El segundo trimestre en Redmond pasó tan rápido como el primero; en realidad, como dijera Philippa, «voló». Ana lo disfrutó por completo: la rivalidad estimulante, las nuevas y útiles amistades que se hacían o se afianzaban, los alegres acontecimientos sociales, las actividades de las distintas sociedades en las que actuaba y los nuevos horizontes e intereses. Estudió mucho, pues estaba decidida a ganar la beca Thorburn de inglés. Hacerlo significaba volver a Redmond al año siguiente sin diezmar los escasos ahorros de Marilla, cosa que estaba dispuesta a conseguir.
También Gilbert iba a la caza de una beca, pero encontraba tiempo para visitarlas con frecuencia. Era el compañero de Ana en casi todos los acontecimientos del colegio y ésta sabía que sus nombres se pronunciaban juntos con frecuencia. Ana se enfadaba, pero era inútil; no podía hacer a un lado a un viejo amigo como Gilbert, especialmente cuando se había vuelto de pronto inteligente y sagaz, cosa tan necesaria ante la peligrosa proximidad de más de un joven de Redmond, pues de muy buen grado cualquiera de estos últimos habría ocupado su lugar junto a la grácil pelirroja, cuyos ojos grises refulgían como estrellas. Ana no estaba nunca rodeada por la corte de gustosas víctimas que cercaba a Philippa; pero un desgarbado e inteligente «novato», un alegre y rollizo alumno de segundo y un alto y sabio de tercero acudían a la pensión para hablar de «ismos» y de otras cosas con Ana, en la «almohadonada» sala. A Gilbert no le gustaba ninguno y tenía buen cuidado de no cederles ventaja en aquello que pudiera significar una inesperada demostración de sus verdaderos sentimientos. Para ella había vuelto a ser el amigo de la niñez, y como tal podía ocupar su lugar frente a cualquier «recién llegado». Ana admitía que como compañero, nadie podía ser más satisfactorio que Gilbert. Estaba muy contenta (así se lo decía a sí misma) de que él hubiese abandonado esas ideas tontas. Aunque pasaba largos ratos preguntándose el porqué de su satisfacción a ese respecto.
Sólo un incidente desagradable estropeó, en cierto modo, aquel invierno. Charlie Sloane, sentado rígidamente sobre el más apreciado cojín de la señorita Ada, le preguntó una noche si estaba dispuesta a prometerle «ser algún día la señora Sloane». Por llegar inmediatamente después de la declaración por poder que le hiciera Billy Andrews, éste no fue un gran golpe para Ana; pero sí otra gran desilusión. También se sintió enfadada, pues tenía la seguridad de no haberle dado nunca el menor motivo para pensar tal cosa. Pero, como hubiera preguntado agriamente la señora Lynde, ¿qué se podía esperar de un Sloane? Todo el aspecto de Charlie era «Sloane». Le estaba confiriendo un gran honor, sin duda, al hacerle aquella pregunta. Y cuando Ana, evidentemente insensible a tal honor, le dio calabazas con toda la delicadeza y consideración que pudo (pues un Sloane posee también sentimientos que no deben ser heridos), el aire de familia lo traicionó. Charlie no aceptó la negativa como lo hubieran hecho los pretendientes imaginarios de Ana. Por el contrario, se enfadó y lo demostró; dijo un par de cosas desagradables; el genio de Ana se inflamó y le espetó un discursito cuyas frases le llegaron a lo más vivo. Charlie cogió su sombrero y se marchó con la cara ardiendo; Ana subió la escalera corriendo, pisó los cojines de la señorita Ada y se tiró sobre el lecho llorando de rabia y de humillación. ¿Había llegado a enfadarse con un Sloane? ¿Era posible que cualquier cosa que dijese Charlie la sacara de sus casillas? ¡Oh, esto era degradante, peor aún que ser rival de Nettie Blewett!
—¡Quisiera no tener que volver a ver a esa horrible criatura! —exclamó sollozando.
Pero no pudo evitarlo, aunque el enfurecido Charlie cuidó de que no fuese muy de cerca. Los cojines de la señorita Ada se vieron libres desde entonces de sus depredaciones; y cuando se encontraba con Ana en la calle o en las aulas de Redmond, su saludo era notoriamente helado. Durante el resto del año las relaciones entre los dos antiguos condiscípulos fueron secas. Luego Charlie dirigió sus afectos a una alumna de segundo, gordezuela, de nariz chata y ojos azules, y que pareció concederle todo el valor que merecía; ante esto, el muchacho perdonó a Ana y condescendió a portarse bien nuevamente, cosa que hizo con evidente aire protector, destinado a demostrarle cuánto había perdido. Cierto día Ana entró corriendo en la habitación de Priscilla.
—Lee eso —dijo alcanzándole una carta—. Es de Stella; vendrá a Redmond el año próximo; ¿qué te parece su idea? Creo que es muy buena, siempre que podamos llevarla a cabo. ¿Crees que podremos, Priscilla?
