Lo que no pudo ser

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—¡Pensar que dentro de una semana estaré en Avonlea! ¡Oh, delicioso pensamiento! — exclamó Ana inclinada sobre la caja donde estaba guardando las colchas de la señora Lynde—. Pero pensar que dentro de una semana dejaré para siempre «La Casa de Patty», ¡horrible pensamiento!
—Me gustaría saber si nuestra risa hallará eco en los sueños de solteronas de la señorita Patty y su sobrina —exclamó Phil.
La señorita Patty y la señorita María regresaban a casa después de haber recorrido la mayor parte del mundo conocido.
«Estaremos en casa la segunda semana de mayo —escribía la primera—. Supongo que "La Casa de Patty" nos parecerá pequeña después del Salón de los Reyes, en Karnak, pero nunca me gustó vivir en lugares demasiado grandes. Me encantará verme de nuevo en casa. Cuando se empieza a viajar a edad avanzada, se corre el riesgo de excederse porque se sabe que no queda mucho tiempo para ello. Mucho me temo que María ya no vuelva a estar satisfecha.»
—Dejaré aquí mis sueños y fantasías para que alegren a las nuevas ocupantes —dijo Ana recorriendo con la vista su hermoso cuarto azul, donde había pasado tres años felices. Arrodillada para rezar junto a la ventana, se inclinaba ahora hacia ella para contemplar el crepúsculo tras los pinos. Se preguntaba si los viejos sueños podían encantar una habitación; si cuando uno deja para siempre el cuarto donde ha sufrido, disfrutado, reído y llorado no queda algo invisible e intangible que permanece allí eternamente como un pedazo de la propia alma.
—Yo creo —opinó Phil —que el cuarto donde se ha soñado, donde uno se ha sentido triste o contento, donde se ha vivido, se convierte en algo inseparable de nosotros mismos y adquiere algo de la propia personalidad. Estoy segura de que si entrara en esta habitación dentro de cincuenta años, oiría una vocecilla que me diría: «Ana, Ana». ¡Qué bien lo hemos pasado aquí! ¡Cuántas bromas y qué camaradería! En junio me casaré con Jo y sé que me encontraré trasportada al séptimo cielo, pero en este momento desearía que la vida de Redmond no terminara jamás.
—Yo también soy tan irresponsable en este instante como para desearlo —admitió Ana—. Así nos aguarden en el futuro las alegrías más profundas, nunca podrán compararse con la vida deliciosa e irreflexiva que hemos llevado aquí. Esto ha concluido para siempre.
—¿Qué piensas hacer con Rusty? —preguntó Phil al ver entrar en el cuarto al privilegiado minino.
—Yo me lo llevaré a casa junto con Sarah y Joseph —anunció la tía Jamesina al aparecer detrás de Rusty—. Sería una pena separarlos ahora que han aprendido a vivir juntos, algo tan difícil, tanto para los gatos como para los hombres.
—Me da mucha pena separarme de Rusty —dijo Ana, contrita—, pero sería inútil que lo llevara a «Tejas Verdes». Marilla odia los gatos, sin contar con que Davy acabaría con él. Además, creo que no me quedaré en casa mucho tiempo. Me han ofrecido la dirección de la Escuela Secundaria de Summerside.
—¿Vas a aceptar? —preguntó Phil.
—Todavía... todavía no me he decidido —respondió Ana sonrojándose.
Phil asintió comprensivamente. Ana no podía hacer planes hasta que Roy hablara. No cabía duda alguna de que lo haría pronto. Y tampoco la había de que Ana le daría el sí. La misma Ana consideraba el estado de cosas con complacencia. Estaba profundamente enamorada de Roy. El amor no era exactamente como ella lo imaginara, pero, se preguntaba Ana, ¿habría algún sentimiento que alcanzara la perfección de lo imaginado? Se había repetido la desilusión que sintiera cuando niña a la vista de un diamante, al encontrarse con el frío brillo en lugar del glorioso esplendor que anticipara. «Ésta no es mi idea del diamante», había dicho. Pero Roy era encantador y serían muy felices juntos a pesar de ese algo indefinido que había desaparecido de su vida.
Cuando Roy llegó aquella noche y la invitó a dar un paseo por el parque, todos en «La Casa de Patty» supieron qué iba a decir, y todos sabían o creían saber qué respondería Ana.
—Ana es una joven muy afortunada —opinó la tía Jamesina.
—Me parece —dijo Stella encogiéndose de hombros— que Roy es un buen chico y todo lo demás. Pero no tiene nada adentro.
—Eso suena a opinión de celosa, Stella Maynard —le reprochó tía Jamesina.
—Sí, suena... pero yo no estoy celosa —dijo Stella con calma—. Quiero a Ana y Roy me gusta. Todos opinan que ella hace una buena boda y hasta a la señora Gardner le parece encantadora. Todo se presenta como caído del cielo, pero yo tengo mis dudas. Acuérdese de lo que le digo, tía Jamesina.
Roy pidió a Ana en matrimonio en el mismo pabellón donde conversaran la tarde lluviosa del primer encuentro. A la joven le pareció muy romántico que eligiera ese lugar. Su proposición fue tan perfectamente expresada, como si hubiera sido copiada del «Manual sobre el noviazgo y el matrimonio», tal como lo hiciera uno de los pretendientes de Ruby Gillis. Y también era sincera. No cabía duda de que Roy sentía sus palabras. Ninguna nota falsa echó a perder la sinfonía. Ana pensó que debía sentirse estremecida de pies a cabeza. Pero no era así: sentía una frialdad aterradora. Cuando Roy hizo una pausa aguardando su respuesta, abrió los labios para dejar escapar el fatal «sí».
Y entonces comenzó a sentirse como si retrocediera ante un profundo precipicio. En un instante supo, con la rapidez de un relámpago, lo que no había sabido en muchos años. Retiró su mano de entre las de Roy.
—Oh, no puedo casarme contigo... ¡no puedo... no puedo! —exclamó desatinadamente.
Roy se puso pálido... y también algo tonto. Estaba muy seguro de sí mismo...
—¿Qué quieres decir? —tartamudeó.
—Que no puedo casarme contigo —repitió Ana con desesperación—. Creí que podría... pero no puedo.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Roy con algo más de calma.
—Porque... no te quiero lo suficiente. Roy enrojeció repentinamente.
—¿De modo que te has estado divirtiendo conmigo durante estos dos años?
—No... no... —dijo la pobre Ana. ¿Cómo podría explicárselo? No podía hacerlo. Hay cosas imposibles de explicar—. Creí que podría casarme contigo... Sinceramente... pero ahora veo que no es así.
—Has destrozado mi vida —exclamó Roy amargamente.
—Perdóname —rogó Ana miserablemente con las mejillas ardiendo y los ojos llenos de tormento.
Roy se apartó y permaneció mirando al mar durante unos minutos.
—¿No me das alguna esperanza? Ana sacudió la cabeza en silencio.
—Entonces... adiós. No puedo comprenderlo... No puedo creer que no seas la mujer que yo había creído que eras. Pero los reproches son inútiles entre nosotros. Te amaré eternamente. Te doy las gracias por haberme brindado al menos tu amistad. Adiós, Ana.
—Adiós —susurró la joven. Cuando Roy se hubo ido permaneció largo rato en el pabellón, observando cómo la niebla envolvía lentamente el puerto.
Se sentía llena de humillación y de vergüenza; sabía que lo que había hecho no tenía perdón, pero en el fondo sentía la extraña sensación de que había recobrado su libertad.
Se deslizó dentro de «La Casa de Patty» en medio de la oscuridad y escapó a su cuarto. Pero halló a Phil aguardándola junto a la ventana.
—Espera —dijo sonrojándose anticipadamente—. Espera a que oigas lo que voy a decirte, Phil: Roy me pidió que me casara con él y lo rechacé.
—¿Tú... tú lo has rechazado? —exclamó Phil palideciendo.
—Sí.
—Ana Shirley, ¿estás en tu sano juicio?
—Supongo que sí. ¡Oh, Phil, no me regañes! Tú no comprendes ...
—Ya lo creo que no. Has estado alentando a Roy de mil maneras durante dos años... y ahora me dices que lo has rechazado. Entonces has estado coqueteando con él de un modo escandaloso. ¡Oh, Ana, no puedo creer eso de ti!
—No lo he hecho. Creí honestamente que lo quería hasta el último momento... y entonces... bueno, simplemente supe que nunca podría casarme con él.
—Supongo —exclamó Phil cruelmente— que querías casarte por su dinero, y al final tu yo bueno despertó y te lo impidió.
—No es cierto. Nunca me importó su dinero. ¡Oh!, no puedo explicarte más de lo que yo misma sé.
—Ana, tu proceder es para avergonzarse. Roy es guapo, inteligente, rico, bueno; ¿qué más quieres?
—Quiero alguien que sea parte de mi vida. Él no lo es. Al principio me marearon su aspecto y sus palabras llenas de romanticismo, y luego me dije que tenía que estar enamorada, ya que él representaba mi ideal.
—Si yo soy mala por no saber lo que quiero, tú eres peor.
—Yo sé lo que quiero. El problema está en que varía, y entonces tengo que empezar a comprenderlo todo otra vez.
—Bueno, creo que no se ganará nada, te diga lo que te diga.
—No hace falta, Phil. Me siento sucia. Esto lo ha echado todo a perder. Ya no volveré a pensar en mi época de Redmond sin recordar la humillación de esta tarde. Roy me desprecia... tú me desprecias... y yo misma me desprecio.
—Pobre querida —dijo Phil—. Ven aquí y deja que te consuele. No tengo derecho a reprocharte nada. Yo misma me habría casado con Alee o con Alonzo de no haber aparecido Jo. Ana, ¡qué confuso es todo en la vida real!... Nada resulta claro y preciso como en las novelas.
—Espero que nadie vuelva a pedirme en matrimonio mientras viva —gimoteó la pobre Ana, convencida de que lo quería así.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora