24. Madre santa, ¡mi abuela es más rápida, colega!

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Me dejo caer de espaldas a la puerta

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Me dejo caer de espaldas a la puerta. Tapo la cara con ambas manos y maldigo mil veces. Bufo, protesto y me dedico mil quinientas palabras hirientes. ¡Si es que soy tonta! ¿Quién me mandó a mí meterme en un callejón sin salida?

«Tú te metiste aquí, tú lo arreglas». Me abofeteo interiormente y me levanto del suelo. Tengo que echarle ovarios a la situación, decirle a Íñigo las cuatro cosas que tengo en mente, y dejar de preocuparme por chorradas. Porque todo son tonterías, pamplinas. Nada que no se arregle con un par de cervezas el sábado y un buen baile. ¡Claro que no!

Respiro y aspiro con ansiedad. Siento como las manos me comienzan a sudar. Ni yo me creo todas las tonterías que pasan por mi mente. Nada es tan fácil.

Cierro los ojos, con la única idea de coger las fuerzas necesarias para decirle que se tiene que ir de mi casa y dejarlo todo como está, cuando siento unos brazos alrededor de mi cintura.

—Pensé que no se iba a ir nunca —me dice de forma muy melosa en el oído.

Suelto un pequeño grito ahogado y me aparto tan rápido como puedo. Madre mía, escápate de esto, Andy. Corre lejos y no des explicaciones a nadie.

Intento pensar en algo inteligente que decir, pero cuando me percato de que tiene pensado volver a acortar la distancia, suelto lo primero que me pasa por la cabeza:

—¿Quieres otro café?

Perfecto, una chorrada. Bien, Andrea, para eso te sacaste una carrera y un maldito máster: ¡para no saber hablar como una mujer adulta!

Me pongo a preparar el café con los nervios a flor de piel, sobre todo porque siento sus ojos taladrarme completa. Suspiro a la vez que intento pensar todo lo rápido que mis cansadas neuronas me lo permiten.

—Sé que esto es algo raro, Andy —comienza, volviendo a acercarse a mí a pasos lentos. Presiono los labios para no decir nada indebido—. Pero no tiene por qué cambiar nada.

¿Cambiar qué? Pues claro que no va a cambiar nada. Buf. A ver cómo diablos salgo de esto.

Me giro hacia él decidida a decirle las cosas como son: no puede haber nada entre nosotros, sobre todo porque somos amigos. ¡Amigos! Sería como acostarme con mi hermano.

—Podemos ser los de siempre, solo que algo más compenetrados. Ya me entiendes. —Sonríe de lado, de una forma que no me gusta nada.

¡Ah, no! Esto ya roza la maldita locura.

—¿No se supone que todavía no me hiciste la fatídica pregunta? —Lo abordo con decisión.

Conozco lo suficiente a Íñigo para saber cómo funciona su técnica y, en teoría, no debería de estar jugando con fuego de este modo. De hecho me parece hasta extraño. Tal vez se deba a que yo conozco perfectamente sus intenciones.

No importa que lluevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora