VI. Café con mi destino

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Hoy lo estaba intentando con especial ahínco, el rubio que ayer me acompañó era amigo de mi primo, y no me interesaba quedar como una bruja que no hace el esfuerzo ni de acordarse de un nombre. Pero no había manera... empezaba por A...Alejandro, Alberto, Antonio...no me acordaba. Era desesperante. Con los ojos cerrados por el esfuerzo, intentando que las imágenes de la cafetería no me distrajeran de mi tarea, caminé por instinto a recoger mi café. El de todos los días. Lo podría identificar de memoria: un frapuccino con leche desnatada. Enfrascada en mis pensamientos y distraída como de costumbre, no percibí que en segundos mi camiseta de topos blancos sería víctima de un café extraviado por su dueño. Mi camisa ardía, y yo no podía parar de maldecir mi mala suerte. Entonces una voz que creía que ya no volvería a escuchar más que grabada, pidió perdón por su torpeza. Sin atreverme a levantar la mirada que examinaba el alcance de la tragedia en mi vestuario, susurré que no importaba e intenté que no me reconociera. Al fin y al cabo, había cambiado mucho en estos 3 años. Mi melena antes larga y ondulada, ahora descansaba sobre mis hombros, sin llegar siquiera a rozarlos, y mi color natural había sido sustituido por un tono más cobrizo, más intenso, que según Bob, mi estilista, hacía que mis rasgos resultaran más exóticos...cosas de marketing.

No contaba con que aunque nuestros caminos hacía ya mucho que no se cruzaban, ambos éramos personajes públicos, por lo que él seguramente me había visto en mil ocasiones de revista, así como yo sabía que sus rizos habían dejado de existir y rara vez se intuían en su pelo extremadamente corto.

Efectivamente, ni mi nuevo color, ni mi corte, ni mi nuevo vestuario, le habían distraído. Sabía quién era, y era consciente de que yo le había visto. Lo que quizás ni siquiera sospechaba en ese momento, es que yo le hubiera reconocido entre millones de personas, daba igual su pelo, su ropa, su acento o si se cambiaba la cara, su olor era inconfundible. Para alguien entrenado como yo en paladearlo todos los días durante más de 5 años, se había convertido en su característica más personal. Lo reconocería siempre. Aunque un nuevo perfume intentara enmascararlo. Su aroma me enloquecía. Tenía que reaccionar y alejarme, o mi camiseta acabaría en el suelo del local sin necesitar la excusa de un café derramado.

Pero él se adelantó, me leyó en un instante. Eso no había cambiado. Hay costumbres que se arraigan tanto en nuestro ser que surgen por instinto, sin mediar razón alguna. Y él me había leído como siempre. Antes de permitirme huir, rozó mi barbilla con su mano de dedos largos y firmes y me obligó a mirarlo. Sin rodeos. No pude evitar más su mirada. El brillo de sus ojos parecía el de siempre, su oscuridad seguía atrapando a los incautos que osaban adentrarse en ella más tiempo del permitido.

El escalofrío que recorrió mi columna y alteró todos los nervios de mi cuerpo nació en mi entrepierna. En ese punto que solo oírle había reaccionado humedeciéndose como a él le gustaba, como siempre repetía. No podía permitirme ir por ese camino, tenía que frenar a mi cuerpo. Así que armándome de un valor que hacía siglos había perdido, le aguanté la mirada y deje escapar un tímido "hola" apenas audible para el ser humano.

Pero él me oyó. Él siempre me escuchaba. Y la sonrisa más bonita del mundo apareció para iluminar su brillo natural. Me dijo que se alegraba de verme e intentó mantener una conversación mínimamente normal conmigo. Pero ni mis labios recordaban como se formaban las palabras, ni mi corazón desbocado permitía que yo misma me oyera. Así que tras repetir que no importaba mi camiseta destruida, intenté huir hacia delante. La salida no estaba lejos y yo me sentía con la capacidad de correr un maratón con tal de perderle de vista y recuperar la cordura abandonada entre la purpurina de sus ojos. Y él me dejó de ir, de nuevo, pero con la promesa esta vez de que encontraría algún día para conversar. No sé de qué quería hablar. Todo lo que teníamos que decirnos, lo dije yo con el sobre que le deje. No había más palabras que cruzar. Cualquier gesto añadido sería inútil. Pero su condición para no insistir más ante la pequeña multitud que se había congregado para vernos de nuevo juntos con un café derramado de por medio, había sido la de hablar, y yo había aceptado. Aunque las promesas se puede romper...él prometió que me amaría siempre y el cuerpo de curvas perfectas le hizo sucumbir. Nada ni nadie es perfecto. Nada es para siempre. Así que quizás esta promesa también se pudiera romper.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora