XIII. Una experiencia en el recuerdo

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Cerré la puerta de un golpe, con el pie, sin importarme el estruendo que supondría a estas horas de madrugada. Mis preocupaciones estaban en otro lugar. Se estaba peleando con el broche de mi sujetador y yo necesitaba que me liberara ya. El alcohol consumido flotaba en el ambiente. Nos volvía torpes y audaces. Necesitaba con urgencia que mis pechos recibieran las atenciones que sus manos de dedos largos y firmes prometían. Mis pezones dolían esperando que su boca los acogiera.

Tropezamos con la mesa y el golpe nos hizo parar. Nos miramos a los ojos y sus pupilas oscuras dilatadas por el deseo me apresaron. Sus labios lucían la media sonrisa que me volvía loca y se mordía ligeramente el labio inferior sin separar su oscuridad de mí. Ensanchando su sonrisa, me guiñó un ojo y sujetándome de la cintura me levantó, colocándome encima de la mesa. Sin dejar de mírame, colocó sus manos en mis rodillas y las separó. Jugando con él, aumenté la presión de mis muslos, dificultando su apertura. Se dio cuenta, y reaccionó acercando su aliento de fuego a uno de mis pezones, que lo esperaban rígidos de deseo. Cuando cada célula de mi cuerpo gritaba por sentir sus labios, se apartó dándome a entender que mis pechos recibirían los mimos que suplicaban si yo abría las piernas para él.

Con la respiración entrecortada, mis rodillas cedieron a su demanda, y se colocó entre ellas. Mi vestido subido ya por la costumbre, dejó a la vista mi ropa interior de encaje negro, esa que le regalé para su cumpleaños, porque siempre decía que yo era su mejor regalo.

Cumpliendo su promesa silenciosa, rozó con su nariz mis pezones y los empezó a lamer delicadamente, saboreándolos, atacándolos. Mientras uno de sus dedos comprobaba si estaba preparada para él. Siempre lo estaba. Me introdujo un dedo, pero se perdió en mi humedad, así que introdujo otro, suspiré. Me mordí los labios. Me retorcía. Siguiendo con sus envestidas, sin frenar el ritmo, otro dedo se sumó a la fiesta. Estaba completamente dilatada, mi líquido recorría mis piernas y mojaba sus pantalones que aún no habían caído al suelo. Y la fricción salvaje pudo conmigo. Me corrí apretando los labios contra su pecho, le mordí hasta hacerle sangre. No era consciente de mis actos. Era puro placer que me recorría todo el cuerpo y dejaba mi mente sin racionalidad alguna.

Con la palma de su mano derecha recorrió mi entrepierna recogiendo parte de la humedad que el orgasmo había dejado a su paso, y mirándome desafiante untó mis pechos con ella. Se lamió los labios con gula, y goloso, atacó mis pezones con sabor a placer. Mi excitación llegó al límite viendo cómo se relamía. Le acerqué aún más entre mis piernas y desabrochando sus pantalones, bajé el bóxer que contenía su miembro rebosante y masajeándolo lo aproximé a mi abertura, rozando su suave punta con mi clítoris endurecido. Me estaba estimulando yo misma, usándolo a él para volver a llegar al clímax, y él me lo permitía incrementando la sangre en su miembro, vibrando de excitación. Paré y lo introduje en mí. De un movimiento, seco, brusco. No se lo esperaba y un grito ahogado se perdió en el silencio de la noche. Esa fue la señal para iniciar su danza, entró y salió de mí tantas veces que perdí la cuenta, se recreó y paró cuando creía que no aguantaba más. Y volvía a empezar su cadencia infinita. Rozando mi "botoncito" con cada movimiento de sus caderas con su vello púbico, y no fue hasta que grité su nombre, cuando se permitió deleitarse, y con varios compases llegó su gloria. Se estremeció hasta minutos más tarde. Había sido muy intenso. El alcohol no había embotado nuestros sentidos, al contrario, había contribuido a agudizar el placer, había ralentizado nuestros movimientos propiciando que nos lleváramos más al límite. Sería una experiencia para recordar.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora