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"Y hablo conmigo mismo en las noches Porque no puedo olvidar De ida y vuelta en mi mente Detrás de un cigarrillo Y el mensaje que viene de mis ojos Dice que lo deje" –The White Stripes, Seven Nation Army.
Cuando salí de casa, no pensé que terminaría ayudando a LuHan. Ni siquiera se me pasó por la cabeza. Yo esperaba tener un día calmado, porque el cielo estaba despejado y había suficiente sol como para andar sin abrigo, pero si te hacías a la sombra, el viento te congelaba hasta lo que no te podía congelar.
Yo, en realidad, creía que iba a ser una tarde normal, sin trabajo que hacer porque no tenía ninguna traducción pendiente, y estaba –en los márgenes de lo posible– feliz.
Creo que Dios me odia porque, al escuchar mis felices pensamientos, decidió hacerme de ese día el peor de mi vida.
Me subí a uno de mis autos del parqueadero, el pequeño para poder andar por ahí sin cuidado, y salí feliz con mi billetera en el bolsillo del pantalón, al igual que mis llaves y una goma de mascar.
Llevaba un hoodie gris, unos jeans sueltos y Vans. Ni siquiera me puse medias. No iba a durar mucho tiempo fuera de casa. Solo necesitaba ir al súper y ya estaba. Comprar unas cuantas cosas para comer (y papel higiénico, que el día anterior se había terminado) para ver películas tirado en mi cama todo el día. Tan solo eso, no era más.
Un par de cuadras lejos de mi casa, aparqué a un lado de la acera frente al mercado más cercano y salí confiado del auto. Entré campante, directo a la sección de congelados y saqué helado y aros de cebolla. Los metí en un carrito cerca, despreocupado.
El lugar estaba casi vacío. Solo estábamos el cajero, una señora de mayor edad (sola, pobrecita), una pareja y yo.
No le di vueltas al asunto a pesar de que siempre me fijaba mucho en las cosas a mi alrededor por más inútiles que fueran. Paseé por el lugar y cogí frituras, salchichas, frituras, queso, pan y más frituras.
Pagué por todo con gesto aburrido. Estaba ansioso, en el fondo, por llegar a casa y hacer mi adorado maratón de películas. Antes de irme, ayudé un poco a la señora de mayor edad que parecía estar teniendo un mal rato con sus vegetales (se le resbalaban todo el tiempo de las manos) le hice un poco de charla y, finalmente, metí las cosas a mi carro.
Unos cuantos metros más atrás, una camioneta estaba descuidadamente aparcada. Un par de hombres encapuchados estaban detrás, apoyados en la compuerta trasera, hablando de algo en voz muy baja. No estaban tan lejos, yo podía verlos casi claramente, pero pasaron de mí.
Entonces pude sentir mi pulso agitarse y mi mirada recorrer varios lugares a la vez sin saber dónde posarse, porque definitivamente sabía que algo andaba mal y tenía una corazonada, una muy mala.
Cerrando el baúl, me dirigí con pasos dudosos a mi asiento mientras miraba continuamente para atrás, donde estaban los hombres. Había algo sobre ellos que no me daba buena espina para nada. Así que cerré la puerta del auto, bajé un poco una ventana, arreglé el espejo retrovisor para poder verlos bien desde ahí y me quedé quieto por un buen rato, examinando el más mínimo detalle.