—Podré contestarte mejor en cuanto sepa de qué va —dijo Pris, dejando a un lado el griego para coger la carta de Stella. Stella Maynard había sido condiscípula suya en la Academia de la Reina y estaba desde entonces dedicada a la enseñanza.
«Pero voy a abandonarla, Ana querida —decía en su carta—, para ir a la universidad. Si curso el tercer año en la Academia puedo entrar a segundo en la universidad. Estoy cansada de enseñar en una escuela rural. Algún día escribiré un tratado sobre "Las vicisitudes de una maestra rural". Será de un terrible realismo. En general, parece que todos opinan que vivimos en un lecho de rosas y que robamos nuestro sueldo. Mi libro dirá la verdad sobre nosotras. Si pasa una semana sin que alguien me diga que estoy trabajando poco por lo que me pagan, me llevaré un alegrón. Lo único que falta es que un contribuyente me diga: "Bueno, usted gana fácilmente su sueldo; todo cuanto tiene que hacer es sentarse y oír las lecciones". Al principio discutía, pero ahora soy más inteligente. La verdad es indestructible, pero, como alguien ha dicho muy bien, algunos errores son aún más indestructibles. De modo que ahora sonrío suavemente con elocuente silencio. Tengo alumnos de todas las edades y debo enseñar un poco de todo, desde el estudio de la anatomía de los gusanos hasta el sistema solar. Mi alumno más pequeño es un niño de cuatro años (su madre lo envía al colegio para quitárselo de encima) y el mayor tiene veinte (se le ocurrió de pronto que sería mejor asistir a la escuela y educarse que seguir pegado al arado más tiempo). Es un terrible esfuerzo amontonar toda clase de estudios en seis horas por día. No sé si los niños se sienten como el pequeño que asistió al cine por vez primera ("tengo que ver lo que sigue antes de haberme dado cuenta de las cosas que pasaron"), pero yo sí me siento como él.
»¡Y las cartas que recibo, Ana! La mamá de Tommy me escribe que su hijo no progresa en aritmética tanto como ella desearía. Está todavía en las restas, mientras que Johnny Jackson va por los quebrados, y eso que Johnny no es ni la mitad de inteligente que su Tommy, de manera que no puede comprenderlo. Y el padre de Susy quiere saber por qué su hija no puede escribir una carta sin poner mal la mitad de las palabras, y la tía de Dick quiere que lo cambie de lugar porque su compañero actual, Brown, le está enseñando malas palabras.
»En lo que respecta a la parte financiera... mejor no hablar. Los dioses convierten en maestros rurales a aquellos a quienes desean castigar.
»Bueno, después de haberme desfogado me siento mejor. Después de todo, he gozado de estos dos últimos años. Pero me marcharé a Redmond.
»Y ahora, Ana, he aquí mi plan: Tú sabes cómo odio vivir en una pensión. Me he hospedado así durante cuatro años y estoy harta. No me creo capaz de resistir otros tres años. Ahora bien; ¿por qué no nos juntamos Priscilla, tú y yo, alquilamos una casita en Kingsport y nos alojamos juntas? Saldría más barato que de cualquier otra manera. Desde luego, nos haría falta un ama de llaves, pero ya he pensado en quién podría serlo. ¿Me oíste alguna vez hablar de la tía Jamesina? Es la mejor tía del mundo, a pesar de su nombre. ¡Eso no es culpa suya! Le pusieron Jamesina porque su padre, que se llamaba James, se ahogó un mes antes de que ella naciera. Yo siempre la llamo tía Jimsie. Bueno, su única hija se ha casado hace poco y ha partido a tierras lejanas, pues su marido es misionero. Tía Jamesina vive desde entonces en un gran caserón y se siente terriblemente sola. Irá a Kingsport a encargarse de la casa si así lo deseamos, y sé que vosotras la querréis. Cuanto más pienso en el plan más me gusta. Podremos vivir bien e independientes.
»Si Priscilla y tú estáis de acuerdo, podríais empezar a buscar una casa. Sería mejor que dejarlo todo para el otoño. Si podéis encontrar una casa amueblada, tanto mejor. Si no, ya encontraremos muebles en los desvanes de las casas de la familia y de los amigos. De todos modos, decidios pronto y escribidme, de modo que la tía Jamesina pueda preparar sus planes para el año que viene.»
—Creo que es una buena idea —dijo Priscilla.
—Yo también —asintió Ana, encantada—. Aquí tenemos una hermosa pensión, pero con el correr del tiempo uno llega a extrañar su propio hogar. De modo que podríamos empezar a buscar casa ahora mismo, antes de que comiencen los exámenes.
—Temo que será bastante difícil conseguir una —previno Priscilla—. No te ilusiones demasiado, Ana. Las que nos gusten estarán seguramente fuera de nuestro alcance. Es probable que tengamos que conformarnos con alguna «andrajosa», en un barrio donde viven gentes desconocidas, y que tendremos que hacer que la vida interior compense la exterior.
Y comenzaron a buscar casa, sólo para encontrar que sus deseos eran aún más difíciles de realizar de lo que Priscilla temiera. Había casas en abundancia, con muebles y sin ellos; pero una era demasiado grande y otra demasiado pequeña; ésta demasiado cara, aquélla demasiado alejada de la universidad. Llegaron y pasaron los exámenes; empezó la última semana del curso y todavía su «casa de ensueño», como Ana la llamaba, no había aparecido.
—Tendremos que abandonar todo hasta el otoño —dijo Priscilla tristemente, mientras vagaban por el parque en uno de los hermosos días de abril, cuando el puerto brillaba entre la neblina—. Quizá encontremos entonces una choza donde albergarnos; y si no, siempre podremos recurrir a una pensión.
—De todos modos, no pienso preocuparme ahora por eso y echar a perder una tarde tan linda —dijo Ana, mientras lanzaba una mirada a su alrededor. El frío aire estaba cargado del balsámico olor de los pinos, y el cielo era cristalino y azul—. Hoy canta la primavera en mi sangre y siento en el aire la llamada de abril. Por culpa del viento del oeste estoy viendo visiones. Amo ese viento. ¿No es cierto que cuenta sus esperanzas y alegrías? Cuando sopla el viento del este pienso en la triste lluvia golpean do los aleros y en las olas sobre la costa gris. Cuando envejezca, el viento de oriente me traerá reumatismo.
—¿Y no es hermoso dejar de lado las pieles y los tocados invernales por vez primera y pasear como ahora, con ropas primaverales? —preguntó Priscilla riendo—. ¿No te sientes renovada?
—En primavera todo es nuevo —dijo Ana—. La misma primavera es siempre distinta. Ninguna es igual a las anteriores; siempre posee algo peculiar. Mira qué verde está la hierba y cómo están creciendo los retoños del sauce junto a la laguna...
—Y los exámenes ya han pasado y se acerca el día de la asamblea; es el miércoles próximo. Una semana después estaremos en nuestro hogar.
—Me alegro —dijo Ana, soñadora—. ¡Son tantas las cosas que quiero hacer! Quiero sentarme en los escalones del portal y sentir la brisa que viene de los campos del señor Harrison. Quiero buscar margaritas en el Bosque Embrujado y violetas en el Valle de las Violetas. ¿Recuerdas, Priscilla, el día de nuestra dorada excursión? Quiero escuchar el croar de las ranas y el susurro de los álamos. Pero también he aprendido a querer a Kingsport y me alegro de regresar en el otoño. De no haber ganado la beca Thorburn no creo que hubiera podido hacerlo. No habría podido tocar un centavo de los ahorros de Marilla.
—¡Si sólo pudiésemos encontrar una casa! —suspiró Priscilla—. Mira Kingsport, Ana; por todas partes casas, casas y casas, y ni una para nosotras.
—Detente, Pris. «Todavía está por ocurrir lo mejor.» Como los antiguos romanos, encontraremos una casa o la levantaremos. En un día como el de hoy la palabra fracaso no figura en mi diccionario.
Vagaron por el parque hasta el atardecer, viviendo el maravilloso milagro del despertar de la primavera, y regresaron como de costumbre por la avenida Spofford para poder ver «La Casa de Patty».
—Tengo la impresión de que está por ocurrir algo misterioso —dijo Ana mientras bajaban la cuesta—. Es una hermosa sensación. ¡Oh, oh, oh! ¡Priscilla Grant, mira hacia allí y dime si estoy viendo visiones!
Priscilla miró. Los sentidos de Ana no la habían engañado. Sobre la arcada de «La Casa de Patty» danzaba un pequeño y modesto cartel. Decía: «Se alquila amueblada. Informes aquí».
—Priscilla —susurró Ana—, ¿crees que es posible que podamos alquilar «La Casa de Patty»?
—No —contestó Priscilla—. Sería demasiado bueno para ser verdad. Los cuentos de hadas no ocurren en estos días. No quiero hacerme ilusiones, Ana, pues el desengaño sería terrible. Seguramente que piden por ella más de lo que podemos pagar. Acuérdate de que está en Spofford Avenue.
—De todos modos, debemos averiguarlo —respondió Ana resueltamente—. Ya es demasiado tarde, pero volveremos mañana. ¡Oh, Pris, si pudiéramos vivir en este lugar! Desde que la vi por vez primera tuve la sensación de que mi destino estaba encadenado a «La Casa de Patty».
ESTÁS LEYENDO
ANA LA DE LA ISLA
Teen FictionVol.3/8 En esta flamante etapa, Ana, junto a viejos y nuevos compañeros, dejará atrás los días de su infancia y descubrirá la vida en su plenitud; verá publicado su primer relato, e incluso recibirá su primera propuesta de matrimonio. Aunque no todo...