IV. Ya no está

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Siento un dulzor que no reconozco, un aliento que quema, un olor de colonia que me distrae. No me cuadra. Abro los ojos y no es él, el beso que me ha despertado de mis sueños de cielo no procede de sus labios. No recuerdo quién es su dueño.

Hace un tiempo que ya he perdido la cuenta de los hombres que me acompañan un rato e intentan suplir aquello que me falta, lo que te quedaste cuando decidí marcharme.

Me muevo en el colchón, intentando alejarme lo máximo posible de esos labios que me buscan. No quiero que me encuentren. Ya no. Ha llegado la mañana y con ella la claridad de los pensamientos y los remordimientos de no poner punto final a esta espiral de locura en la que se ha convertido mi vida. Por suerte, mis "amigos" siempre son muy discretos y nunca nadie se ha hecho eco de mi voluntad de apagar los recuerdos con piel sin nombre. Supongo que en el fondo, todos ellos no quieren reconocer que no han sido nadie entre mis brazos, que no han logrado que grite su nombre ni en las raras ocasiones que alguno de ellos, los más experimentados, han conseguido que mi cuerpo actúe solo, y el placer vuelva a hacer fluir la sangre a mis mejillas.

Nadie sabe hasta qué punto te busco. Nadie sabe hasta dónde he llegado por simplemente recordar tu olor. Tu sudadera gris, aquella que te olvidaste, hace tiempo que dejó de servirme como consuelo, a pesar de no haberla lavado ni en una ocasión, las noches de vela a mi lado, han acabado evaporando el aroma que te mantenía a mi lado.

No hay noche que no me acuerde de ti, que no crea que cometí la mayor estupidez de mi vida dejándome arrastrar por la incapacidad mental que me provocaron los celos enfermizos hacia tu Lorena. Aún hoy, después de casi tres años, decir su nombre me deja un regusto amargo. Aquellas fotos con su mano en tu rodilla y tu a dos centímetros de sus labios fueron demasiado. Aguanté ver durante meses cómo su cuerpo de curvas perfectas, esculpidas en piel bronceada y tersa, se paseaba por nuestro piso con apenas un pantalón corto y una camiseta de tirantes que mostraba más que cualquiera de mis sujetadores. Soporté con media sonrisa que como buen caballero y amigo que eras, quisieras echarle un cable y le ofrecieras que se alojara con nosotros hasta que terminaran de arreglar los desperfectos que una vecina nonagenaria con propensión al cigarrillo pero sin memoria alguna, ocasionara en su piso tras un incendio que afectó a dos plantas del edificio.

Cada día me iba al trabajo con la sensación de no saber qué me iba a encontrar a la vuelta, obsesionándome por oler nuestras sábanas al llegar a casa, por si su "Amor Amor" las había colonizado en tanto yo me peleaba con nuevos acordes y nuevas fechas de conciertos.

Nunca encontré un gesto que delatara que la mirabas con ojos golosos. Nunca tus brazos se acercaban más del abrazo de consuelo de rigor. Pero ella seguía allí, entre nosotros, como un muro que no podía saltar sin miedo a que pensaras que exageraba. Sintiéndome culpable por no poder apoyarte ayudando a una amiga. A una amiga de cuerpo perfecto y piernas sin censurar.

Tú sonreías cuando te hablaba de su "perfección" y resquebrajabas mis dudas a base de besos y caricias sin final. Demostrabas con tus labios que tus suspiros de placer siempre tenían un nombre, el mío. Y yo siempre acababa satisfecha, henchida de amor y pidiendo perdón por ser tan malpensada...

Hasta aquel día, que estando lejos de casa, por un acto de promoción, una periodista con la cual tenía una relación tirante, decidió que el mejor momento para regalarme la oportunidad de ver las fotos que su revista publicaría al día siguiente era una rueda de prensa con medios de 20 países diferentes. Las imágenes quemaban en la mesa donde fueron pulcramente dejadas a mi vista. La mano en la rodilla, las cabezas demasiado juntas, las miradas de complicidad, poca luz y mi imaginación ya desbocada hicieron el resto.

Respondí a todas las cuestiones en un estado de semiinconsciencia. No podría reproducir ni aunque me esforzara la mayoría de palabras sin sentido que solté. Únicamente veía una mano en la rodilla, y unos labios cercanos a la traición. Cuando pude escaparme, cogí el primer vuelo a casa. Necesitaba sentir que esas fotos no eran reales. Pero abrí la puerta y lo primero que encontré fue una melena morena esparcida por el pecho de mi amor, del único hombre en el que había confiado mis miedos y compartido las mejores vivencias de lo que había sido nuestra vida. No pude más. Las lágrimas cerraron con su humedad la puerta de la duda, y el dolor desgarrador del engaño se ancló en mi pecho hasta hoy.

Las maletas y las cajas se hicieron luego, gracias a los amigos que me ayudaron sin preguntar demasiado, que aguantaron estoicamente los envistes desesperados de aquel que me había perdido con una melena que no era mía dormitando en su pecho. Solo le deje una explicación en un sobre: una copia de las fotos de la revista ,y una foto en su móvil donde su Lorena se confundía con él en el sofá.

Los ruegos, explicaciones y aclaraciones, quedaron en mi contestador sin ser escuchados. Necesitaba alejarme y necesitaba escapar de su aroma. Cambio de piso, cambio de ciudad e incluso durante un tiempo, cambio de país. Intentos vanos que ayudaron a fortalecer mi carrera pero que no lograron el objetivo de alejarme de él. Lo seguía teniendo en mis huesos. Lo sigo sintiendo en mi sangre.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora