El idilio de la señora Skinner

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Ana descendió del tren en la estación de Valley Road y echó una mirada en derredor para ver si alguien había ido a esperarla. Debía de hospedarse con cierta señorita Janet Sweet, pero no vio a nadie que respondiera a la idea que se había hecho de tal dama, descrita en la carta que le enviara Esther. La única persona a la vista era una anciana sentada en un carricoche en el que se amontonaban los sacos de correspondencia. Aun siendo muy complaciente, nadie hubiera dicho que su peso llegaba sólo a los noventa kilos; su cara era roja y redonda como la luna llena y casi con la misma ausencia de rasgos. Llevaba un ceñido vestido negro de cachemira, de moda diez años atrás, un pequeño sombrero de paja negra bordado de encaje amarillo y mitones de descolorido encaje negro.
—¡Eh, usted! —gritó mientras agitaba su látigo en dirección a Ana—. ¿Es la nueva maestra de la escuela de Valley Road?
—Sí.
—Bueno, ya me parecía. Valley Road se distingue por sus bonitas maestras, así como Millersville por las feas. Janet Sweet me preguntó esta mañana si la podría llevar. Yo le dije: «Seguro, si no le disgusta que la sacuda. Este coche es algo pequeño y yo soy más gorda que Thomas». Espere un poco, señorita, hasta que amontone estas sacas y la ponga a usted donde pueda. No hay más que tres kilómetros hasta casa de Janet. El sirviente de un vecino vendrá esta noche a por su baúl. Mi nombre es Skinner, Amelia Skinner.
—Ana fue «metida donde se pudo», sin que dejara de reírse interiormente durante el proceso.
—¡Hala, yegua negra! —ordenó la señora Skinner tomando las riendas con sus gordas manos. Éste es mi primer viaje de reparto de correspondencia. Thomas quería ocuparse de sus nabos y me pidió que lo reemplazara. De modo que me senté aquí y salí disparada. Me gusta, pero es aburrido. La mitad del tiempo lo paso sentada pensando y la otra mitad sentada, solamente. ¡Vamos, yegua, que quiero llegar pronto! Thomas está muy solo, ¿sabe usted? No hace más que un mes que nos casamos.
—¡Oh! —dijo Ana.
—Exactamente un mes. Thomas me hizo la corte durante mucho tiempo, sin embargo. Es bastante romántico.
Ana trató de imaginar a la señora Skinner en una situación romántica.
—¡Oh! —repitió.
—Sí. Verá usted; había otro hombre que me perseguía. ¡Hala, yegua! Yo era viuda hacía tanto tiempo que los del pueblo habían abandonado la idea de casarse conmigo. Pero cuando mi hijita, que es maestra como usted, se fue a enseñar al oeste, me sentí muy sola y ya no me asustó la idea de casarme. Y empezaron a visitarme Thomas y también William Obadiah Seaman, que así se llamaba. Me costó mucho decidirme y ellos no hacían más que venir a verme, y yo me preocupaba. ¿Sabe usted?, W. O. era rico, tenía una buena casa y vivía bien. Era el mejor partido. ¡Hala, yegua!
—¿Y por qué no se casó con él?
—Bueno, ¿sabe usted? Él no me quería —contestó con solemnidad la señora Skinner.
Ana miró a su interlocutora con grandes ojos. Pero no había ni una chispa de humor en su rostro. Evidentemente, la dama no encontraba nada divertido en sus peripecias.
—Era viudo desde hacía tres años y mi hermana trabajaba en su casa como ama de llaves. Cuando ella se casó él buscó a alguien que la reemplazara. Le aseguro que valía la pena: tiene una buena casa. ¡Hala, yegua! En cuanto a Thomas, era pobre y lo único bueno que se podía decir de su casa es que no tenía goteras, aunque es bastante pintoresca (así se dice, ¿no?). Pero, ¿sabe usted?, yo amaba a Thomas y no me importaba un comino W. O., de manera que lo discutí conmigo misma. «Sarah Crowe —me dije (mi primer marido se llamaba Crowe)—, te puedes casar con un rico, si quieres, pero no serás feliz. La gente no se puede llevar bien en este mundo sin un poco de amor. De modo que te casas con Thomas, que te quiere y a quien tú quieres y se acabó.» ¡Hala, yegua! De manera que le dije a Thomas que sí. Durante todo el tiempo que duraron los preparativos para la boda no me atrevía a pasar cerca de la casa de W. O. por temor de que la vista de su casa me volviera loca otra vez. Pero ahora ni siquiera pienso en ella y soy feliz con Thomas. ¡Hala, yegua!
—¿Y cómo lo tomó William Obadiah?
—¡Oh, se enfurruñó un poco! Pero ahora va a Millersville a visitar a una vieja flaca y sospecho que ella lo aceptará pronto. Será mejor esposa que la primera. W. O. nunca se quiso casar con aquélla. Le pidió que se casara con él porque su padre se lo ordenó, pero esperaba que le dijera «no». Y fíjese que le dijo «sí». ¡Hala, yegua! Era muy buena ama de casa, pero muy tacaña. Llevó el mismo sombrero durante dieciocho años. Entonces se compró otro y cuando W. O. se tropezó con ella en el camino, no la reconoció. ¡Hala, yegua! Creo que me escapé por los pelos. Si me hubiera casado con él hubiese sido desgraciada, como mi pobre prima Jane Ann. Jane Ann se casó con un rico que no le gustaba mucho y ahora lleva una vida de perros. Vino a verme la semana pasada y me dijo: «Sarah Skinner, te envidio. Prefiero vivir en una cabana junto al camino con un hombre que me gusta a estar en una gran casa con el que tengo». El marido de Jane Ann no es malo, no, pero le gusta tanto llevar la contraria, que se pone el abrigo de piel cuando el termómetro señala 40 grados y la única forma de conseguir algo de él es decirle que haga lo contrario. Pero no hay amor entre ellos para suavizar las cosas y ésa es una mala manera de vivir. ¡Hala, yegua! Allí está la casa de Janet, en la hondonada. Ella la llama «Junto al Camino». ¿No es pintoresca? Creo que estará contenta de salir de aquí y quitarse todas esas sacas de encima.
—Sí, pero me ha gustado mucho el paseo —dijo Ana con sinceridad.
—¡Qué me dice! —respondió la señora Skinner, sintiéndose lisonjeada—. Espere a que Thomas lo sepa. Se alegra mucho cuando me hacen un cumplido. ¡Hala, yegua! Bueno, aquí estamos. Espero que le vaya bien en la escuela, señorita. Hay un atajo para llegar allí, a través del pantano, detrás de lo de Janet, pero tiene que tener mucho cuidado. Si pone el pie en el barro negro, se la tragará y no se sabrá más de usted hasta el día del juicio, como le pasó a la vaca de Adam Palmer. ¡Arre, yegua!

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora