Paul no puede hallar a su «Gente de las Rocas»

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La vida fue muy placentera aquel verano en Avonlea, aunque Ana sentía «que le faltaba algo». Ni en sus más profundas reflexiones habría admitido jamás que ese «algo» era Gilbert. Pero, al regresar sola a su casa después de las prédicas y las reuniones de la S. F. A., mientras Diana y Fred y otras parejas paseaban por los caminos iluminados por las estrellas, sentía un extraño dolor en el corazón. Gilbert no le había escrito, y ella pensaba que debería haberlo hecho. Casualmente supo que le había enviado una carta a Diana, pero no preguntó nada; y su amiga, que suponía que ella tendría informaciones directas, no hizo ningún comentario. La madre de Gilbert, una dama franca y alegre, aunque desprovista del sentido del tacto, solía preguntarle, siempre en presencia de mucha gente, si había tenido noticias de Gilbert últimamente. La pobre Ana sólo acertaba a ruborizarse horriblemente y a contestar «no muy recientemente», frase que todos tomaban como una simple escapatoria.
Aparte de todo esto, Ana disfrutó de sus vacaciones. Priscilla le hizo una visita en junio y más tarde llegaron el señor y la señora Irving, Paul y Charlotta IV, a pasar en su casa julio y agosto.
«La Morada del Eco» fue nuevamente escenario de alegría y felicidad y los ecos volvieron a resucitar las risas que repicaban bajo los abetos del viejo jardín.
La señorita Lavendar no había cambiado; estaba solamente más dulce y hermosa. Paul la adoraba, y el compañerismo que los unía era algo delicioso de contemplar.
-Pero yo no la llamo «mamá» a secas -le explicó el niño a Ana-. Ese nombre pertenece sólo a mi madre y no puedo dárselo a nadie más. Pero la llamo «mamá Lavendar» y es la persona que más quiero después de papá. Casi... casi la quiero un poquito más que a usted, señorita.
-Así es como debe ser -respondió Ana.
Paul tenía ya trece años y era alto para su edad. Su rostro y sus ojos eran tan hermosos como siempre, y su fantasía seguía siendo como un prisma que convertía en rayos multicolores lo que se reflejaba en él. Ana y el niño disfrutaban de hermosos paseos por los bosques, los campos y la playa. Nunca hubo dos «almas gemelas» como ellos.
Charlotta IV había madurado. Peinaba su cabello en un enorme moño y ya no lucía las cintas azules de otro tiempo, pero su rostro se conservaba pecoso, su nariz chata y su boca y su sonrisa eran tan amplias como siempre.
-¿No le parece que hablo con acento yanqui, señorita Shirley? ¿No es cierto, señora? - preguntó ansiosamente.
-No lo he notado, Charlotta.
-Me alegro. En casa dicen que sí, pero creo que es sólo por ofenderme. No quiero tener acento yanqui. No es que tenga nada contra ellos, señorita Shirley, señora; son realmente civilizados. Pero a mí, que me den la isla del Príncipe Eduardo.
Paul pasó los primeros quince días en casa de su abuela. Ana estaba allí esperándolo cuando llegó y advirtió que estaba ansioso por ir a la playa, en la que estarían Nora, la Dama Dorada y los Mellizos Marineros. Apenas pudo dominar su impaciencia mientras comía. ¿Podría ver el travieso rostro de Nora mirándole desde el otro lado del cabo mientras esperaba ansiosamente su llegada? Pero fue un Paul triste el que vio regresar de la playa a la hora del crepúsculo.
-¿No hallaste tu Gente de las Rocas, Paul? -preguntó Ana. Paul sacudió tristemente sus rizos castaños.
-Los Mellizos Marineros y la Dama Dorada no aparecieron. Nora estaba... pero ya no es la misma, señorita. Ha cambiado.
-¡Oh, Paul! Eres tú el que ha cambiado. Ya estás muy crecido para la Gente de las Rocas. Ellos sólo quieren jugar con niños. Mucho me temo que los Mellizos Marineros ya no vendrán a buscarte en su bote encantado con velas de luz de luna. Y la Dama Dorada no tocará más para ti en su arpa de oro. La mis ma Nora no se te aparecerá mucho tiempo más. Debes pagar tu tributo por crecer, Paul. Debes abandonar el país de las hadas.
-Dicen ustedes más tonterías que de costumbre -exclamó la señora Irving, mitad indulgente, mitad severa.
-¡Oh, no! -dijo Ana sacudiendo la cabeza-. Lo que pasa es que nos estamos volviendo muy sensatos; y es una pena. No somos ni la mitad de interesantes en cuanto aprendemos que el lenguaje nos ha sido dado para esconder nuestros pensamientos.
-Pero es que no es así; sirve para que los expresemos -dijo la señora Irving con seriedad. Nunca había leído a Talleyrand y no entendía de epigramas.
Ana pasó quince apacibles días en «La Morada del Eco»; eso había contribuido en cierto modo a la solución del problema personal Ludovic Speed y Theodora Dix. También había estado allí un viejo amigo de los Irving, Arnold Sherman, cuya presencia había hecho aún más agradable la estancia.
-¡Qué bien lo he pasado! -dijo Ana a la señorita Lavendar-. Me siento nueva. Dentro de quince días estaré en Kingsport, y Kingsport significa Redmond y «La Casa de Patty». Tendría que verla; es el lugar más adorable de la tierra. Me siento como si tuviera dos hogares: «Tejas Verdes» y «La Casa de Patty». Pero ¿qué se ha hecho del verano? Parece que fue ayer cuando llegué a casa con los brazos llenos de flores. Cuando era pequeña el verano se me hacía interminable; ahora «es como un suspiro, como una fábula».
-Ana, ¿sigues siendo tan amiga de Gilbert Blythe como antes?
-Más que nunca, señorita Lavendar. Ésta sacudió la cabeza.
-Noto que algo anda mal, Ana, y voy a ser impertinente: ¿Os habéis peleado?
-No; lo que pasa es que Gilbert quiere algo más que mi amistad, y yo no puedo dárselo.
-¿Estás segura?
-Completamente.
-Pues lo siento muchísimo.
-Me pregunto por qué todo el mundo parece creer que debo casarme con Gilbert Blythe -exclamó la joven con petulancia.
-Pues porque estáis hechos el uno para el otro, Ana. Por eso. No sacudas la cabeza. Es la verdad.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora