—Quisiera estar muerta o que hoy fuera mañana —se quejó Phil.
—Si vives lo bastante, ambos deseos se cumplirán —contestó Ana, tranquila.
—Para ti es fácil estar serena. No tienes dificultades con la filosofía. Yo no, y en cuanto pienso en el examen de mañana me pongo a temblar. ¿Qué diría Jo si fracaso mañana?
—No fracasarás. ¿Cómo te ha ido en griego?
—No sé. Quizá fue un buen examen o quizá fue tan malo como para hacer que Hornero se revolviera en su tumba. He estudiado y garabateado tanto en los cuadernos que no soy capaz de formarme una opinión sobre nada. ¡Qué contenta estará la pequeña Phil en cuanto hayan terminado los exámenes!
—¿Exámenes? Nunca oí tal palabra.
—Bueno, ¿no tengo yo tanto derecho como la que más a inventar una palabra?
—Las palabras no se inventan: surgen.
—No importa. Comienzo a ver que todo se aclarará en cuanto terminen los exámenes. ¿Os dais cuenta de que casi ha terminado nuestra vida en Redmond?
—Yo no —dijo Ana tristemente—. Me parece que fue ayer cuando Pris y yo estábamos solas en aquel gentío de «novatos» en Redmond. Y ahora somos alumnas de último año al borde de los exámenes finales
—Poderosas, inteligentes y reverendas alumnas de tercero
—dijo Phil—. ¿Creéis que somos más sabias que cuando llegamos a Redmond?
—Desde luego no os portáis como si lo fuerais —dijo la tía Jamesina con severidad.
—¡Oh, tía Jimsie! ¿No hemos sido bastante buenas, en conjunto, estos tres inviernos que nos adoptó?
—Habéis sido las chicas más buenas, dulces y gentiles que jamás hayan asistido a la escuela —afirmó la tía, que no ahorraba cumplidos—. Pero sospecho que os falta mucho sentido común. Desde luego que no se podía esperar otra cosa. El sentido común lo da la experiencia; no es cosa que se puede aprender en el colegio. Habéis estado cuatro años en la Escuela Superior y yo ninguno; pero yo sé de la vida muchísimo más que vosotras, jovencitas.
Muchas cosas hay que no siguen regla. Hay un enorme montón de saber
Que nunca se adquiere en la escuela.
Hay montones de cosas que no se aprenden allí,
citó Stella.
—¿Habéis aprendido en Redmond algo aparte de lenguas muertas, geometría y cosas por el estilo? —preguntó la tía.
—¡Oh, ya lo creo que sí! —protestó Ana.
—Hemos aprendido la verdad de aquello que nos dijo el profesor Woodleight en la última reunión —expresó Phil—. Afirmó: «El humor es el más picante de los condimentos en el festín de la existencia. Ríanse de sus errores pero aprendan de ellos; alégrense en sus penas pero ganen fuerza con ellas; hagan un chiste de las dificultades, pero vénzanlas». ¿No vale nada ese saber, tía?
—Sí, vale. Cuando hayas aprendido a reírte de las cosas de las que hay que reírse y no de aquellas de las que no, tendrás sabiduría y comprensión.
—Y tú, Ana, ¿qué has sacado de tu curso en Redmond? —preguntó Priscilla.
—Creo —dijo Ana lentamente— que he aprendido a considerar cada pequena dificultad como una broma y cada gran dificultad como el adelanto de la victoria. En resumen, creo que eso es lo que me ha dado Redmond.
—Para expresar qué ha sido para mí tendré que recurrir a otra cita del profesor Woodleight — dijo Pris—. ¿Os acordáis?
Dijo en su discurso: «¡Hay tanto en el mundo para nosotros, si tenemos los ojos para verlo, el corazón para amarlo y las manos para acercárnoslo, tanto en hombres y mujeres, en arte y literatura, tanto en todas partes con que deleitarnos y de lo cual quedar agradecidos!». Creo que Redmond me enseñó eso en cierto sentido.
—En resumen, a juzgar por todo lo que decís —comenzó la tía Jamesina—, resulta que en cuatro años de escuela se puede aprender (si se tienen las dotes naturales para ello) lo que de otro modo llevaría veinte años de vida. Bueno, eso justifica la educación superior. Tenía mis dudas de que sirviera para algo.
—Pero, ¿qué ocurre si no se tienen dotes naturales?
—La gente que no tiene tales dotes nunca aprende —respondió la tía— ni en el colegio ni en la vida. Aunque lleguen a los cien años, saben tanto como al nacer. No es su culpa, sino su desgracia. Pero aquellos que tienen dotes deben dar gracias a Dios.
—¿Nos definiría esas dotes, tía Jamesina? —preguntó Phil.
—No, jovencita. Quienquiera que las tenga sabe qué son, y quien no las tenga nunca lo podrá saber. De modo que no hay necesidad de definirlas.
Volaron los atareados días y pasaron los exámenes. Ana ganó el primer premio en inglés, Priscilla en clásicos y Phil en matemáticas. Stella obtuvo calificaciones buenas en general. Y llegó por fin el día de la graduación.
—Esto es lo que yo en algún momento hubiera llamado una época en mi vida —dijo Ana, mientras sacaba de la caja las violetas de Roy y las contemplaba pensativa. Había pensado ponérselas, desde luego, pero sus ojos se detenían ahora en otra caja llena de lirios del valle tan frescos y fragantes como los que crecían en el jardín de «Tejas Verdes» cuando llegaba junio a Avonlea. Junto a las flores estaba la tarjeta de Gilbert Blythe.
Ana cavilaba sobre el porqué le habría enviado Gilbert flores en esta ocasión. Poco había sabido de él durante el último invierno. Había acudido a «La Casa de Patty» solamente un viernes por la noche desde Navidad y rara vez se habían vuelto a encontrar. Sabía que estaba estudiando mucho, con miras a los grandes premios y al premio Cooper, y que apenas participaba en las reuniones sociales de Redmond. El invierno de Ana había sido muy animado desde el punto de vista social. Había estado en contacto con los Gardner; ella y Dorothy eran íntimas amigas. Los círculos estudiantiles esperaban el anuncio de su compromiso con Roy en cualquier momento. La propia Ana lo esperaba. Y, sin embargo, al salir de «La Casa de Patty» apartó las violetas de Roy y se puso los lirios de Gilbert. No podría haber dicho por qué lo hacía. Por alguna razón, los viejos tiempos de Avonlea, los sueños y amistades de entonces, parecían muy cercanos en aquel instante en que alcanzaba sus más queridas ambiciones. Gilbert y ella habían imaginado una vez alegremente el día de su graduación. Ese día maravilloso había llegado y no había lugar en él para las violetas de Roy. Sólo las flores de su viejo amigo cabían en este momento en que se cumplían las esperanzas comunes.
Durante años había soñado con aquel día; pero cuando llegó, el único recuerdo que había de dejarle no fue el del dichoso instante en que el rector de Redmond le dio su diploma, no fue el relámpago en los ojos de Gilbert cuando vio sus flores, ni la perpleja y dolorosa mirada de Roy cuando cruzó la tarima. No fueron las felicitaciones condescendientes de Alice Gardner ni las apasionadas y sinceras de Dorothy. Fue un golpe extraño e inesperado que echó a perder aquel día ansiado y dejó un débil pero duradero sabor de amargura.
Los graduados daban esa noche su baile. Cuando Ana se vistió, dejó a un lado el collar de perlas que solía llevar y sacó de su baúl la cajita que había llegado a «Tejas Verdes» el día de Navidad. En ella había una cadenita de oro con un corazoncito de color de púrpura. En la tarjeta estaba escrito: «Con los mejores deseos de tu viejo compañero, Gilbert». Ana rió al recordar el episodio que conjuraba el corazoncito, el día fatal en que Gilbert la llamó «zanahoria» y trató en vano de hacer las paces dándole un corazón rojo de caramelo; ella le había agradecido el envío con una nota, pero nunca había llevado el dije. Esa noche se lo sujetó al cuello, con una sonrisa soñadora.
Ella y Phil fueron caminando hasta Redmond. Ana iba en silencio; Phil hablaba de muchas cosas. De pronto dijo:
—Me he enterado de que se anunciará el compromiso de Gilbert Blythe con Christine Stuart tan pronto como pasen las fiestas de graduación. ¿Sabías tú algo de eso?
—No —dijo Ana.
—Creo que es verdad.
Ana no habló. En la oscuridad sintió que le ardía la cara. Deslizó la mano hasta su cuello, cogió la cadenita y la rompió de un enérgico tirón. Las manos le temblaban y los ojos le escocían.
Fue, sin embargo, la más alegre de las asistentes y le dijo a Gilbert, sin dolor alguno, que su carnet de baile estaba completo cuando éste le pidió que bailara con él. Más tarde, mientras se quitaba el frío junto con sus compañeras, sentada frente a la chimenea de «La Casa de Patty», nadie habló más alegremente que ella de los acontecimientos.
—Moody Spurgeon MacPherson vino por aquí después que se fueron —dijo la tía Jamesina, que se había levantado para atizar el fuego—. No sabía nada del baile de graduados. Ese muchacho tendría que dormir con una de goma alrededor de la cabeza para que las orejas no se le vayan hacia delante. Yo tuve un novio que lo hacía y eso lo mejoró mucho. Se lo sugerí y siguió mi consejo, aunque nunca me lo perdonó.
—Moody Spurgeon es un chico muy serio —bostezó Priscilla—. Se preocupa por cosas más importantes que sus orejas. Va a ser pastor.
—Bueno, supongo que el Señor no se preocupa por las orejas de un hombre —dijo la tía Jamesina con seriedad, dejando de lado las críticas sobre Moody Spurgeon. Ella sentía cierto respeto por los clérigos, aun cuando sólo estuvieran en camino de serlo.
ESTÁS LEYENDO
ANA LA DE LA ISLA
Teen FictionVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...