23. Tal vez solo la pones perraca

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Puto sol. Me giro hacia un lado y después hacia el otro. ¿Quién le dio permiso para meterse en mi piso? ¡Fuera!

Me tapo la cabeza con la almohada y pido mentalmente a algún ser supremo que comience a llover con fuerza para que ese sol desaparezca. Pero a los dos minutos me doy cuenta de que mis ruegos no fueron escuchados por nadie.

Resignada me levanto de la cama, arrastrando los pies, y me meto dentro del cuarto de baño.

¡Madre mía del amor hermoso! ¿Qué me ha pasado? Observo mi reflejo y siento verdaderas ganas de llorar... pero mucho, durante días, meses o incluso años. Doy verdadera pena: con el rímel corrido, el pelo alborotado y el maquillaje por partes. Recapitulemos, ¿qué pasó ayer?

Por el tamaño, forma y tacto de mi pelo sé que me empapé. Bien, algo es algo, pero...

Me llevo una mano a la cabeza, creo que hace mucho que no me duele tanto como hoy. Sin duda tendría que dejar de beber, estoy demasiado poco acostumbrada a hacerlo.

Cojo con violencia una toallita del neceser y me la comienzo a restregar por el rostro. Cuando el tono marrón asqueroso me notifica que ya no puede limpiar más, me hago con otra, y así hasta cuatro.

Mi rostro sin maquillar no es mucho mejor, la verdad: ojeras y el rostro más pálido que la leche. Madre mía, Andrea, si sales hoy... ¡triunfas!

Me resigno a vivir con mi rostro de muerta y salgo del cuarto de baño. No tengo ni idea de que hora puede ser, pero me muero de hambre.

Antes de acercarme a la cocina me aproximo a la mesita y observo por encima mi teléfono móvil. No me sorprendo al ver que tengo millones de notificaciones del Whatsapp y del Facebook. Nada nuevo.

Entro en la primera y me percato de que miles son del grupo de amigos: ni las abro; dos son de Joaquín: las abro solo por joder, pero no las leo; y tres son de Cris.

Sin más siento un fuerte escalofrío y un dolor que se me deposita en la boca del estómago, a la vez que pequeños recuerdos van apareciendo en mi mente. Mierda, la cagué.

Me tapo la boca y tiro el móvil sobre la cama sin entrar en su conversación.

¿De verdad le pregunté si estaba celoso? ¡Sí, sí, sí! Dios, soy imbécil.

¿Quién fue la que dijo: vamos a dejarlo pasar? ¿Vamos a fingir que nada ocurrió entre nosotros? ¿Vamos a seguir como si nada? ¡Ahhh! Seré idiota.

Comienzo a dar vueltas por la habitación, tal como si estuviera loca de remate, hasta que llego a una conclusión: tengo que coger el toro por los cuernos. Yo la cagué, pues yo lo soluciono y... ¿qué mejor que culpar al alcohol de ello?

Agarro el móvil y entro en su conversación sin más, con intención de inventar una tonta excusa: «¿Ayer? ¡Qué dices! Ayer a las doce estaba en casa durmiendo... ¿no lo soñarías?». Me adora, cuela fijo. Pero antes de comenzar a hacer reales las palabras que cruzan mi mente, mi vista se deposita en su primer mensaje, nada más y nada menos que a las ocho menos cuarto de la mañana. ¡Pues sí que es madrugador!

No importa que lluevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora