Aparece el príncipe encantado

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—No sé si salir o quedarme en casa —dijo Ana, mirando por una de las ventanas de «La Casa de Patty» los distantes pinos del parque—. Tengo toda la tarde disponible para dedicarla al hermoso placer de no hacer nada, tía Jamesina. ¿La pasaré aquí, junto al hogar, con un plato de bizcochos, tres gatos ronroneantes y armoniosos y los implacables perros de porcelana con narices verdes? ¿O me marcharé al parque a disfrutar de las arboledas grises y del agua plateada que salpica las rocas del puerto?
—Si yo tuviera tus años me decidiría por el parque —dijo la tía Jamesina mientras golpeaba la oreja amarilla de Joseph con una aguja de tejer.
—Usted es tan joven como cualquiera de nosotras, tía.
—Sí, de espíritu. Pero admito que mis piernas no son como las vuestras. Ve a tomar un poco de aire fresco, chiquilla. Últimamente te has puesto un poco pálida.
—Creo que lo haré. Hoy no me siento con ánimo para los placeres domésticos. Quiero sentirme sola y libre. El parque estará vacío, pues todos han ido a ver el partido de fútbol.
—¿Por qué no fuiste tú también?
—Porque nadie me invitó. Bueno, el detestable Dan Ranger lo hizo, pero con él no iría a ningún lado. No quise herir sus sentimientos y le dije que no pensaba asistir al partido. Pero no importa; hoy no tengo ánimos para eso.
—Ve a tomar un poco de aire fresco —repitió tía Jamesina—, pero lleva el paraguas porque parece que va a llover. Me duele la pierna.
—Sólo las personas de edad tienen reumatismo, tía.
—Cualquiera puede tener reumatismo en una pierna, Ana; pero sólo los ancianos lo padecen en el alma. Gracias a Dios, yo no. Cuando sientas reumatismo en el alma ya puedes ir a buscarte el ataúd.
Corría noviembre, el mes de los crepúsculos púrpuras, la despedida de los pájaros, los tristes himnos del mar y el canto del viento entre los árboles. Ana caminó por el sendero bordeado de pinos del parque y dejó que el viento barriera las nieblas de su alma. No quería preocuparse por ellas, y sin embargo, desde su vuelta a Redmond, la vida no se había reflejado en su espíritu con aquella antigua y perfecta claridad.
En apariencia, la vida en «La Casa de Patty» era la de siempre: trabajo, estudio y diversión. Los viernes por la tarde el amplio salón se colmaba de visitantes y en él flotaban las bromas y las risas, mientras la tía Jamesina sonreía con beatitud. El «Jonas» de la carta de Phil llegaba a menudo en el primer tren de St. Columba y partía en el último. Era el favorito de todos en «La Casa de Patty», aunque la tía Jamesina sacudía la cabeza y afirmaba que los estudiantes de teología no eran ya como antes.
—Es muy agradable, querida —le dijo a Phil—, pero los ministros deben ser más serios y dignos.
—¿No puede un hombre reír y ser también un buen cristiano?
—¡Oh, un hombre sí! Pero yo hablo de ministros, querida. Y tú no deberías coquetear de ese modo con el señor Blake; realmente, no deberías hacerlo.
—No coqueteo con él —protestó Phil. Nadie la creía, excepto Ana. Pensaban que se estaba divirtiendo como de costumbre y le reprochaban su comportamiento.
—El señor Blake no es del tipo de los Alee y Alonzo, Phil —le dijo Stella con severidad—. Debes tomarlo en serio o destrozarás su corazón.
—¿Crees que podría destrozarlo? ¡Oh, Stella, me encantaría creerlo!
—¡Philippa Gordon! Nunca sospeché que carecieras por completo de sentimientos.
¿Cómo puedes decir que te encantaría romper el corazón de un hombre?
—No dije eso, encanto. Escúchame correctamente. Dije que me encantaría creer que podría hacerlo.
—No te entiendo, Phil. Estás manejando a ese hombre deliberadamente; y sabes que no conseguirás nada con ello.
—Tengo intención de hacer que me pida en matrimonio, si puedo —dijo Phil con calma.
—Renuncio a entenderte.
Gilbert concurría ocasionalmente en las tardes de los viernes. Siempre parecía de buen humor y tomaba parte en las bromas y ocurrencias de los demás. Ni buscaba ni evitaba a Ana. Cuando las circunstancias los reunían le hablaba amable y cortésmente, como si la conociera desde hacía poco tiempo. La vieja amistad había desaparecido por completo. Ana lo lamentaba profundamente, pero se decía a sí misma que estaba muy contenta de que Gilbert se hubiera repuesto tan pronto de su desilusión. Había temido que la tarde de abril en la huerta hubiese dejado en él heridas incurables, pero vio que se había preocupado en vano. Muchos hombres han muerto y han sido devorados por los gusanos, pero no por amor, y Gilbert, por lo visto, no parecía correr ese riesgo. Disfrutaba de su existencia y parecía estar lleno de ambiciones y deseos de vivir. Para él no valía la pena preocuparse porque una mujer fuera rubia y fría. Mientras lo oía bromear con Phil, Ana se preguntaba si el brillo de sus ojos, cuando ella rechazara su amor, no había sido simplemente algo imaginario.
No faltaban chicos que hubieran ocupado con mucho gusto el lugar que Gilbert dejara vacante; Ana los desairaba correcta pero firmemente. Si el Príncipe Encantado no aparecía, tampoco pensaba conformarse con un sustituto. Así razonaba aquel día gris en el parque, mientras soplaba el viento.
Repentinamente, la lluvia que pronosticara la tía Jamesina comenzó a caer con extraordinaria fuerza. Ana abrió su paraguas y corrió cuesta abajo. Al doblar el camino del puerto, una fuerte ráfaga de viento se ensañó con ella y dio la vuelta a su paraguas. La chica lo agarró con desesperación. Y entonces... una voz cercana dijo:
—¿Me permite ofrecerle el amparo de mi paraguas? Ana miró. Era alto, elegante y de porte distinguido; tenía oscuros y melancólicos ojos, voz suave y musical; sí, el héroe de sus sueños se hallaba ante ella. No podía haber sido más idéntico a su ideal de haberlo hecho a medida.
—Gracias —dijo, confundida.
—Será mejor que corramos hasta ese pequeño pabellón —sugirió el desconocido—. Podremos esperar allí hasta que amaine la tormenta. No es probable que continúe lloviendo así mucho tiempo más.
Las palabras eran comunes, pero ¡el tono! ¡Y la sonrisa que las acompañó! Ana sintió que su corazón latía de un modo extraño.
Se dirigieron juntos hasta el pabellón y se sentaron al amparo de su techo acogedor. Ana empuñó su paraguas mientras reía.
—Cuando mi paraguas se dio la vuelta me convencí de que hay una especie de depravación en las cosas inanimadas —dijo alegremente.
Las gotas de lluvia brillaban como estrellas entre sus cabellos y sus despeinados rizos caían sobre su rostro y su cuello. Ardían sus mejillas y sus grandes ojos resplandecían. Su compañero la observó con admiración. Ante su mirada, Ana sintió que se ruborizaba. ¿Quién sería? En la solapa llevaba el distintivo blanco y rojo de Redmond. Ella creía conocer, aunque fuera sólo de vista, a todos los estudiantes, salvo los «novatos», y su compañero con toda seguridad no lo era.
—Veo que somos condiscípulos —dijo él, observando con una sonrisa el distintivo de Ana—. Eso basta para presentarnos. Mi nombre es Royal Gardner. Y usted es la señorita Shirley, que leyó el ensayo sobre Tennyson la otra tarde en «Los Amigos del Saber», ¿no es cierto?
—Sí; pero a usted no puedo situarlo —dijo Ana—. Por favor, ¿adonde pertenece usted?
—Me siento como si aún no perteneciera a ninguna parte. Hace un par de años aprobé dos cursos en Redmond. Después estuve en Europa, de donde he regresado para terminar el curso.
—Éste es también mi tercer año aquí.
—De modo que no sólo somos condiscípulos, sino también compañeros de curso. Esto me reconcilia con los años que perdí —comentó su compañero, expresando todo un mundo de cosas con la mirada de sus magníficos ojos.
Durante casi una hora más continuó lloviendo con la misma intensidad. Pero el tiempo pasó volando. Cuando las nubes se abrieron para dar paso a un pálido rayo de sol de noviembre que iluminó tenuemente el puerto y los pinos, Ana y su compañero partieron rumbo a «La Casa de Patty». Al llegar al pórtico, Roy pidió permiso para visitarla, y le fue concedido. Ana entró con las mejillas llameantes y el corazón latiéndole con fuerza. Rusty trepó a su regazo y trató de besarla, pero sólo halló una acogida un tanto fría. Ana, con el alma llena de románticos estremecimientos, no tenía tiempo que perder con mininos desorejados.
Esa noche llegó a «La Casa de Patty» un mensajero que traía una caja para la señorita Shirley. Contenía una docena de magníficas rosas, y Phil, después de curiosear con impertinencia, cogió la tarjeta que las acompañaba y leyó la poética nota y la firma.
—¡Royal Gardner! —exclamó—. ¡Vaya, Ana, no sabía que lo conocieras!
—Lo conocí esta tarde en el parque en medio de la lluvia —respondió la joven apresuradamente—. Mi paraguas se dio la vuelta y él me cobijó bajo el suyo.
—¡Ah!, ¿y ese incidente tan vulgar justifica el envío de una docena de rosas de larguísimo tallo con una nota romántica? ¿Y es razón para que te ruborices cual candida doncella al leer la nota? Ana, el rostro traiciona nuestros más íntimos pensamientos.
—No digas tonterías, Phil. ¿Conoces al señor Gardner?
—Conozco a sus dos hermanos, y tengo referencias de él, como cualquier persona que pertenezca a la sociedad de Kingsport. Los Gardner figuran entre la gente más rica y distinguida. Roy es adorablemente guapo e inteligente. Hace dos años su madre se puso enferma y él tuvo que dejar los estudios para acompañarla al extranjero; su padre murió hace tiempo. Tiene que haber lamentado mucho abandonar la universidad, pero dicen que se portó magníficamente. ¡Ay, ay, ay!, Ana... Huelo romance. Hasta yo te envidio, aunque no demasiado. Después de todo, Roy Gardner no es Jonas.
—¡Tonta! —exclamó Ana altivamente. Pero aquella noche permaneció despierta durante largas horas. Su fantasía danzaba por el maravilloso país de la ilusión. ¿Había llegado por fin el Príncipe Encantado? Al recordar los soñadores ojos oscuros que tan profundamente se miraran en los suyos, Ana se sentía inclinada a creer que sí.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora