Capítulo 33

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Es como si el cerebro quisiera salírseme por el ojo. El dolor es grande, pero la sorpresa aún mayor, y en medio de la negrura noto mi costado golpeándose contra las baldosas.

No termina ahí mi agonía, pues algo que deben ser patadas arrecian sobre mi persona. Los instintos toman el mando y hago precisamente lo que se suele aconsejar en estas ocasiones: hacerse un ovillo y cubrirse en la medida de lo posible la cabeza y la cara. Pero los impactos en las piernas, en los brazos y en el costado siguen doliendo. Ojalá me hubiera dado tiempo a cambiarme; seguro que esto sería más leve con unos vaqueros, pero al menos he conseguido resguardar los testículos y demás entre el abdomen y los muslos.

—¿No te bastó con esclavizarle, verdad? ¡Hijodeputa! ¿Ahora quieres chantajearle? ¡Cabrón de mierda! ¿Y crees que te voy a dejar? ¡Mediahostia! ¡Te voy a dejar paralítico!

Obviamente, tras cada insulto o pregunta llega un golpe, y yo apenas puedo rodar y gritar para defenderme.

<< ¿Qué? ¿Quién...? ¡Qué haces mamón hijo de puta cabrón polla enana! ¡Déjale! ¡Te mato, te mato, te mato, te mato...! >>

«¡Oh, no! ¡Hércules!»

—Dile al perro que se largue o lo chafo de un pisotón, ¿eh? ¡Dile que se largue!

<< ¡Maricojonetagiliputarianotevoyarrancarloshuevosymevoyhaceruncollar! >>

—¡Hércules fuera, vete! —Agradezco el detalle de su protección, pero no puedo ni imaginar cómo me sentiría si este violento energúmeno matase a mi perrico. Abro el ojo que aún me funciona, pero el yorkshire sigue entre mi persona y el gitano, dando saltitos y ladrando tan furioso que los ecos retumban por toda la escalera. Nunca le había oído ladrar tan potente.

—No le pegues al perro, por favor —lo cojo y lo coloco detrás de mí—; sólo quiere defenderme.

—Le corto el cuello, ¿eh? —Mario aprieta los dientes y saca una navaja del cinturón. —¡Que se vaya!

En ese momento, la puerta del ascensor que acaba de subir se abre y, cual celestial aparición, Jamîl entra en el portal más pálido que la muerte y se fija en la escena. Un medio desnudo yo, sangrante y amoratado, intentando sujetar al histérico Hércules que se retuerce gruñendo detrás de mí,  de rodillas ante su novio armado con una navaja .

—¡Mario! —Mi ex-marido se acerca en dos zancadas y se coloca entre el agresor y yo, con los brazos abiertos. —Pégame a mí si te atreves.

—¡Apártate, Jamîl! —le pido asustado hasta lo indecible. —¡Va armado! —Si me era imposible aceptar el imaginarme a mi perro agredido, la posibilidad de que mi indio sea asesinado por defenderme, me aterra hasta lo imposible. Le agarro del camal del pantalón sin darme cuenta de que le mancho la ropa de sangre. —Vete, ¡vete Jamîl!

Mario parece dudar. Tiene los dientes apretados y aún sujeta la navaja en la mano, pero Jamîl no se aparta.

—¿Me la vas a clavar? Vamos, valiente.

La puerta de Doña Asun se abre y compone una impagable expresión de susto bajo su cardado repleto de rulos. Su gritito se junta a los ladridos de Hércules y, antes de cerrar de nuevo la puerta advierte con un chillido:

—¡Voy a llamar a la policía! —Ante la mención de la pasma, el gitano pliega la hoja de su filo.

—Sabes que nunca te haría daño a ti. Pero a ese mal nacido que quiere robarte...

—Nadie quiere robarme. ¡Vámonos de aquí! –le asegura mi ex-marido.

—Vale. Pero tú... —dice señalándome con chulería— dile adiós a Ahmed para siempre, porque no volverás a ponerle los ojos encima, o te saco las tripas y te ahorco con ellas. —Los gitanos enfadados siempre son muy gráficos.

InevitableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora