34. RUEGA POR NOSOTROS

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Treinta y ocho minutos

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Treinta y ocho minutos.

No hubo tiempo para hacer nada, escapar ni siquiera fue una opción. Alejandría estaba rodeada, un mar de Caminantes que se abalanzó sobre los muros haciéndolos crujir. Iban a morir, ese era el pensamiento general mientras todos se formaban con las armas listas para la batalla: venderían cara sus vidas; tres días atrás, Eugene en persona les había llevado una carga completa de más armas y muchas, pero muchas balas, una camioneta repleta que, al verla, a Rovia le pareció que eran demasiadas, exageradamente demasiadas, pero ahora, comparadas con la horda, le daba la impresión de que no alcanzarían. Este pensamiento lo hizo llevarse la mano al cuello, al pecho, y apretó entre sus dedos el anillo que le colgaba de una delgada cadena oculta entre las capas de ropa.

Treinta y ocho minutos no habían sido suficientes para cerrar, protegerse, prepararse, pero sí para hacerse a la idea y alistarse a la batalla. Paul se había vestido, se había recogido el cabello en una cola alta, la bandana en el rostro para soportar la peste de los Caminantes, y un par de pistolas automáticas que dispararían balas expansivas.

A su lado, Daryl, con la ballesta a la espalda y entre las manos una metralleta y varios cinturones con docenas de balas por descarga.

Los niños eran ahora mismo la prioridad. Los habían juntado en el centro de la plaza y los rodeaban, cuidados por los más viejos. Los más jóvenes eran el círculo que rodeaba a los pequeños, Carl y Lydia y Mikey y el resto de adolescentes, armas en mano, y luego el círculo de adultos con las armas más pesadas. Los niños lloraban, Judith lloraba. Paty sujetaba desesperada una pistola sin poder evitar temblar.

-No vamos a poderlos evacuar -dijo Aaron.

Miró de soslayo a Rick.

El Sheriff asintió en señal de que ya lo sabía, estaban rodeados, escapar ya no era una opción, si tan siquiera Gabriel los hubiera llamado, advertido, tres horas habrían bastado para largarse de ahí y ponerse a salvo, pero treinta y ocho minutos, con Caminantes llegando por todos lados, no.

Dixon se mordió un labio, se tocó el anillo contra su clavícula colgado en una cinta de cuero, se volvió en algún momento hacia Jesús y lo besó en la frente sin pronunciar una sola palabra.

Luego se volvió hacia Rick, torciendo la boca, y se adelantó hacia la entrada; las rejas serían las primeras en caer, aquel sería el primer lugar por donde entrarían los Caminantes. Carl cogió su propio lanzagranadas y se unió al lado del moreno, seguido de cerca por Rosita y su rifle automático, y luego fue con ellos Maia con sus propias armas, mientras que Sam trepó a los muros junto con Mikey y una caja de granadas que pretendían arrojar lo más lejos posible del muro y en medio del maremoto de cadáveres que se acercaba.

-Tenemos que irnos -suplicó Kent.

-No podemos -casi se disculpó Moss. Había llegado la hora de resignarse a morir-. Dios, ruega por nosotros -masculló en el mismo instante que el primer Caminante llegó a la puerta.

Susurros en el EdénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora