La senda de los tranagresores

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Davy y Dora estaban listos para ir a la escuela dominical. Iban solos, cosa que no sucedía muy a menudo, pues la señora Lynde asistía a ella regularmente. Pero, por culpa de una torcedura de tobillo, aquella mañana se quedaba en casa. Los mellizos debían representar a la familia en la iglesia, ya que Ana había partido la noche anterior a pasar el domingo con unas amigas en Carmody y Marilla padecía uno de sus habituales dolores de cabeza.
Davy bajó la escalera lentamente. Dora le aguardaba en el salón, muy compuesta por la señora Lynde. El niño, en cambio, se había vestido solo. Tenía un centavo en el bolsillo para la colecta de la escuela dominical y cinco centavos para la de la iglesia; en una mano llevaba su Biblia y en la otra el cuaderno; sabía perfectamente su lección, la Historia Sagrada y las preguntas del Catecismo. ¿Acaso no había estudiado (a la fuerza) toda la tarde del domingo anterior en la cocina de la señora Lynde? Por todo esto, Davy debiera haber estado con un ánimo angelical; pero, la verdad sea dicha, a pesar de la Historia Sagrada y del Catecismo, se sentía interiormente como un lobo feroz.
Cuando se reunió con Dora, la señora Lynde salió renqueando de su cocina.
—¿Te has lavado? —preguntó severamente.
—Sí; todo lo que se ve —respondió Davy con aire desafiante.
La señora Lynde suspiró. Sus sospechas recaían sobre las orejas y el cuello del niño, pero sabía que si intentaba inspeccionarlo saldría corriendo; y aquel día ella no podía perseguirlo.
—Bueno, portaos bien. No andéis por el polvo. No os detengáis en la puerta a hablar con los otros niños. No os mováis en los asientos. No olvidéis la Historia Sagrada. No perdáis el dinero ni olvidéis darlo en la colecta. No habléis durante la oración y prestad atención al sermón.
Davy no se molestó en contestar. Echó a andar cuesta abajo seguido humildemente por Dora. Pero el alma le bullía dentro del cuerpo. Había aguantado (al menos así lo creía) muchas cosas a la señora Lynde desde que ésta se mudara a «Tejas Verdes», debido a que ella no podía vivir con nadie, ya tuviera nueve o noventa años, sin tratar de educarlo convenientemente. La tarde anterior había convencido a Marilla para que no permitiera al niño ir de pesca con los hijos de Timothy Cortón. Davy estaba aún furioso por aquello.
Tan pronto como bajaron la cuesta, Davy se detuvo e hizo una mueca horrible. Dora, a pesar de conocer bien sus habilidades al respecto, temió sinceramente que no pudiera volver a la normalidad.
—¡Maldita sea! —explotó.
—¡Oh, Davy, no jures! —murmuró Dora.
—«Maldita» no es un juramento... no un verdadero juramento. Y si lo es, no me importa.
—Bueno, si tienes que decir palabras feas, por lo menos no lo hagas en domingo —rogó Dora.
Davy estaba lejos de arrepentirse, pero en el fondo sentía que quizás había ido un poco lejos.
—Voy a inventar una mala palabra para mí solo —declaró.
—Si lo haces, Dios te castigará —dijo Dora solemnemente.
—Entonces Dios es un picaro desconsiderado. ¿Acaso no sabe que un hombre tiene que tener alguna manera de expresar sus sentimientos?
—¡¡Davy!! —exclamó Dora, esperando que su hermano cayera muerto en el acto. Pero no sucedió.
—De cualquier modo, no voy a aguantar más las órdenes de la señora Lynde —farfulló Davy—. Ana y Marilla tienen derecho a mandarme, pero ella no. Voy a hacer todo lo que me prohibió. Mírame y verás.
Y en medio de un hostil silencio, mientras Dora lo observaba fascinada por el horror, Davy salió del camino cubierto de verde musgo, sepultó sus tobillos en el polvo, producto de cuatro semanas de sequía, y anduvo arrastrando los pies con saña hasta quedar envuelto en una confusa nube.
—Esto es sólo el principio —anunció triunfalmente—. Y voy a detenerme en cada puerta a conversar hasta que no quede nadie con quien hacerlo. Y me voy a retorcer en el asiento y a hablar todo el tiempo y voy a decir que no sé la Historia Sagrada. Y voy a tirar las dos monedas para las colectas ahora mismo.
Y así lo hizo Davy: las arrojó por encima de la empalizada del señor Barry con feroz placer.
—Satanás te hizo hacer eso —exclamó Dora, con reproche.
—No —gritó Davy, indignado—. Lo pensé yo solo. Y pensé algo más. No iré a la escuela dominical ni a la iglesia. Me iré a jugar con los Cortón. Ayer me dijeron que se quedaban en su casa porque su madre no está y no tienen quien los lleve a la escuela. Vamos, Dora; lo pasaremos muy bien.
—Yo no quiero ir.
—Sí irás. Si no lo haces le contaré a Marilla que Frank Bell te besó en el colegio el lunes pasado.
—No pude evitarlo. Yo no sabía que iba a hacerlo —gritó Dora poniéndose roja como un tomate.
—Bueno, pero no le diste una bofetada ni parecías enfadada. También le diré eso si no vienes. Cortaremos camino cruzando este campo.
—Tengo miedo de esas vacas —protestó Dora, vislumbrando un medio de escape.
—¡Qué tontería tener miedo de las vacas! —se burló Davy—. ¿No ves que son más jóvenes que tú?
—Pero son más grandes.
—No te harán nada. Vamos. Esto es magnífico. Cuando sea grande no me molestaré en ir a la iglesia. Sabré ir al cielo por mi cuenta.
—Al otro lado irás si no respetas el día del Señor —aseguró la infeliz Dora mientras lo seguía contra su voluntad.
Pero Davy no estaba asustado... todavía. El infierno quedaba muy lejos y las delicias de una expedición pesquera con los Cortó n se hallaban cerca. Le hubiera gustado que Dora se mostrara más valiente. Temía a cada momento que se echase a llorar, y eso arruinaba la diversión de cualquiera. ¡«Caramba con las mujeres»! Davy no dijo «malditas» esta vez ni con el pensamiento y no porque lamentara... todavía... haberlo dicho antes, sino porque era preferible no provocar la ira divina varias veces en un mismo día.
Los pequeños Cortón estaban jugando en el patio de atrás y recibieron a Davy con gritos de alegría. Pete, Tommy, Adolphus y Mirabel Cortón estaban solos. Su madre y los hermanos mayores habían salido. Dora se alegró de que estuviera allí Mirabel. Temía encontrarse sola entre tantos varones, y si bien Mirabel era casi tan mala, ruidosa y descuidada como ellos, por lo menos usaba faldas
—Venimos a buscaros para ir de pesca —anunció Davy.
—¡ ¡Viva!! —gritaron los Cortón. Salieron corriendo a buscar lombrices, Mirabel la primera con un recipiente de hojalata. Dora tenía unas ganas terribles de llorar. ¡Oh, si ese odioso Frank Bell no la hubiera besado! Habría podido desafiar a Davy e irse sola a su querida escuela dominical.
No podían ir a pescar a la laguna pues corrían el riesgo de ser vistos por las personas que se dirigían a la iglesia; tuvieron que conformarse con el arroyo que atravesaba los bosques detrás de la casa de los Cortón, pero de cualquier manera, en el arroyo había montones de truchas, y eso hizo que pasaran una mañana magnífica. Por lo menos los Cortón la encontraron estupenda: y Davy parecía compartir esa opinión. No del todo imprudente, se había quitado los calcetines y los zapatos y conservaba puesto el guardapolvo que le prestara Tommy Cortón. Así equipado desafiaba los pantanos y las malezas. Dora se sentía franca y manifiestamente desgraciada. Seguía a los demás de charco en charco, apretando fuertemente su Biblia y su cuaderno y pensando con amargura en la bienamada clase, en la que hubiera debido estar en aquel momento, sentada frente a una maestra a quien adoraba. En cambio, allí estaba, vagando por los bosques con esos salvajes Cortón y tratando por todos los medios posibles de mantener limpias sus botas y su bonito vestido blanco. Mirabel le había ofrecido un delantal que ella rechazara con desprecio.
Las truchas picaban como sólo lo hacen en domingo.
En una hora los pescadores tuvieron todo el pescado que quisieron, de modo que decidieron regresar a la casa, con gran alivio de Dora. Ésta se sentó muy tiesa sobre un fardo de heno mientras los otros se dedicaban a un horroroso juego de muchachos y subían luego al techo de la pocilga para terminar finalmente grabando sus iniciales en el apoyamonturas. El techo en declive del gallinero y un montón de paja que había debajo inspiraron a Davy: pasaron media hora deslizándose desde el techo hasta la paja en medio de vivas y alaridos.
Pero hasta los placeres ilícitos tienen un fin. Cuando el rodar de los coches que cruzaban el puente les anunció el término de los oficios, Davy decidió que había llegado la hora de marcharse. Se quitó la bata de Tommy, luciendo nuevamente su correcto atavío, y se separó de las truchas con un suspiro de resignación. No había que pensar siquiera en llevárselas.
—Bueno, ¿no lo hemos pasado bien? —preguntó mientras bajaban la colina.
—Yo no. Y no creo que tú hayas disfrutado... realmente —respondió Dora, con una perspicacia poco habitual en ella.
—Yo sí —gritó Davy con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Claro que tú lo habrás pasado mal, sentada allí como... como una muía.
—Yo no tengo ninguna relación con los Cotton —dijo Dora desdeñosamente.
—Los Cotton son muy buenos. Y lo pasan mucho mejor que nosotros. Hacen lo que quieren y dicen cuanto se les ocurre ante cualquiera. Yo también voy a hacerlo de hoy en adelante.
—Hay montones de cosas que no te atreverías a decir.
—Te apuesto que sí.
—¿A que no dirías «rufián» delante del ministro?
—Bueno, un ministro es distinto. «Rufián» no es una palabra santa.
Davy no se sentía muy cómodo, aunque hubiera preferido morir antes que admitirlo ante su hermana. Ahora que había terminado las bribonerías, su conciencia comenzaba a aguijonearlo. Después de todo, quizás hubiera sido mejor asistir a la escuela dominical. La señora Lynde podría ser mandona, pero en su cocina nunca faltaba una caja con bizcochos hechos por ella; y no era tacaña. En aquel momento tan poco oportuno Davy recordó que cierta vez, cuando había roto su nuevo pantalón para la escuela, la señora Lynde se lo había zurcido sin decirle ni una palabra a Marilla.
Pero la copa de sus iniquidades no estaba aún colmada. Davy encontró que hacían falta nuevos pecados para cubrir los pasados. Aquel día, mientras almorzaba con la señora Lynde, ésta comenzó por preguntarle:
—¿Estaban hoy presentes todos los de tu clase?
—Sí, señora, estaban todos... menos uno.
—¿Diste tus lecciones de Historia Sagrada y de Catecismo?
—Sí, señora.
—¿Pusiste la moneda en el cepillo?
—Sí, señora.
—¿Estaba en la iglesia la señora MacPherson?
—No lo sé —esto, por lo menos, era verdad, pensó Davy.
—¿Anunciaron la reunión de la Sociedad de Ayuda para la semana próxima?
—Sí, señora.
—¿Y la reunión para ejercicios espirituales?
—No. No sé.
—Deberías saberlo. Tendrías que haber escuchado con más atención los avisos. ¿Sobre qué habló el señor Harvey?
Davy bebió un impresionante trago de agua, que sorbió junto con la última protesta de su conciencia. Volublemente recitó un viejo texto que aprendiera semanas atrás. Después de esto, y afortunadamente para él, la señora Lynde dejó de interrogarle; pero el niño no disfrutó de la comida.
Sólo pudo comer un trozo de budín.
—¿Qué te sucede? —preguntó asombrada la señora Lynde—. ¿Estás enfermo?
—No —murmuró Davy.
—Estás pálido. Será mejor que no andes al sol esta tarde—sermoneó.
—¿Te das cuenta de la cantidad de mentiras que has dicho?—preguntó Dora en tono de reproche, tan pronto como volvieron a encontrarse solos.
Davy, aguijoneado por su propia desesperación, se volvió ferozmente:
—No lo sé ni me importa. Y tú, mejor te callas, Dora Keith.
Y el pobre Davy se guareció en el seguro refugio de un montón de leña, meditando sobre la conducta de los transgresores.
Aquella noche, cuando Ana regresó, «Tejas Verdes» se hallaba envuelta en el silencio y la oscuridad. Inmediatamente se fue a dormir pues estaba muerta de cansancio y de sueño. La semana había transcurrido llena de compromisos que se prolongaban hasta horas muy avanzadas. No había terminado de poner la cabeza en la almohada cuando estaba ya medio dormida; pero en aquel mismo momento la puerta de su habitación se abrió suavemente y una voz plañidera dijo:
—Ana.
