29. Tendré que quitarle la cursilería a besos

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«Ve a tu casa»

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«Ve a tu casa»

Sonrío al releer el mensaje de Cris. Al final parece ser que cambió de planes, y lo cierto es que me gusta más este que la idea de ir al cine. No soy muy fan de las sorpresas ni de los cambios a última hora, pero me podría aficionar a ellas si implicaran que me esperara en mi cama sin camiseta.

Introduzco la llave y la hago girar, presa de los nervios.

Me muero de ganas de verlo y de dejarle claro que lo quiero. Que no me da miedo reconocerlo, que quiero ser feliz, pero serlo a su lado y por siempre.

Jamás pensé que terminaría pensando en tales ñoñerías como me está ocurriendo ahora. Pero lo que se está despertando dentro de mí por Cris es como una especie de sueño hecho realidad. Enamorarte de alguien con quien lo puedes compartir todo, ¿quién no querría eso?

Recuerdo cuando de niña me pasaba horas y horas delante de la televisión viendo películas de Disney, insultando a todas las princesas porque consideraba que no tenían dignidad y que, además, no me parecía posible sentir las malditas mariposas en el estómago de las que tanto presumían. Y durante años creí que así era.

Siento el corazón en la garganta.

Presiono los labios justo antes de empujar la puerta un poco más. Y mi vista se posiciona en una especie de alfombra hecha completamente con pétalos de rosa.

Vaya, mira que es cursi. Me río y niego con la cabeza. Esto no es para mí, pero vaya, si a él le hace ilusión lo toleraré.

Camino con pasos lentos, retrasando el momento. Aunque lo único que quiero es llegar a su lado y comérmelo a besos. Bueno, y decirle que para la próxima cambie las rosas por un par de entradas para algún partido de baloncesto y una pizza. Un plan mucho mejor sin duda.

Las alfombra improvisada se termina a la altura del salón. Me muerdo el labio inferior y abro la puerta con cuidado para encontrarme con toda la habitación repleta, ya no solo de pétalos de rosa, sino también de velas.

Uf. Tendré que quitarle la cursilería a besos. Madre mía.

Me río como una adolescente mirando hacia todos lados, hasta que siento unos ojos sobre mí. Me quedo helada.

Lo observo como si fuera un extraterrestre.

—Hola, Andy —susurra, acercándose a mí con una tonta sonrisa.

—Andrea —lo corrijo rápidamente.

¿Qué diablos hace en mi casa?

Veo como asiente y se acerca todavía más a mí. Mueve los labios, supongo que está diciéndome algo pero a mí me da igual. No lo escucharía ni aunque quisiera. Las bisagras de mi cabeza intentan comprenderlo todo, atar cabos de cómo y, sobre todo, por qué está en mi casa de caramelo —producto de toda la cursilería que suelta el muy idiota por los poros—, disfrazado como un pingüino y mirándome de esa forma; y eso me impide escuchar cualquier cosa.

No importa que lluevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora