Capítulo 28 | Affectus maritalis.

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Affectus maritalis
Loc. lat. Afecto o amor conyugal. (Derecho.)
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Llegaron al apartamento en silencio; ambos parecían seguir de mal humor. Si bien no habían continuado con la discusión porque Thompson los había interrumpido, el ambiente entre ellos seguía enrarecido.

Ana entró directamente a darse una ducha y, después de secarse el pelo, pensaba acostarse a dormir algunas horas.

—He preparado el desayuno, ¿bajas o prefieres tomarlo aquí?

Christian vestía un chándal. Su perfecto culo no pasó inadvertido para Ana; le encantaba cómo le sentaba la ropa deportiva. De todas formas, intentó que él no se diera cuenta de que se lo comía con la vista.

—No me apetece desayunar; estoy muy cansada, prefiero acostarme.

—Debes comer algo antes; sé que, cuando estás de guardia, no te alimentas bien.

—No tengo hambre, Christian, gracias.

—¿Qué pasa?, ¿a mí no me permites alimentarte, pero al idiota ese sí?

Consciente de sus miradas devoradoras, ambos se quedaron enfrentados durante algunos segundos. Ana, luego, pasó por su lado, ignorándolo, y se metió en la cama.

—Trabajaré todo el día en mi despacho; me he traído trabajo a casa para el fin de semana. No te molestaré; duerme tranquila, señora Grey, no haré ruido para que puedas hacerlo.

Christian salió de allí aventando la puerta y Ana arrojó una almohada contra ésta tan pronto como él la cerró.

Por la tarde, Ana despertó hambrienta. La casa permanecía silenciosa y la habitación tenía las persianas bajadas, así que todo estaba sumido en una gran penumbra. Manoteó su móvil de la mesita de noche para ver la hora y comprobó que no era tan tarde como pensaba, apenas había pasado el mediodía. Se sentó en la cama, estiró los músculos y, cogiendo el mando a distancia, abrió las persianas. Notó que, a pesar de que el calendario decía que el invierno ya se había ido, Nueva York no parecía muy primaveral que digamos; por el contrario, aún lucía muy gris invernal. Lo más probable, por ser sábado, era que Gail ya no estuviera. Mientras se levantaba, rogaba porque ésta hubiese dejado algo de comida preparada; sin embargo, dudaba de que fuera así, ya que, desde que ella estaba en la casa, rara vez lo hacía los fines de semana, y más si sabía que Ana lo tenía libre, como era el caso. La doctora se estaba esforzando y le gustaba probar que era una buena ama de casa atendiendo a su esposo, pero ese día la pereza la había invadido. Pasó por el despacho de Christian y, a través de la puerta, lo oyó trabajando. Estaba hablando por teléfono, dando directrices laborales a alguien de su equipo, y tecleando en su ordenador. No quiso interrumpirlo, así que fue hacia la cocina y se dirigió al refrigerador. Como había supuesto, no había nada de comida hecha, así que sacó unos filetes de salmón, que puso a asar rápidamente; luego revisó el cajón de las verduras y consiguió albahaca, tomates y bolitas de mozzarella, y con eso preparó una ensalada capresse. Todo estuvo listo en cuestión de minutos, así que acomodó los platos en la isla de la cocina y, antes de ir a por él, abrió una botella de Crochet La Croix du Roi, un sancerre cosecha de 2013 que a Christian le encantaba, y sirvió dos copas.

—Permiso, ¿interrumpo? —dijo al tiempo que se asomaba por la puerta en su despacho—. Te he traído una copa de vino; ya he preparado el almuerzo.

—Gracias.

Sintiéndose atrapado, Christian cerró su portátil apenas ella entró; no quería que viera lo que estaba mirando. Incluso, al tiempo que se ponía de pie, intentó esconder, bajo unos escritos, el libro que tenía sobre el escritorio. Sin embargo, Ana alcanzó a ver los colores de la cubierta.

Peligroso Amor©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora