Cincuenta Y Seis

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Miedo.

Eso sentía cuando de mi padre se trataba. Un hombre esbelto, moreno con ojos oscuros preciosos y una sonrisa encantadora. Él era mi padre aunque así lo recuerdo cuando era una niña de diez años. El mejor hombre de todos, pero después... no entendí qué fue lo que pasó y pensaba que por la edad, por mi inmadurez, me era aún imposible entender. Mi madre, ella era otro ser espectacular, gloriosa ante mis ojos. Cuando era niña pensaba en el final del océano e imaginaba sirenas nadar y cantar por todas las costas pacíficas, entonces me perdía en mis pensamientos y deseaba llegar algún día a ese lugar donde todo, por fin, se sentía bien. Me imaginaba partiendo de casa con mis peluches y una maleta bien sujeta a los hombros con un mapa y sin nada de dinero (porque a esa edad nada material importaba mucho) para emprender la mejor experiencia de mi corta vida. Claro que eso era un simple sueño; ya que aquel mundo ficticio llegó a su fin cuando comencé a crecer y con los años pasando, sentía menos la unión y el amor familiar. En realidad, comencé a perderlos y a perderme. Frecuentaba a ese mundo de sirenas cuando quería esconderme del presente, prefería un mundo de fantasía mística que un mundo donde mis padres se odian y se insultan porque esa misma escena se convirtió en mi tortuoso presente.

Y yo me negaba en ser partícipe.

El amor no puede solo acabar y el matrimonio no puede ser eso. Me rehusaba en creer que algo tan bello llegó a su final.

Mi madre, como ya lo dije antes, era un ángel. Mi ángel. Ella me mandaba al cuarto para evitar que fuera testigo de una masacre, me cantaba canciones de cuna para evitar mis lágrimas, me susurraba historias de amor mientras acariciaba mis brazos marcados y me acompañaba por las noches mientras por dentro esperaba que mi padre nunca llegara a casa. Siempre fuimos las dos en esa casa porque eso era precisamente: una casa. No recordaba la calidez de un hogar.

Otros años pasaron y las cicatrices marcadas en el cuerpo de mi madre aumentaban, y mis recuerdos no hacían tregua al ser malvado en el que se convirtió mi progenitor. Ya entendía a la perfección nuestra situación. Yo comprendía hasta de más que el simple hecho de ver a mi padre agrediéndola, me hacía hervir la sangre, pero peor era ver a mi madre atada de brazos con un solo pensamiento: "Él no era así, él va cambiar". Porque no, jamás lo hizo, al menos no con nosotras y ella seguía soportando una vida infeliz junto a él.

Su puesto en la policía estaba peligrando; tenía muchas faltas e incumplimientos y sus superiores trataban de ayudarla, pero ella se negaba diciendo que todo estaba bien, nada que no pueda solucionar en familia. Todavía siento un poco de reproche por esas palabras. Entonces, a pesar de ser un período difícil, pude descifrar a mi madre. Eran excusas, eran parloteos que ella se inventaba cuando hablaba sonriente tratando de creerse esos cuentos también. Ella no se rendía fácilmente, ella todavía amaba a mi padre. Ella tenía sus esperanzas puestas en un hombre que tiempo después nos abandonaría.

Esperanzas. Muertas.

Vivimos de eso a veces aunque sea tóxico para el alma, pero otras, es lo único que nos queda. Controversial. No nos viene mal un toque de realismo a nuestras vidas para vivir en virtud. En medium virtus est, solía cantar Beatriz. Aquello también nos puede ayudar a sanar.

Pero en el fondo le agradezco a mi padre por dejarnos; en el fondo estaba feliz de que mi madre sufriera: debía sacarlo todo, llorarlo, sufrirlo, estar de luto para saciar ese sentimiento amargo y cuando el tiempo de veda termine, empezar nuevo, solo las dos y yo la esperaría el tiempo que sea necesario porque el traje negro, las galletas y el café ya lo había terminado hacía mucho. El famoso recorrido de ciento ochenta grados. De extremo a extremo. Yo lo quería pasar con mi madre.

Entonces las dos cambiamos. Le pedí que me pusiera en un colegio particular porque tenía esa curiosidad insufrible de conocer a nuevas personas y renegando, ella lo concedió. Ese día fue el día más feliz de mi vida. En serio que estábamos empezando de nuevo. No tuvimos el final feliz, pero estábamos en búsqueda de nuestro comienzo feliz. Cuando las puertas del instituto se abrieron, recordé aquel mundo de sirenas que soñaba cuando era pequeña y cierto rubor creció en mis mejillas por tales ideas a mi edad. Y supuse estar mirando mal porque una sirena preciosa pasó de largo con una bella sonrisa, saludando a los estudiantes y agradando a los otros. Luego supe más de ella, Beatriz era profesora de lenguaje que, por suerte, me daba clases.

Alguien Tenía Que Aprender.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora