Un atardecer de junio

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Me pregunto cómo se viviría en un mundo donde siempre fuera junio —dijo Ana, que volvía de la fragante huerta envuelta en el crepúsculo, mientras se detenía junto a Marilla y la señora Lynde, que se hallaba comentando el funeral de la señora Coates, al que habían asistido ese día. Dora, sentada entre ellas, estudiaba concienzudamente sus lecciones, pero Davy se había echado en el césped y aparentaba gran tristeza y depresión.
–Te cansarías de ese mundo —respondió Marilla.
—Quizá, pero creo que tardaría mucho en aburrirme si todo fuera tan encantador como hoy. ¡Todo respira amor en junio! Davy, ¿por qué ese melancólico rostro de noviembre en esta época de flores?
—Simplemente porque estoy cansado de vivir —fue la pesimista respuesta.
—¿A los diez años? ¡Vaya, qué pena!
—No bromeo —dijo Davy con dignidad—. Estoy des... deprimido —soltó la palabra con un gran esfuerzo.
–¿Cómo y por qué? —preguntó Ana sentándose a su lado.
—Porque la nueva maestra que vino a reemplazar al señor Holmes, que está enfermo, me dio como deber para el lunes diez sumas. Tendré que pasarme todo el día de mañana haciéndolas. No es divertido trabajar en sábado. Milty Boulter dijo que él no las hará, pero Marilla dice que yo debo hacerlas. La señorita Carson no me gusta nada.
—No hables así de tu maestra, Davy Keith —dijo la señora Rachel con severidad—. La señorita Carson es una joven muy agradable. No se llena la cabeza con tonterías.
—Eso no parece divertido —rió Ana—. Me gusta la gente que tiene un poquito de tontería encima. Pero me inclino a pensar de la señorita Carson mejor que tú, Davy; la vi anoche durante la oración y tiene un par de ojos que no siempre son sensatos. ¡Vamos, Davy, levanta el espíritu! «Mañana será otro día», y yo te ayudaré a hacer las sumas. No oscurezcas este brillante crepúsculo con meditaciones sobre la aritmética.
—¡Bueno, ahora sí! —dijo Davy alegremente—. Si tú me ayudas en las sumas tendré tiempo para ir a pescar con Milty. ¡Qué lástima que el funeral de la tía Atossa haya sido hoy en vez de mañana! Me hubiera gustado ir, porque Milty dijo que su mamá aseguraba que la tía Atossa se sentaría en el ataúd a decir cosas desagradables a quienes se acercaran a verla. Pero Marilla dice que no fue así.
—La pobre Atossa yacía en paz en su ataúd —dijo la señora Lynde solemnemente—. Nunca la vi con apariencia tan placentera, te lo aseguro. ¡Bueno, no se han derramado muchas lágrimas por su partida, pobre alma! Las de Elisha Wright eran de alivio por verse libre de ella; y no puedo decir que se lo reprocho.
—¡Me parece horrible irse de este mundo sin dejar una persona que lo sienta! —exclamó Ana estremeciéndose.
—Sólo sus padres quisieron a la pobre Atossa, eso es muy cierto; y ni siquiera su marido. Fue su cuarta esposa. Él tenía la manía del casamiento. Vivió pocos años después de unirse a ella. El médico dijo que murió de dispepsia, pero yo creo que lo envenenó la lengua de Atossa, te lo aseguro. Pobre alma, sabía los chismes de todos los vecinos, pero nunca se conoció a sí misma. Bueno, ahora ya se ha ido. Supongo que el próximo acontecimiento será la boda de Diana.
—¡Me parece tan gracioso y horrible imaginarme a Diana casada! —suspiró Ana abrazándose las rodillas y mirando la luz de la ventana de su amiga, que brillaba a lo lejos, a través del Bosque Embrujado.
—Yo no veo qué tiene de horrible —aseveró la señora Lynde con énfasis—. Fred Wright tiene una buena granja y es un joven modelo.
—Con toda seguridad que no es el hombre salvaje, arrollador y malvado con el que Diana quería casarse —sonrió Ana—. Fred es extremadamente bueno.
—Es justamente lo que debe ser. ¿Te gustaría que Diana se casara con un hombre malvado? ¿Te casarías tú?
—¡Oh, no! No me uniría a ningún hombre malvado, pero me gustaría que pudiera serlo y no lo fuera. Fred es irremisiblemente bueno.
—Espero que algún día tengas más sentido común —dijo Marilla.
Marilla habló con un dejo de amargura. Se sentía profundamente desilusionada. Sabía que Ana había rechazado a Gilbert Blythe. Todo Avonlea murmuraba al respecto; cómo había trascendido era un misterio. Quizá Charlie lo habría supuesto y comentado luego como un hecho cierto; quizá Diana se lo confiara a Fred y éste no hubiera guardado el secreto. De cualquier modo, se sabía. La señora Blythe ya no preguntaba a Ana ni en público ni en privado si tenía noticias de su hijo y la saludaba fríamente cuando pasaba junto a ella. Ana, que siempre había querido a la alegre y juvenil señora Blythe, sufría en secreto por esta actitud. Marilla no decía nada, pero la señora Lynde le lanzó varias indirectas al respecto hasta que supo por la madre de Moody Spurgeon MacPherson nuevos chismes sobre el otro pretendiente que Ana tenía en la escuela, y que éste era rico, educado y bueno. Después de esto, la señora Rachel contuvo su lengua, aunque en lo más profundo de su corazón continuó lamentando que Ana no hubiera aceptado a Gilbert. La riqueza está muy bien, pero ni siquiera el alma práctica de la señora Lynde la consideraba esencial. Si a Ana le gustaba el Guapo Desconocido más que Gilbert, no había nada que decir, pero la señora Lynde temía que Ana cometiera el error de casarse por dinero. Marilla conocía demasiado bien a Ana para creerlo, pero sentía que las cosas no marchaban de acuerdo con su orden, y esto la entristecía.
—Lo que deba ser será —se dijo Rachel tétricamente—, pero a veces sucede lo que no debe suceder. Y no puedo librarme del temor de que en el caso de Ana ocurra esto último, a menos que intervenga la Divina Providencia.
La señora Lynde suspiró, pues temía que la Providencia no tomara cartas en el asunto, y ella por su parte no se atrevía a hacerlo
Ana paseaba por la Burbuja de la Dríada y fue a dar al pie del abedul blanco donde ella y Gilbert se habían sentado a conversar tantas veces en veranos pasados. Al terminar el período escolar el joven había vuelto a su puesto en el periódico y Avonlea parecía muy triste sin él. Nunca le escribió y Ana echaba mucho de menos sus cartas. Roy, en cambio, lo hacía dos veces por semana y sus misivas exquisitamente románticas eran dignas de una antología. Al leerlas, Ana lo amaba más que nunca, pero su corazón jamás palpitó tanto como cuando por fin un día la señora Sloane le alcanzó un sobre en el que reconoció la escritura de Gilbert Blythe. La muchacha corrió a «Tejas Verdes», se refugió en su cuarto y lo abrió ansiosamente... para encontrarse con un folleto ilustrativo de cierta actividad estudiantil. Eso era todo. Ana arrojó el inocente prospecto y se sentó a escribir una carta especialmente cariñosa para Roy.
En cinco días más Diana estaría casada. «La Cuesta del Huerto» era un remolino de confituras, bebidas y guisos, pues iba a festejarse una boda de las que harían época. Ana, por supuesto, iba a ser la dama de honor, tal como habían convenido cuando Diana y ella tenían 12 años de edad; y Gilbert venía de Kingsport a cumplir sus obligaciones de padrino. Ana disfrutaba inmensamente de la excitación de todos estos preparativos, pero en el fondo de su corazón sentía un ligero dolorcillo. En cierto sentido, perdía a su querida y vieja compañera. La nueva casa de Diana estaría a tres kilómetros de «Tejas Verdes» y la antigua amistad que las unía ya no volvería a ser la misma. Ana miró la luz de la ventana de Diana y pensó en cuánto había significado para ella durante los años pasados. Ya no volvería a brillar en los crepúsculos de estío. Dos enormes lágrimas se desprendieron de sus ojos grises.
—¡Oh! —suspiró—, ¿por qué la gente tiene que crecer... y casarse... y cambiar?

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora