre se debía uno aferrar a los más altos ideales. ¿Qué pensará cuando sepa que he escrito un cuento para propaganda de la levadura Rollings? ¡Y cuando se sepa en Redmond! Piensa cómo se van a reír de mí.
—Eso no —dijo Gilbert, pensando, un poco incómodo, en que tal vez era la opinión particular de cierto estudiante de segundo año lo que tanto preocupaba a Ana—. Los condiscípulos pensarán, como pienso yo, que tú, como nueve de cada diez de nosotros, no nadas en la abundancia y que has elegido ese camino para solventar tus gastos durante el año. No veo nada degradante, ni tampoco ridículo. A todos nos gustaría sin duda escribir obras maestras de literatura; pero, mientras tanto, hay que pagar los estudios y el hospedaje.
Esta sensata manera de ver las cosas animó un poco a Ana. Por lo menos, alejó el temor de que se rieran de ella; pero sus ultrajados ideales quedaron con heridas profundas.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora