Prólogo

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<< ¡Sácame! ¡Vámonos! ¡Me meo! >>

Recobro la consciencia con el ceño fruncido tras cuatro insuficientes horas de sueño. Este dolor de cabeza no es la mejor manera de comenzar un sábado.

<< ¡Quiero mi paseo ya! ¡Es injusto! >>

—¡Calla, puñetero chucho molesto! —Envuelvo mi cabeza en la almohada para intentar amortiguar el dolor y la mala leche.

<< ¡Ya, ya, ya, ya! ¡Ahora! ¡Es tu obligación, cacho vago! >>

—Te odio... —Lo ha conseguido. Me he desvelado.

<< ¡Venga! ¡Sal de tu cuarto! >> Sus patitas rascan en la puerta. Seguro que ya ha dejado marca en la madera.

—Que siii... —Aparto el pesado edredón, saco la pierna derecha, luego la izquierda y realizo el único abdominal del día para erguirme lentamente. Desvío la mirada hacia el reloj del móvil "Las siete y media. Ese chucho debe tener un reloj en la vejiga" y consigo ponerme en pie para comenzar a bambolearme cual zombi hacia el cuarto de baño.

<< ¡Hola! Ya era hora. ¡Vístete! ¡De prisa! >>

—Buenos días a ti también, Hércules. —Me sigue zalameramente entre saltos, cabriolas y lametones a los tobillos: por poco no me tira al suelo. Nunca entenderé cómo tiene siempre tanta energía, siendo tan pequeñín.

Sujeto mi erección matutina frente a la taza del retrete mientras intento pensar en algo que me la baje, y finalmente el chorrito dorado empieza a surgir cada vez más fuerte. Espero estar acertando dentro.

<< ¡Qué envidia! ¡Yo quiero! ¡Bájame a la calle! >>

—¡Cállate ya! Seguro que has despertado a los vecinos. Esta semana ya se me han quejado por los ruidos.

Tras vestirme con la chaqueta y unos vaqueros gruesos (¡cojones! ¡qué frío hace en Madrid a principios de año!) agarro la correa de Hércules, las llaves, el móvil y salgo al rellano. Mientras sube el ascensor, amarro al perrillo marrón intentando no pillarle ningún mechón de ese pelo tan largo que tiene. Ya dentro de la cabina, me miro al espejo por costumbre intentando despertarme del todo.

Me despeino el cabello a propósito para que parezca "casual" y subo la cremallera del abrigo ante los ojillos negros de mi yorkshire. Me mira con adoración. Automáticamente me agacho y le acaricio tras la oreja izquierda.

<< ¡Gracias! Te quiero. ¡Te quiero! >>

A ver, que ni entiendo lo que me dice ni estoy loco. Traducir mentalmente sus ladridos o expresiones comenzó a modo de juego cuando mi ex y yo adoptamos al chucho; Hércules ladraba y teníamos que adivinar lo que podía querer decir. Se me ha quedado la manía.

—Vamos allá.

Mientras paseo por mi calle dejo que orine únicamente en árboles y ruedas de coche, pero le obligo a continuar andando si veo que va a soltar un merzullo. Si lo hace aquí, me tocaría recogerlo, y eso me da demasiado asco. Si llegamos al descampado de la esquina con "la carga" intacta, servirá de abono en la tierra y nadie podrá decirme nada por abandonarla donde caiga.

"A ver, plan para hoy:

Primero desayuno. Luego juego un rato con la Play. Quedaré con Damián para el aperitivo. Puliré el guion del vídeo (¿de qué era? ¡Ah! "Corrupción y política". Muy visto, pero siempre eficaz a la hora de conseguir unos buenos "me gusta" en mi canal) y se lo mandaré a Damián para que me haga los últimos retoques. Luego tengo que ir a hacer la compra de la semana. El sábado pasado me costó casi noventa euros y ya no me queda de nada en la nevera ¡Está todo tan caro!"

Refreno el entusiasmo de Hércules a la hora de cruzar la calle (¡va loco!) y pongo rumbo al solar en donde le dejaré hacer aguas mayores, menores e intermedias.

"Yo no tendría que ocuparme de esto. ¡Ni siquiera quería un perro!" Hércules levanta la patita y deja un buen chorro en una esquina. "Comprarle fue un gran error. La ilusión del momento nos llevó a decidir tontamente y ahora toda la responsabilidad recae en mí. ¡Soy tonto! Tendría que llevarlo a la perrera." Llegamos al descampado vallado y mil veces abonado donde me agachó para soltar al perrete, conmoviéndome ante su carita de perenne felicidad temerosa; cualquier proyecto sobre deshacerme de Hércules se desintegra por el cariño que le tengo a este bicho peludo.

—Ala, corre... ¡a cagar!

El yorkshire se abalanza tan rápido que parece que sus patas no tocan el suelo sobre las malas hierbas; se detiene para echar un meo allí o un cerullón allá, olisqueando esto, lamiendo lo otro... y yo me entretengo mirando a los alrededores y frotándome las manos para entrar en calor. Soy uno de los pocos locos levantados a estas horas del sábado pero, si tengo suerte, no habrá ningún puritano cerca que insista en que recoja lo que sale de este culo peludo con patas. Pocas cosas hay que me den tanto asco... ¡y vergüenza!

Madrid, capital de España; tan fría y tan poblada; tan inhóspita y solitaria en estas lindes y a estas horas, pues no vivo precisamente en el centro sino en un barrio mucho más periférico (y mucho más económico). Aun no considero mi hogar esta zona, y es que cada par de años he cambiado mi residencia de alquiler (tras cada ruptura amorosa, para huir de los recuerdos y de posibles encuentros indeseados) y con cada mudanza vuelvo a sentirme como un extranjero. Y no es para menos, porque al fin y al cabo nací en Aragón; allí viví hasta los dieciocho y no creo que llegue a sentirme nunca como en casa fuera de Zaragoza; que por cierto, si este sitio es frío, mi tierra natal era el Ártico, que el Cierzo bajaba desde las montañas helado como para congelar la sangre. Incluso eso echo de menos.

Odio esos melancólicos pensamientos, así que saco mi Galaxy y ojeo los correos pendientes (estadísticas del canal, extractos bancarios, propaganda de viagra y similares...). La lucecita azul me indica que he recibido un mensaje en mi perfil del Facebook, donde sólo incluyo a mi familia y amigos de toda la vida.

Extrañado, abro la aplicación y sigo los enlaces para abrirlo. Mis colegas suelen usar el Whatsapp o me llaman directamente, así que tiemblo al pensar que podría tratarse de alguno de mis hermanos o de mi madre. Tengo la sensación de que cada vez que han contactado conmigo ha sido para echarme alguna bronca o pedirme algo, nunca para saludar o preguntarme qué tal me va todo.

Elevo involuntariamente mi ceja al comprobar que no se trata de ninguno de ellos, sino de alguien que ni siquiera tengo en mi lista de contactos: Ahmed Jamîl. ¿Qué clase de nombre es ese? Y ni siquiera tiene visible su foto pública.

Lo abro con desgana al presumir que será alguna clase de publicidad y, tras leerlo, pasa un buen rato hasta darme cuenta de que tengo los ojos abiertos como platos por la extrañeza. ¿Qué cojones...?

Conversación iniciada Sábado 08/02/2014 3:44

— Ahmed Jamîl

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