Capítulo 25

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Algunos han llegado ya porque sabían venir al sitio o porque han usado el Google Maps, así que hemos de postergar la conversación y salir saludando como los príncipes de un cuento de hadas ante sus súbditos. Allá está aparcando Damián en cuyo turismo trae a tantos de mis hermanos, sobrinos y cuñadas como es legal, ya que han venido a Madrid en tren. Yo ni me preocupo por el transporte de los demás; se han autoinvitado, así que ellos se las ingeniarán. El testigo gitano también ha llegado y nos observa cruzado de brazos, apoyado en su coche; no parece muy amigable. No se ha acercado a saludar en ningún momento y todavía no he cruzado ni una sola palabra con él.

Cuando vamos a entrar, mi padre nos detiene y nos hace esperar allí plantados conforme la gente va llegando a lo largo de los siguientes veinte minutos, y repetimos la sesión de saludos hasta el punto en que yo mismo me siento agobiado. ¡Me duele la cara de sonreír!

El sitio es bastante pintoresco; un edificio de corte moderno construido con paredes de pedraza y grandes ventanales, cuyo enorme aparcamiento entre árboles y jardines parece aislarlo del parque industrial en donde está situado y transportarlo a alguna clase de selva tropical. Ni siquiera me llegan los sonidos de la carretera, tan sólo el silbido una brisilla amable que anima el ambiente veraniego.

Finalmente, cuando entramos en último lugar, empieza a sonar una canción realmente romántica por los altavoces del salón, de esas que las escuchas y te derrites queriendo casarte y vivir comiendo perdices para siempre junto al amor de tu vida. Con un vistazo detecto a la culpable: Patricia, que sabe de mis gustos musicales y ha debido preparar esta tontería. Una tontería que... en realidad me emociona y tengo que apoyarme en Jamîl mientras me ayuda a llegar hasta la mesa del fondo (la grande, la presidencial) donde nos esperan los asientos de honor al lado de mi familia más cercana. Han colocado sendos floripondios enormes a nuestro lado, como enmarcándonos, y una nueva sesión de fotos no se hace esperar. Por suerte el local tiene aire acondicionado y pasamos el día sin mayores calores pese a estar en pleno agosto y llevar traje y corbata.

Ahora puedo ver el lugar por dentro; no es nuevo, pero tampoco es una antigualla. Todo está en buen estado, construido en madera y colocado con sumo gusto para dar una espaciosa sensación de pulcritud y elegante modernidad; y la sonoridad es lo bastante buena como para que las conversaciones de los comensales no se eleven demasiado impidiendo hablar y escuchar. ¡Me gusta!

—¿Estás bien? —le pregunto a Jamîl—. ¿Te gusta esto?

–Está muy bien. —Mi esposo asiente comenzando a darse cuenta de dónde está. Ya lleva un tiempo en España, pero creo que está comparando este "lujo" con lo que tenía en su país. —Espero que... espero que no sea demasiado.

—¡Bobadas! —me hago el chulito—. Tú disfrútalo. Es nuestro día y tenemos que recordarlo para siempre.

Yo no he planificado la posición de la gente (principalmente porque han venido más del doble de los que esperaba cuando hoy me levanté), y me hubiera gustado que Damián y Maite estuvieran en mi mesa para poder charlar y sentirme a gusto, pero se han sentado junto con nuestros amigos de toda la vida. Se me ocurre buscar al otro testigo y no le encuentro hasta al cabo de un buen rato, acomodado en una mesa con gente completamente dispar, de esos que son como las sobras, los que no sabrías con qué grupo iban a hacer buenas migas: solteros, niños, tías segundas... No parece feliz; no habla con nadie y sigue con los brazos cruzados. Bueno, a mí no me va a quitar el sueño.

La comida me sorprende por su excepcionalidad. Jamîl y yo no hicimos ninguna "cata de menús nupciales" ni nada así de pijo; elegimos según nos sonaba bien lo que había en la carta si listaba un precio aceptable, y todo tiene una pinta espectacular que no desmerece a su textura y sabor: De aperitivo una pequeña crema de calabaza tibia con picatostes crujientes y un par de croquetas de zanahoria de suave dejillo, además de ensalada templada y tostas de foie (de hígado de pato al horno, no de foie gras de lata, se entiende); la comida varía entre un arroz a banda torradito, otro de verduras de un consistente sabor a montaña profunda, un filetón de solomillo de ternera del norte de esos que hacen salivar al olerlo y alguna clase de meloso pescado blanco con salsa a base de mantequilla de salvia que parece derretirse en la boca. Recibimos elogios por parte de los comensales como si lo hubiéramos cocinado nosotros; a mí lo que me preocupa será que tendremos que pagarlo.

InevitableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora