Guirnaldas de otoño

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La siguiente semana pasó rápidamente, ocupada en lo que Ana llamaba «quehaceres de última hora». Debía hacer varias visitas de despedida, unas más agradables que otras, según estuvieran visitantes y visitados acordes con las esperanzas de la joven o pensaran que estaba demasiado excitada por ir a la universidad y creyeran su deber «ponerle los puntos sobre las íes».
Los miembros de la Sociedad de Fomento de Avonlea dieron una fiesta nocturna de despedida a Ana y a Gilbert en casa de Josie Pye; la eligieron un poco porque la casa era amplia y también porque se sospechaba que las Pye declinarían toda participación si no se elegía su casa para la fiesta. Fue un grato acontecimiento, pues las dueñas de la casa, contra su costumbre, se portaron muy bien y no hicieron ni dijeron nada que pudiera echar a perder la armonía de la reunión. Josie estuvo increíblemente cordial; hasta condescendió a decir a Ana:
—Tu nuevo vestido te sienta bastante bien, Ana. Realmente, casi pareces guapa.
—¡Qué amable de tu parte! —respondió Ana, con alegres ojos. Su sentido del humor se estaba desarrollando y, lo que a los catorce años la habría herido, ahora le resultaba divertido. Josie sospechó que Ana se reía de ella, pero se contentó con murmurar a Gertie, mientras bajaban la escalera, que Ana se iba a dar aires de reina ahora que iba a la universidad.
Toda la «pandilla» estaba allí, llena de alegría. Diana Barry, rosada y pecosa, a quien Fred seguía como una sombra; Jane Andrews, pulcra, sensata y sencilla; Ruby Gillis, más hermosa y llamativa con su blusa color crema y unos geranios rojos en su dorada cabellera; Gilbert Blythe y Charlie Sloane, tratando de acercarse lo más posible a la escurridiza Ana; Carrie Sloane, pálida y melancólica, porque su padre no dejaba que Oliver Kimball se le acercara; Moody Spurgeon MacPherson, cuya cara redonda y defectuosos oídos seguían tan redonda y defectuosos como siempre, y Bill Andrews, que pasó toda la noche sentado en un rincón tartamudeando cuando alguien le hablaba y observando a Ana Shirley con mirada embelesada.
Ana conocía de antemano todos los pormenores de la fiesta. Pero no sabía que, de acuerdo con su condición de fundadores, ella y Gilbert serían obsequiados por los miembros de la Sociedad de Fomento con las obras completas de Shakespeare y una pluma estilográfica, respectivamente. El regalo y las hermosas cosas que dijo Moody Spurgeon en el discurso con su mejor voz y su más solemne tono, la cogieron tan por sorpresa que el brillo de sus grandes ojos grises quedó completamente empañado por las lágrimas. Había trabajado dura y fielmente por la Sociedad. El hecho de que sus miembros premiaran así sus esfuerzos conmovía las fibras más íntimas de su corazón. Todos se mostraban tan agradables, amistosos y alegres (incluidas las Pye) que en ese momento Ana amaba a todo el mundo.
Ana había disfrutado mucho durante la reunión; pero el final de la fiesta lo echó todo a perder. Nuevamente Gilbert cometió el error de ponerse sentimental mientras cenaban en la galería iluminada por la luna. Y Ana, para castigarlo, dedicó sus atenciones a Charlie Sloane y le permitió que la acompañara a casa. Descubrió, sin embargo, que a nadie hiere más la venganza que a quien trata de infligirla. Gilbert salió pomposamente con Ruby Gillis. Ana les oyó hablar y reír mientras se alejaban envueltos por la apacible brisa otoñal. Seguramente estaban en el mejor de los mundos mientras ella se aburría como una ostra con Charlie Sloane, que hablaba sin descanso y que ni por casualidad decía algo que valiera la pena oír. Ana respondía con ocasionales «sí» o «no», y pensaba en lo guapa que estaba aquella noche Ruby Gillis, en lo saltones que parecían los ojos de Charlie a la luz de la luna (mucho más que de día) y en que, después de todo, el mundo no era un lugar tan hermoso como había creído durante las primeras horas del atardecer.
—Estoy cansada, simplemente —dijo cuando por fin pudo quedarse sola en su cuarto. Y honestamente lo creía así. Pero, a la tarde siguiente, un extraño y alegre temblor, algo así como un brinco desconocido y secreto conmovió su corazón cuando vio a Gilbert que regresaba del Bosque Embrujado cruzando el viejo puente con su andar firme y rápido. ¡De modo que, a pesar de todo, Gilbert no iba a pasar su última tarde con Ruby Gillis!
—Pareces cansada, Ana —dijo Gilbert.
—Lo estoy y, lo que es peor, disgustada. Cansada porque he estado arreglando mi baúl y cosiendo toda la tarde. Y disgustada porque a seis honorables señoras se les ocurrió venir a despedirse de mí. Todas ellas tuvieron algo que decir. Algo que tiñera la vida de color gris oscuro.
—¡Viejas brujas! —fue el elegante comentario de Gilbert.
—¡Oh, no, no lo son! —contestó Ana seriamente—. Ése es el problema. Si fueran viejas brujas no les habría hecho caso; pero el caso es que son todas almas maternales, buenas, amables, que me quieren y a quienes quiero; y por eso sus palabras pesan tanto para mí. Se empeñaron en que el viaje a Redmond para seguir estudiando es una locura. Desde ese momento me he estado preguntando si será así. La señora Sloane suspiró, dijo que ojalá mis fuerzas me acompañen durante tan largo viaje, e inmediatamente me imaginé víctima de una postración nerviosa al llegar al tercer año. La señora Wright comentó que debía costar un dineral permanecer en Redmond cuatro años y sentí que era imperdonable despilfarrar el dinero de Marilla y el mío en una tontería semejante. La señora Bell dijo que esperaba que el ir a la universidad no me mareara, tal como había ocurrido con tanta gente, y tuve la sensación de que después de cuatro años en Redmond me convertiría en una criatura insufrible, una «sabelotodo», que miraría por encima del hombro a todos los habitantes de Avonlea. La señora Wright «tiene entendido» que las jovencitas de Redmond, especialmente las que viven en Kingsport, son «elegantes y presuntuosas» y no cree que yo me sienta a gusto entre ellas. Ya me veo como una humilde provinciana desaliñada y desairada, vagando por las aulas de Redmond.
Ana concluyó con una carcajada en la que había mucho de tristeza. Todo reproche hallaba eco en su naturaleza sensitiva, incluso el reproche de aquellos que le merecían escaso respeto. En aquel momento la vida había perdido su perfume y el fuego de su ambición estaba consumido.
—No debes tomar en cuenta lo que te han dicho —protestó Gilbert—. Tú sabes perfectamente que son excelentes personas pero de principios rígidos. Hacer lo que ellas nunca han hecho les parece un horrible pecado. Eres la primera joven de Avonlea que irá a la universidad, y sabes bien que todos los pioneros han sido acusados de locura.
—Sí, lo sé. Pero sentir es muy diferente a saber. Me digo lo mismo que has dicho tú; pero hay ocasiones en que el sentido común no tiene poder sobre mí y se me ocurren cosas absurdas. No te imaginas lo que me costó terminar de hacer el equipaje después que se marchó la señora Wright.
—Estás muy cansada, Ana. Olvida todo eso y ven a dar una vuelta conmigo por los bosques. Más allá del pantano debe de haber algo que quiero enseñarte.
—¿Debe de haber? ¿Acaso no estás seguro?
—No. Sólo sé que debería estar allí por algo que vi en la primavera. Ven. Imaginaremos que somos otra vez dos niños y que corremos con el viento.
Partieron alegremente. Ana, recordando los desagradables acontecimientos de la víspera, se mostraba amable con Gilbert; y Gilbert, que estaba aprendiendo a ser cauto, tuvo buen cuidado de no decir nada que pudiera quebrar la antigua camaradería de la niñez. La señora Lynde y Marilla los observaron desde la ventana de la cocina.
—Ésos formarán pareja algún día —sentenció la señora Lynde.
Marilla se sobresaltó. En el fondo de su corazón abrigaba la secreta esperanza de que fuera cierto; pero le chocaba el estilo con que lo anunciaba la señora Lynde.
—Todavía son dos criaturas —comentó fríamente.
La señora Lynde rió afablemente.
—Ana tiene dieciocho años; a esa edad yo ya estaba casada. Somos viejas, Marilla; es penoso aceptar que los niños sean ya personas mayores, eso es. Ana es una mujercita y Gilbert un hombre que besa el suelo que ella pisa; eso puede verlo cualquiera. Él es un muchacho excelente y Ana no puede ser mejor. Espero que no se le ocurra ninguna tontería romántica en Redmond. No apruebo los establecimientos mixtos de enseñanza y nunca los aprobaré, eso es. Y creo que los estudiantes no hacen allí otra cosa que coquetear —concluyó solemnemente.
—Quizá tengan también que estudiar un poco —dijo Marilla con una sonrisa.
—Muy poco —resopló Rachel—. Sin embargo, creo que Ana sí lo hará. Nunca ha sido coqueta. Pero no aprecia a Gilbert en todo lo que vale, eso es. ¡Conozco a las jovencitas! También Charlie Sloane está loco por ella, pero yo nunca le aconsejaría que se casara con un Sloane. Son gente buena, honesta y respetable, sin duda. Pero son Sloane.
Marilla asintió. Para un extraño, el hecho de que los Sloane fueran Sloane no significaría nada, pero ella comprendió. Todo pueblo tiene una familia así; gente buena, honesta y respetable, pero que son Sloane, y que lo serán siempre, así hablen lenguas de hombres o de ángeles.
Gilbert y Ana, ignorantes de que su futuro estaba siendo ordenado por la señora Rachel, paseaban en la penumbra del Bosque Embrujado. En la distancia, las segadas colmas se iluminaban bajo los radiantes rayos ambarinos que surgían de un pálido cielo rosado y celeste. El lejano bosque de abetos tenía el brillo del bronce, y sus largas sombras formaban franjas sobre las altas praderas. Pero en la canción del suave viento, entre los pinos, sonaban ya las primeras notas del otoño.
—El bosque está realmente embrujado ahora, como en los viejos tiempos —dijo Ana mientras se detenía a recoger una rama de helécho blanqueada por la escarcha—. Parece como si las niñas que éramos Diana y yo aún jugaran aquí, en la Burbuja de la Dríada a la luz del crepúsculo, en su cita con los espíritus. ¿Sabes que nunca puedo atravesar este sendero cuando está oscuro sin sentir algo del antiguo temor, y estremecerme? Entre los fantasmas que habíamos inventado, había uno especialmente horrible: el de la niña asesinada que chillaba detrás de nosotros y que nos apretaba los dedos con sus manos heladas. Te confieso que no puedo evitar un escalofrío cuando vengo por aquí después de la caída de la tarde. Todavía me parece oír pasos furtivos a mis espaldas. La Dama Blanca, el descabezado o los esqueletos no me asustan, pero preferiría no haber imaginado nunca el fantasma de la niña. ¡Cómo se enfadaron Marilla y la señora Barry por todo esto! —concluyó Ana con una carcajada cargada de reminiscencias.
Los bosques que bordeaban el pantano tenían todos los tonos del rojo. Tras superar un bosquecillo de pinos y un soleado valle orlado de arces hallaron ese «algo» que buscaba Gilbert.
—¡Ah, aquí está! —dijo con satisfacción.
—¡Un manzano! ¡Y aquí abajo! —exclamó Ana, encantada.
—Sí, un verdadero manzano; en medio de pinos y hayas, a más de un kilómetro de cualquier huerta. Pasé por aquí la primavera pasada y lo encontré completamente cubierto de capullos blancos. De modo que decidí volver en el otoño para ver si había dado fruto. Mira, está cargado de manzanas; y parecen buenas, además.
—Supongo que debe haber brotado hace muchos años; tal vez de alguna semilla caída aquí por casualidad —dijo Ana, soñadora—. ¡Y cómo ha crecido y florecido por sus propios medios, sin ninguna ayuda, solo entre extraños!
—Siéntate aquí, Ana. Este árbol caído será el trono del bosque. Treparé a buscar unas manzanas. Están todas muy altas; el manzano quiere llegar al sol.
La fruta estaba deliciosa. Bajo la corteza oscura apareció la pulpa muy, muy blanca, con hilitos rojos, y con cierto gustillo silvestre que no habían hallado jamás en las manzanas de huerta.
—No debían tener mejor gusto las manzanas del Paraíso —comentó Ana—. Pero ya es hora de regresar a casa. Mira, hace tres minutos había sol, y ahora es de noche. ¡Qué pena que no hayamos podido contemplar el crepúsculo! Supongo que esos instantes nunca pueden captarse.
—Volvamos por el Sendero de los Amantes. ¿Estás tan disgustada ahora como cuando empezamos el paseo, Ana?
—No. Esas manzanas me han caído como maná del cielo. Siento que me gustará Redmond y que pasaré allí cuatro años espléndidos.
—¿Y después de esos cuatro años, qué?
—Para esa época ya habrá otros recodos en el camino —respondió Ana con rapidez—. No tengo la menor idea de lo que encontraré allí, ni quiero saberlo. Es mejor ignorarlo.
El Sendero de los Amantes parecía realmento delicioso esa noche, silencioso y misteriosamente iluminado por el pálido resplandor de la luna. Lo recorrieron en medio de un agradable silencio.
«¡Qué fácil sería todo si Gilbert estuviera siempre como esta tarde!», reflexionó Ana.
Gilbert la observaba mientras caminaban. Con su claro vestido y su figura grácil parecía una flor de exquisita blancura.
«Me pregunto si alguna vez podré hacer que se fije en mí», pensó con desaliento.  

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora