La dama de abril

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Kingsport es una ciudad de apacible y evocadora belleza, envuelta en el recuerdo de los viejos días de la colonia como una anciana dama que se arropara con las galas de su lejana juventud. Aquí y allá asoma lo moderno, pero el fondo permanece intacto. Está llena de reliquias curiosas y la rodea el romántico prestigio de muchas leyendas del pasado. Fue en su origen una simple avanzada fronteriza al borde del desierto y entonces los indios se encargaban de no hacer aburrida la vida a los colonos. Luego se transformó en muralla de separación, entre franceses e ingleses, que la ocuparon por turnos dejándole cada vez alguna nueva cicatriz.
En su parque se conserva una torre almenada, en la que todos los turistas garabatean sus nombres; en las colinas de las afueras hay un antiguo fuerte francés desmantelado y en las plazas públicas descansan oxidados cañones. Kingsport tiene también otros lugares históricos dignos de ser visitados, pero ninguno es más bello que el cementerio de Oíd St. John, en el mismo corazón del pueblo, entre dos tranquilas calles de anticuadas casas y dos bulliciosas arterias modernas. Los ciudadanos de Kingsport se enorgullecen del cementerio de Oíd St. John, pues casi todos pretenden tener enterrado allí a un ascendiente, bajo una losa que detalla todos los hechos memorables de su existencia. En pocos casos se usó arte o destreza en aquellas viejas losas. La mayoría son de piedra gris o parda del lugar, groseramente talladas y sólo ocasionalmente con algún intento de ornamentación. Algunas ostentan una calavera y dos tibias y este macabro decorado está frecuentemente acompañado de dos cabezas de querubines. La mayoría han sufrido los embates del tiempo y sus inscripciones se han vuelto indescifrables. El camposanto es extenso y sombreado, pues lo rodean y atraviesan hileras de olmos y de sauces, bajo cuya sombra los muertos yacen en paz, acunados eternamente por los vientos e indiferentes al estrépito del tránsito vecino.
En la tarde de su segundo día en Kingsport, Ana hizo el primero de sus muchos paseos por Oíd St. John. Priscilla y ella habían ido aquella mañana a Redmond a inscribirse como alumnas y tenían el resto del día libre. Las muchachas escaparon de buen grado, pues no era nada alegre estar rodeadas de desconocidos, la mayoría de los cuales tenía aspecto extraño.
Las «novatas» se habían reunido en grupos de dos o tres, mirándose de soslayo; los «novatos», más inteligentes, se habían agrupado en la gran escalinata, donde cantaban con toda la fuerza de sus juveniles pulmones, como una suerte de desafío a sus tradicionales enemigos, los de «segundo», algunos de los cuales estaban paseando y miraban con desdén a los «pardillos» de la escalera. Ni Gilbert ni Charlie aparecieron por parte alguna.
—Jamás pensé en que llegara un día en que me agradase ver a un Sloane —dijo Priscilla mientras cruzaban el jardín del colegio—, pero daría una calurosa bienvenida a los ojos miopes de Charlie. Por lo menos serían algo familiar.
—¡Oh! —suspiró Ana—, te aseguro que mientras esperaba mi turno para matricularme me sentía el ser más pequeño del mundo; ¡una gotita perdida en el mar! Es terrible sentirse insignificante, pero es intolerable que le graben a una en el alma que nunca podrá ser nada más que eso, y es así como me siento. Como si fuera invisible y algunos de los de «segundo» pudiesen pisarme. Sé que bajaré a la tumba sin que nadie me llore ni se acuerde de mí.
—Espera al año próximo —la consoló Priscilla—. Entonces podrás parecer tan aburrida y sofisticada como las de «segundo». No me cabe duda de que debe de ser terrible sentirse insignificante, pero creo que es preferible a sentirse tan grande y desgarbada como yo me sentía; me daba la impresión de que ocupaba todo Redmond, por esos cinco centímetros de altura que llevaba a los demás. No temía que me pisara una de «segundo»; lo que me asustaba era que me tomaran por un elefante o un ejemplar algo crecido de un isleño alimentado con patatas.
—Supongo que todo se debe a que no podemos perdonar a Redmond que no sea tan pequeño como la Academia de la Reina —dijo Ana, acudiendo a los restos de su antigua filosofía para cubrir su desnudez de espíritu—. Cuando la abandonamos conocíamos a todos y teníamos un lugar en la comunidad. Supongo que esperábamos subconscientemente reiniciar en Redmond nuestra vida en el mismo punto en que la dejamos en la Academia de la Reina; y ahora sentimos como si nos faltara apoyo bajo los pies. Me alegro que la señora Lynde y la señora Wright no sabrán jamás mi actual estado de ánimo. Disfrutarían diciendo: «ya te lo dije», y estarían convencidas de que es el principio del fin, cuando en realidad no es más que el fin del principio.
—Exacto. Eso suena más a cosa tuya. Pronto nos acostumbraremos y todo irá bien. Ana, ¿viste a aquella chica tan guapa, de ojos castaños y boca picara, que estuvo apoyada toda la mañana en la puerta del vestuario?
—Sí, reparé en ella precisamente porque parecía la única con aspecto de sentirse tan sola y abandonada como yo. Yo te tenía a ti, pero ella a nadie.
—A mí también me pareció así. Tuve la sensación un par de veces de que iba a cruzar hacia nosotras, pero no lo hizo, quizás por timidez. Me habría gustado que lo hiciera. De no haberme sentido como un elefante hubiera ido hacia ella. Pero no podía atravesar el vestíbulo con aquellos chicos berreando en la escalera. Es la «novata» más guapa que he visto. ¡Pero hasta la belleza es vana en tu primer día en Redmond! —concluyó Priscilla, riendo.
—Después de almorzar iré a Oíd St. John —dijo Ana—. No sé si un cementerio es buen sitio para levantar el espíritu. Pero parece que es el único a mano en el que hay árboles, y yo los necesito. Me sentaré sobre una vieja losa, cerraré los ojos e imaginaré estar en los bosques de Avonlea.
Pero Ana no lo hizo, pues encontró bastantes cosas en Oíd St. John que le hicieron tener los ojos abiertos. Cruzaron la puerta de entrada, bajo el imponente arco de piedra que ostentaba el gran león de Inglaterra.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora