Capítulo 8: La tarta tendrá que esperar

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En la mañana, mamá me despertó temprano, siguiendo su habitual rutina; y como nunca estuve acostumbrada a dormir tan tarde, me costó un infierno abrir los ojos.

Pero me había comprometido —conmigo misma— a ir a saludar a la señora Marga, y tenía que mover mi trasero de la cama para hacer una deliciosa tarta con frutas, así que no me quedó más remedio que deambular por la casa hasta despejarme por completo.

La mañana estaba fresca, pero quería salir a pasear con Jo un momento. Después de vestirme con ropa deportiva y preparar una pequeña lista de ingredientes, salimos a la calle.

Caminando por la acera, sentí mi móvil vibrar en uno de los bolsillos del pantalón. Automáticamente pensé en la llamada de la noche anterior; no la había tomado por el horario poco prudente, pero tampoco hubiera podido contestar,  porque cuando el móvil llegó a mis manos, la llamada ya había finalizado. 

Tomé el teléfono con las manos frías, para ver que esta vez era mi madre.

Buen día mamacita, ¿se le ofrece algo? ¿alguna frutica rica pal camino? —dije a modo de saludo.

—Te quiero en casa, a-ho-ra —contestó ella, para luego colgar sin haber esperado mi respuesta.

O sea, ¿qué?

Tomé a Jo en brazos y fui de regreso a casa, trotando, para ver qué clase de bicho le había picado a mi señora madre. Cuando llegué, vi a un muchacho sentado en la escalinata que lleva a la puerta de entrada, agachando la mirada para no cruzarla con la de mi padre, que frente suyo, estaba parado con el ceño fruncido y señalándolo.

El tipo llevaba una sudadera gris algo manchada, pantalones deportivos negros, zapatillas de correr y su largo cabello rubio cubierto —no en su totalidad— por una gorra de lana blanca.

Mamá estaba en la puerta, con los brazos cruzados. Se la veía muy cabreada y no pude siquiera mirarla. Me acerqué a papá para tocarle el hombro y preguntarle preocupada qué iba mal.

—Dime quién es este muchacho —dijo papá con una voz cargada de reproche.

—Eso debo preguntarles yo a ustedes, ¿no creen?

—Responde a tu padre, Rebbeca —habló mamá aún en la puerta, llevándose los dedos índice y pulgar al puente de la nariz, con notorio enojo.

—No tengo idea de quién sea, dejen de montar una escena por favor.

—No es lo mismo que dice él. No nos quiere decir su nombre, pero se sabe el tuyo.

—A ver, papá, ¿me estás diciendo que solo porque este fulanito se sabe mi nombre, yo debería saber quién es?

Papá me miró expresando con su mirada que no había pensado de esa manera, pero rápido contraatacó diciendo—: Él estaba metido en nuestro jardín, en el cobertizo. Se sabe tu nombre Rebbeca, explícanos qué es lo que nos estás ocultando.

A veces sentía que yo era la única persona adulta pensante aquí. O por lo menos, la única que no sufría de paranoia. O tal vez sí, pero no era tan extremista.

—No sé quién es. Y me parece absurdo que, en el caso que yo lo estuviera encubriendo, él dijera mi nombre. Es obvio que solo lo dijo para que no llamen a la policía, por haber estado metido en propiedades ajenas —dije obvia, y luego volteé a mirar al rubio—. ¿Quién eres y por qué estas arruinando mi mañana? —Papá estuvo a punto de cortarme el diálogo, pero lo detuve con un gesto con la mano.

—Solo necesitaba esconderme —dijo el susodicho aún con la cabeza baja, y con un tono de voz apenas audible, parecía que iba a llorar en cualquier momento. Me pareció que aquel tipo no podía ser malo, y sentí algo de pena al pensar en lo que mis padres le hicieron pasar―... No llamen a la policía, por favor.

—No lo haremos —aseguré, mientras les miraba a papá y a mamá de reojo—. Exactamente, ¿de qué te escondías?

Estuvo a punto de levantarse, pero papá lo empujó y volvió a caer en las escaleras.

—Papá...

—Está bien, ya me calmo.

Mamá terminó entrando para buscar su bolso, y luego se marchó de la escena sin saludarnos.

—¿Podrías esperarme adentro, papá? —pedí, tratando de que mi voz sonara segura, como lo había hecho anteriormente. 

El dudó, pero terminó cediendo en cuanto el auto de mamá se escuchó perderse por las calles, y dijo que estaría mirando a través de la ventana, por si acaso.

—¿Me vas a decir de qué te escondías? —exigí saber, era lo mínimo después del mal rato.

—No creo que deba —dijo, esta vez mirándome a los ojos. Sus ojos claros, estaban rojizos, y algo en su expresión me hacía saber que luchaba por contenerse, por no gritar o salir corriendo.

Callé ante la imagen, no quería que mi en mi voz se notara mis titubeos.

Se sacó la gorra para revolver su cabello en un gesto de frustración, y cambió totalmente su actitud de hacía dos minutos anteriores, su cara se transformó en enojo total y se levantó dispuesto a marcharse. Nadie creería que ese tipo tan rudo estuvo a punto de llorar frente a mí unos segundos atrás.

—Lamento todo esto Becky, debo irme.

—¿Cómo es que sabes mi nombre? —pregunté ignorando su comentario anterior, y suplicando para que no reaccionara mal.

—Austin. 

Un pequeño gran problema [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora