Rebecca estaba perdida, me miraba como si en realidad se convenciera a sí misma de que yo no soy la chica de aquella noche, ni la que se preocupaba cuando ella faltaba al colegio, ni la que le regaló un hermoso collar, ni con la que bailó alguna vez. Me moría de ganas por preguntarle cómo está, pero cómo está de verdad. Me he muerto de ganas por abrazarla o hablar con ella cuando la veía sola en las reuniones. Me he muerto de ganas por hacerle saber tantas cosas, por contarle lo que he hecho, lo que he sido y que ella me cuente lo que ha hecho y lo que ha logrado (no me aburriría si me contase lo que le causa dolor). La entrada triunfal: "Hola, soy yo, Bela, ¿me recuerdas?". De seguro sus mejillas se ruborizan más por lo que hicimos que por lo que ella hizo después. No he querido recordar su cuerpo y lo erizada que su piel estaba aquella noche.
Ahora estoy justo en frente de ella y no tengo idea del porqué.
Me mira el cuerpo, primero, luego mi cabello y sé que más allá de estar mirándome como los demás, morbosa y cínicamente lo hacen, ella me hace sentir confortable. Deseada, especial. Está uniendo las piezas para hacerme admitir que mi nombre es Bela, no Verónica, que ni siquiera rima, ni siquiera el color que tengo en el cabello es auténtico; que tal vez, solo tal vez, Rebecca quiere ver nuevamente a la antigua estudiante en mí. A quien ha echado de menos tanto como yo a ella.
—A la cuarta hora y a la última hora se le volverá a hacer una visita áulica. Estará presente a tiempo y según este horario, le toca con Primero C.
Yo volteo a ver hacia la izquierda. Justo en esa dirección queda Primero C. Cómo olvidarlo, ese era el salón favorito de mi profesora de lengua.
—Exactamente a esa dirección, ¿cómo lo aprendió tan rápido? —pregunta curiosa y reparo que he estado sonriendo.
Siento mi mejilla derecha caliente, su aliento hizo que mi piel se calentara con su roce. Automático, como si estuviera programada para reaccionar ante ella. En algún punto, la lejanía nos incomodó y decidimos acercarnos. Acaricio mi mejilla con tremendo rubor. La pelinegra ha cruzado sus brazos y entrecerrado los ojos. Casi no ha cambiado nada y parece que cada año se ve más jubilosa. Quizá sea mi imaginación, pero mi imaginación resulta poca cosa cuando idealiza a Rebecca; para imaginarla se necesita más. Ella, en cambio, es incomparable.
—No... no sé. Yo... solo supuse, sí.
—Ya.
Recuerdo también ese monosílabo tan casto y vacilante, sabe perfectamente que algo le ocultan.
—Que tenga una buena mañana, profesora Lozado.
—Lo mismo para usted.
Tanta cordialidad y aquella noche la besé toda.
La mañana pasó exactamente como esperaba que fuera. Me ven seria, pero les hice saber que podemos entrar en confianza aunque sea por los dos meses de mi estadía; eso no lo saben, claro está. Los chicos reían y algunos me dieron sus números con la esperanza de que le escribiese. No puedo y no quiero. Vamos, tengo veinte y tres años, no soy una chiquilla para andar de noviecita con estos paletos.
—¡Que tenga buena tarde, profe! —dijeron algunos chicos a lo lejos mientras yo me dirigía al estacionamiento.
Les sonreí.
Quería llegar a la estación y volver a ser yo, la peluca me estaba jodiendo la vida y no se digan las medias que cargo. Cuando entré al vehículo, en mi trasero vibró mi celular, por lo que me hizo dar un leve salto de susto.
Número desconocido.
Buenas tardes, Lic. Sotomayor. Le comunico que mañana, a las tres de la tarde, se realizará la primera reunión con los docentes del área de ciencias. Por favor, sea puntual en el laboratorio.
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Alguien Tenía Que Aprender.
RomanceYo era un polo: fría sin motivo alguno, distante, con un corazón cerrado, protegiendo los pocos pedazos que me quedaban, y ella, con apenas un roce de su mano, me enseñó porqué un volcán explota, porqué mueren las flores en otoño.