XIV. Pánico al despertar

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La luz me molestaba. Intenté en vano apartarla con mi brazo en los ojos. Quería continuar donde estaba. No quería despertar. El alcohol que hacía unos minutos justificaba una de las mejores experiencias, ahora patrocinaba un dolor agudo en las sienes que incrementaba mi aversión a la luz.

Me giré en la cama intentando taparme con la sábana, y me costó cubrirme con ella, pesaba. Abrí un ojo con esfuerzo y un pinchazo profundo atravesó mi cabeza. Pánico.

No estaba sola en la cama. Encima de mi sábana había un hombre en ropa interior. Y no era él. Pavor. No recordaba nada. No sabía quien era. Ni siquiera recordaba haber llegado a casa. Maldije a Brays y a sus "copas mágicas contra el dolor".

No podía ser. No me importaba compartir mi cama, de hecho, lo hacía a menudo, pero siempre era consciente y siempre era yo la que elegía. Mis "amigos" eran seleccionados con esmero. Debido a mi fama me tomaba mi tiempo hasta que decidía si alguien era un buen candidato a jugar conmigo. Y absolutamente nunca me había despertado con la incertidumbre de saber si había tenido sexo. No me gustaba esta sensación, la falta de control me mataba, no recordaba nada. ¿Quién era el hombre de barba incipiente y cuerpo atlético que roncaba ligeramente a mi lado? ¿Me había llevado a casa? ¿Sabía quién era yo? ¿Se había acercado a mí precisamente porqué me había reconocido? ¿Habíamos dormido o habíamos intimado? ¿Usamos protección?

Me iba a estallar la cabeza. Miles de preguntas sin respuesta por el momento. Debía despertar al bello durmiente para que iluminara mis vacíos... Un pinchazo agudo, intenso, de esos que dejan sin respiración me atravesó el pecho. Recordé un sofá pistacho, una mirada triste, perdida, fija en mí. El pánico empezó a atenazarme. Las lágrimas se desbordaron. No podía contenerlas. El aire no me llegaba. Tenía que salir. No podía parar. Estaba hiperventilando intentando encontrar un aire que ya estaba nutriendo mis pulmones pero yo no notaba. Y fui consciente de que estaba sufriendo un ataque de ansiedad. Tenía mucha experiencia en ayudar desde fuera, pero era la primera vez que estaba experimentando la incapacidad de controlar mi propio cuerpo. Llorar no era una opción, era la única salida que mi cuerpo me permitía.

Tambaleándome por el esfuerzo, salí de mi habitación y tropecé con los taburetes que acompañaban la barra de desayuno que separaba nuestra cocina del salón. Abrí las puertas del balcón y me aventuré desesperada al exterior. Necesitaba notar el aire. Me era totalmente indiferente que cualquier transeúnte que en esos momentos cruzara la Gran Vía madrileña a nuestra altura pudiera verme en ropa interior. Me estaba asfixiando. El pudor no entraba en la ecuación.

Y de esta guisa me encontró Aitana. Alertada por los golpes con los muebles, había salido de su habitación, aún con marcas de las sábanas en sus mejillas juveniles y había seguido mis pasos hasta encontrarme en el suelo del balcón boqueando como un pez fuera del agua y con la cara tiznada del rimel caído por las lágrimas. Asustada, me llamó con un susurro bajo y se acercó a mi preguntándome qué me pasaba. Entre jadeos de angustia le pedí que me trajera una de las pastillas que Javi me había traido hace unos meses para relajarme antes de dormir, eran de la herboristería de nuestra prima, quien le había prometido que me ayudarían a dejar los demonios en la mesita de noche sin efectos secundarios. No las llegué a tomar. No me gustaban los medicamentos, ni aunque fueran naturales. Pero ahora necesitaba la paz que me pudiera proporcionar la capsulita naranja que olvidada en su frasco dentro del botiquín del lavabo esperaba su turno para ser útil.

Aitana asustada como estaba, corrió a realizar el encargo, y con un vaso de agua volvió en segundos. Me tomé la pastilla y me intenté tranquilizar. Sabía de primera mano que los mantras que Xuan nos enseñó eran de mucha utilidad para acompasar el ritmo de un corazón acelerado. Así que recordé todos aquellos pasos que él daba, y los imité. Aitana, que había asistido como yo a alguno de esos rituales, comprendió al fin que me ocurría, y se sentó en el suelo del balcón, a mi lado para acompañarme. Esa era ella, nunca me dejaba sola.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora