CAPÍTULO 32

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Lunes 23 de febrero, 2015

Esa madrugada Sydney se preparaba para amanecer con lluvia. La preciosa ciudad australiana donde el sol no perdonaba a nadie, se resignó a bañar sus calles ese día, dándole así un respiro a su gente.

Aún era temprano, toda la ciudad dormía, incluida ella. El techo y sus padres la habían observado dormir plácidamente unas horas antes, ahora el techo los observaba a los tres.

Margaret y Bill dormían casi por primera vez tranquilos en semanas. Su hija estaba mejorando y no había más felicidad que notar que cada día que pasaba, la joven Emma parecía más llena de vida que el día anterior. Amelia, la alocada de Amelia como era conocida en casa, había llegado de Italia con nuevos motivos para hacer sonreír a Emma. Le estaban infinitamente agradecidos por ello.

Ella abrió sus grandes ojos verdes y miró el techo. Le sonrió primero a él, al techo, como había cogido por costumbre desde que ingresó en el hospital, como si le agradeciera poder despertar un día más y verlo ahí.

Luego ladeó la cabeza para ver a su madre ahí. La admiraba, se preguntaba cómo se podía dormir en un sofá casi todas las noches y despertar con tanta alegría al día siguiente, con tantas ganas de pasar el día entero en esa habitación y más radiante que el día anterior. Definitivamente, quería ser como ella de mayor.

Cambió la dirección del enfoque de sus ojos y lo dirigió a su padre, quien dormía en un sillón. Le miró por un buen rato, sin querer perderlo nunca. Quería conservarlo así, como su hombre favorito el resto de su vida.

Miró por último el baño y echó a correr de puntillas como una niña pequeña que no quería despertar a sus padres. Más tarde, volvió a la cama y volvió a cerrar los ojos.

Los volvió a abrir una hora exacta después. Miró al techo asustada. Le preguntó a él qué pasaba. Se llevó una mano a la frente y comprobó que lo que percibía sobre su piel era sudor. Miró en dirección a sus pies para comprobar cómo se movía rápidamente su abdomen, acorde a su respiración descompasada y acelerada.

Respiró por la boca e intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas. En ese momento miró hacia el precioso vestido que le había traído y confeccionado su prima Amelia, a esa que quería como una hermana mayor. El vestido colgaba de la manilla de una ventana, esperando a que Amelia llegara para hacer el arreglo del tirante que faltaba y que Emma se lo probara para ver qué tal le quedaba con el arreglo hecho. Entrecerró los ojos, muy cansada, sin poder mantenerlos por más tiempo abiertos, pensando en que tal vez tenía que descansar un rato más.

Unos minutos después comenzó el caos. Margaret y Bill despertaron al unísono de un sobresalto, viendo como Emma respiraba mal y los aparatos del hospital anunciaban lo temido. Estaba pasando algo que ellos no comprendían, o no querían comprender.

Se miraron asustados, como muchas otras veces, y se acercaron a la camilla para despertar a su hija, la cual no parecía estar del todo despierta.

—Emma, cariño —llamaba su madre mientras golpeaba levemente su mejilla.

—Cielo, abre los ojos y míranos —le pedía su padre sujetando su mano entre las suyas.

Las lágrimas provocadas por el miedo se aglutinaron en los ojos de Margaret, la responsable de que Emma tuviera los mismos ojos verdes que ella. Se apresuró a tomar el rostro de su hija y a besarle la frente.

—Cariño mío, míranos —le pidió.

Emma seguía sin dar respuestas positivas. Bill echó a correr hacia la puerta para llamar a alguien. La enfermera con la que habían hecho buenas migas no se hizo de esperar y entró corriendo para comprobar lo que pasaba.

En las botas de DerekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora