Los quince días que Ana pasó en Bolingbroke fueron muy agradables, descontadas las vagas puntadas de insatisfacción que llegaban junto con el recuerdo de Gilbert. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en él. «Monte Sagrado», la hermosa propiedad de los Gordon, era muy alegre, siempre llena de amigos de Phil. Todo fue una sucesión de paseos, bailes y excursiones con Phil a la cabeza. Alee y Alonzo estaban siempre tan cercanos, que Ana se preguntaba si no tendrían otra ocupación en la vida que escoltar a Phil. Ambos eran educados y amables, y Ana no podía decidir cuál era mejor.
—Y yo que confiaba en ti para decidir con quién me casaría —protestaba Phil.
—Tienes que decidirlo tú misma. Eres una experta para determinar con quién deben casarse los demás —respondió Ana, algo sarcástica.
—¡Oh, eso es muy diferente!...
El acontecimiento más hermoso fue la visita a su casa natal, aquel pequeño lugarcito de paredes amarillas, sobre una calle lateral, con el que tantas veces soñara. Cuando llegó, en compañía de Phil, la contempló con ojos encantados.
—Es casi idéntico a lo que yo imaginaba —dijo—. No hay madreselvas en las ventanas, pero tiene un árbol de lilas frente al pórtico y cortinas de muselina. ¡Cuánto me alegro de que esté todavía pintada de amarillo!
Una señora alta y delgada abrió la puerta:
—Sí, los Shirley vivieron aquí hace unos veinte años —respondió a la pregunta de Ana—. Tenían alquilada la casa. Los recuerdo bien. Murieron ambos de fiebres malignas. Fue muy triste. Dejaron una niña que supongo que habrá muerto hace tiempo; estaba muy delicada. El viejo Thomas y su mujer se hicieron cargo de ella... como si no hubiera tenido bastante con sus hijos.
—La niña no murió —dijo Ana, sonriendo—. Soy yo.
—¡No me diga! ¡Vaya, cómo ha crecido! —exclamó la mujer como si la sorprendiera el hecho de que Ana no fuera todavía una criatura—. Deje que la mire: ahora noto el parecido. Es idéntica a su padre. También era pelirrojo. Pero en los ojos y la boca se parece a su madre. Era muy guapa. Mi hija fue alumna suya y la adoraba. Los enterraron en la misma tumba y el Consejo Escolar levantó un monumento a su memoria por los servicios prestados. ¿Quieren pasar?
—¿Me permitiría ver la casa? —preguntó Ana con ansiedad.
—Sí, desde luego, si usted lo desea. No le llevará mucho tiempo; no hay mucho que ver. Trato de convencer a mi marido para que me haga una cocina nueva, pero él no se mueve. Ahí está la sala y arriba hay dos habitaciones. Usted nació en el cuarto del este, y yo fui a verla entonces. Recuerdo que a su madre le gustaba ver el amanecer y he oído decir que usted nació precisamente cuando amanecía, y que lo primero que vio su madre fue un rayo de sol sobre su cara.
Ana subió por la estrecha escalera y entró en la habitación con el corazón palpitante. Se sentía como si estuviera en un templo. Allí había soñado su madre en las dulces horas de la espera maternal; allí las había iluminado a ambas el rojizo sol del amanecer en el sagrado instante de su nacimiento; allí había muerto su madre. Ana miró reverentemente a su alrededor con los ojos llenos de lágrimas. Aquél fue para ella uno de los momentos sagrados de su existencia y habría de quedar grabado en su memoria para siempre.
—Parece mentira... mamá era más joven de lo que yo soy ahora cuando nací.
Cuando Ana bajó la escalera, la dueña de la casa la esperaba en el vestíbulo. Le alargó un pequeño paquete cubierto de polvo, con una cinta de color azul desteñida.
—Es un manojo de viejas cartas que encontré en un ropero cuando llegué aquí. Nunca supe lo que dicen, no curioseé en ellas, pero están dirigidas a la señorita Berma Wills y ése era el nombre de soltera de su madre. Puede llevárselas si quiere.
—¡Oh, gracias... gracias! —exclamó Ana apretando el paquete con fuerza.
—Es todo lo que quedaba en la casa. Los muebles fueron vendidos para pagar las cuentas del médico y la señora Thomas se llevó la ropa y algunas cositas. No duraron mucho en medio de esos indios que tenía por hijos. Eran como alimañas.
—No tengo nada que perteneciera a mi madre. Nunca le agradeceré bastante que me haya dado estas cartas.
—No es nada. ¡Por Dios! Sus ojos son iguales a los de su madre. Parecía que hablaban. Su padre era más vulgar, pero muy guapo. Recuerdo que cuando se casaron, la gente decía que nunca se había visto una pareja más enamorada. ¡Pobres! No vivieron mucho, pero mientras duró fueron inmensamente felices, y eso vale mucho, me parece.
Ana deseaba llegar a su casa para leer las preciosas cartas, pero antes hizo una corta peregrinación. Fue sola hasta el rincón del cementerio de Bolingbroke donde estaban enterrados sus padres y depositó sobre su tumba un ramo de flores blancas. Luego se dirigió hacia «Monte Sagrado», se encerró en su habitación y leyó las cartas. Algunas habían sido escritas por su madre y otras por su padre. No eran muchas, doce en total, pues Walter y Berma Shirley no se habían separado con frecuencia. Las cartas tenían el color amarillento y desvaído que da el tiempo. Sus páginas no contenían pensamientos profundos ni palabras sabias, pero estaban llenas de amor y de confianza. Manaba de ellas el suave aroma de las cosas olvidadas y traían, desde muy lejos, la imagen de los dos desafortunados amantes. Bertha Shirley había poseído el don de escribir cartas que reflejaban su exquisita personalidad y las palabras y pensamientos conservaban todavía toda su belleza y su fragancia. Las cartas eran tiernas, íntimas, sagradas. Para Ana, la más dulce era la que su madre había escrito después de nacer ella, durante una corta ausencia de su padre. Estaba llena de «noticias» sobre la pequeña, narradas con orgullo maternal. Cuan inteligente era, cuan brillante, cuan dulce. En la posdata Bertha Shirley decía:
«La quiero más que nunca cuando está dormida, y más aún cuando está despierta.» Probablemente había sido la última frase que escribiera en su vida. Por aquel entonces su fin estaba ya cerca.
—Éste ha sido el día más feliz de mi vida —dijo nuestra amiga a Phil aquella noche—. He encontrado a mis padres. Esas cartas han hecho que sean reales. Ya no soy una huérfana. Me siento como si, al abrir un libro, hubiera encontrado entre sus páginas rosas del ayer. Dulces y amadas rosas del ayer.
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ANA LA DE LA ISLA
Fiksi RemajaVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...