Alguien tenía que aprender y desgraciadamente, ella era la profesora.
Era la maestra de la materia más inservible que puede haber en el currículum académico, así lo creía.
Habló acerca de lo que encierra la química, enseñó con números las fórmulas que probablemente nunca usaría y nos adentró en un mundo, su mundo, lo único que nos dejó conocer como una leve caricia al muro que la escudaba, todo fue más allá de lo previsto y me hizo abrir los ojos como limerente metanoia. Me decía a mí misma que le dé una oportunidad. Que si me lo pensaba mejor no se trataba de la materia; que la epifanía en la que me veía involucrada era por ella: por la morena.
Rebecca Lozado, ese era su nombre. Hallaba a la mujer tan parecida a un océano en calma; así mismo, en tiempos de tempestad, andaba tal cual fantasma de noche causando vértigo, aturdiendo los sueños, los que eran prohibidos.
Aunque tengo reproches contra ella desde el comienzo. No tuvo que haber caminado con ese traje, casi que una segunda piel, como si los pasos ya los tenía memorizados y recién era la primera vez que lo hacía. ¡Claro que no! Mucho menos si se trataba de una deidad religiosa y llegaba despampanante como siempre, tan controladora, intangible, con el carácter de una bestia en el cuerpo de un girasol; pero yo, como siempre, me detenía a observar porque era lo sumo que podía hacer.
Maldecí también que su voz fuera tan caótica con solo pronunciar mi nombre, maldecí que mi nombre suene tan bien en su voz. Se albergaba ahí, en un espacio pequeño de mi mente; pretendió no darle importancia y yo creía que era normal. Al igual que sus gestos ambiguos, sus manos alargadas y delicadas, su caminar seguro que ponía en alerta a cualquiera; su aire de haberlo visto todo, de estar siempre tres pasos por delante... Todo de ella gritaba que me aleje.
Mas el tiempo pasó y la morena no pudo reconocer a la mujer en que me convertí o no quería hacerle daño a la joven que una vez, temblorosa, logró dirigirle la palabra; mas la enfrenté de todas formas y hacerlo, me hizo revivir lo que el miedo dejó enterrado con su nombre en una lápida.
Quizá en otra vida podría alcanzar a la morena y escribir lo que faltó en nuestra historia. No podemos acabar tan mal.
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Alguien Tenía Que Aprender.
RomanceYo era un polo: fría sin motivo alguno, distante, con un corazón cerrado, protegiendo los pocos pedazos que me quedaban, y ella, con apenas un roce de su mano, me enseñó porqué un volcán explota, porqué mueren las flores en otoño.