Ana se incorporó de un salto.
—¿Eres tú, Davy? ¿Qué sucede?
Una blanca figurita entró corriendo y saltó a la cama.
—Ana —sollozó el niño abrazándola fuertemente—. ¡Cuánto me alegro de que estés en casa! No podía irme a dormir hasta que se lo hubiera contado a alguien.
—¿Contar qué?
—Lo miserable que me siento.
—¿Por qué, querido?
—Porque he sido muy malo todo el día, Ana. ¡Oh, he sido malísimo! Más que nunca.
—¿Qué has hecho?
—Tengo miedo de decírtelo. Nunca volverás a quererme, Ana. Esta noche no pude rezar.
No pude decirle a Dios lo que había hecho. Me daba vergüenza.
—Pero Él lo sabe de todas maneras, Davy.
—Eso es lo que dijo Dora, pero yo pensé que tal vez Dios no se había dado cuenta enseguida.
De todos modos quería decírtelo primero a ti.
—¿Qué es lo que has hecho? Y llegó la avalancha:
—Falté a la escuela dominical... y fui a pescar con los Cottón... y dije montones de cosas feas de la señora Lynde... ¡oh, muchísimas!... y... y... y dije una mala palabra... y dije cosas de Dios.
Hubo un profundo silencio. Davy no sabía qué hacer. ¿Estaría Ana tan enfadada como para no hablarle más?
—Ana, ¿qué vas a hacer conmigo? —preguntó, en un murmullo.
—Nada, querido. Creo que ya has tenido suficiente castigo.
—No, no me han hecho nada.
—Has estado muy triste desde que lo hiciste, ¿no es cierto?
—Tú lo has dicho.
—Pues era tu conciencia que te estaba castigando, Davy.
—¿Qué es mi conciencia? Quiero saberlo.
—Es algo que está dentro de ti, que te dice cuándo has hecho algo malo y te hace sufrir si persistes en ello. ¿Lo has notado?
—Sí, pero no sabía qué era. Sería mejor no tenerla, porque estropea toda la diversión. ¿Dónde está mi conciencia, Ana? Quiero saber. ¿Está en mi estómago?
—No, en tu alma —respondió Ana dando gracias a la oscuridad, que le permitía aparentar seriedad.
—Supongo que entonces no me puedo librar de ella —dijo Davy, con un suspiro—. ¿Vas a contar a Marilla y a la señora Lynde todo lo que he hecho?
—No, querido. No se lo diré a nadie. Estás triste por haberte portado mal, ¿no es cierto?
—¡Tú lo has dicho!
—¿Y nunca volverás a portarte así?
—No, pero... —agregó Davy con cautela—... podría ser malo de alguna otra forma.
—¿No dirás malas palabras, ni faltarás a la escuela dominical, ni contarás mentiras para cubrir tus pecados?
—No. No vale la pena.
—Bueno, Davy, dile a Dios que lo sientes mucho y pídele que te perdone.
—¿Me has perdonado tú, Ana?
—Sí, querido.
—Entonces, no me importa mucho que Él me perdone o no.
—¡Davy!
—¡Oh, se lo pediré... se lo pediré! —dijo el niño mientras se alejaba del lecho convencido, por el tono de Ana, de que había dicho sin duda algo terrible—. No tengo inconveniente en pedírselo, Ana. «Por favor, Dios, estoy muy triste por haberme portado mal todo el día y seré siempre bueno los domingos y por favor perdóname.» Ya está, Ana.
—Bien, ahora a dormir como un niño bueno.
—Sí, sí. ¡Vaya, ya no me siento miserable! Estoy muy bien. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Ana se recostó sobre la almohada con un suspiro de alivio. ¡Oh, cuánto sueño tenía! Y en ese momento:
—¡Ana!
Davy se hallaba nuevamente junto a su lecho. Ana entreabrió los ojos.
—¿Qué pasa ahora, querido? —preguntó, tratando de ocultar su impaciencia.
—Ana, ¿has notado cómo escupe el señor Harrison? ¿Crees que si practico mucho podré hacerlo así yo también? Ana se incorporó,
—Davy Keith. Vete derecho a tu cama. Y que no vuelva a pescarte levantado esta noche.
¡Vete, he dicho! Davy salió corriendo sin preguntar razones.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora