XV. MD

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Recuperada ya de mi primer contacto con la ansiedad en mayúsculas, tras pasarme todo el día amodorrada en el sofá, viendo capítulos de "Friends" cuyo dvd ya tenía el logo sobreimpreso medio borrado de tantas veces que había sido introducido en el reproductor, me sentía mucho mejor. El alivio de saber que no tenía que preocuparme por las consecuencias nefastas de una noche de sexo sin control, provocó que me relajara, hasta el punto de relativizar mi preocupación por lo que él pudiera ver o intuir.

Yo era una persona libre que podía elegir con quién quería compartir mi tiempo, y cometer las locuras que me apeteciera. Ya no tenía que dar explicaciones a nadie. Hacía mucho tiempo que mis salidas nocturnas habían quedado amparadas en el secreto de mis "amigos". Simplemente disfrutábamos y nos despedíamos con sendos besos en las mejillas. No me tenían que dar ningún tipo de explicación ni yo a ellos. Esa vida era cómoda, fácil. Aunque no me resultara completamente satisfactoria, era lo mejor a lo que podía aspirar. Así que durante mis horas de reclusión voluntaria en el sofá, me obligué a quitar importancia a la reacción que él pudiera tener, convenciéndome de que estaba ocupando mis pensamientos simplemente por la sorpresa del reencuentro. Ya no tenía importancia en mi vida. Solo fue un capítulo del pasado... un capítulo muy importante... una historia fundamental...la historia de mi felicidad.

Pero ese capítulo estaba ya acabado y él había reescrito encima su historia con otra. Fin.

Molesta de que mi mente viajera hubiera llegado a su Lorena, sin pretenderlo, casi por costumbre, decidí que era hora de darme un capricho y nada mejor que una copa de vino blanco dulce y una tableta de chocolate con pasas y avellanas. No era helado de chocolate, así que no estaba desobedeciendo a Javi.

Tres copas más tarde, me encontraba en el mismo sofá, en la misma posición, ya sin chocolate, y con un mensaje directo escrito por twitter tras haber estado cotilleando su perfil. Lo había hecho. No podía creerlo. Definitivamente, debía alejar el alcohol. En 24 horas había cometido varias meteduras de pata y todas obnubilada por una copa.

Fui a la cocina, y vacié el contenido de mi copa en el fregadero. Fue más un gesto simbólico. Hacía rato que el vino había desaparecido casi al completo.

Y en esta tesitura, Aitana me encontró. Siempre llegaba en los momentos trascendentales de mi vida. Pero esta vez no venía sola, Roi llegaba tras ella con dos bolsas cargadas de lo que parecía  bebida para dos semanas.

Tras recibir a mi amigo con un abrazo, y explicarles mi decisión de mantenerme sobria de por vida, los dos empezaron a reír por mi teatralidad. En ocasiones solemnes tendía al dramatismo. Aunque la sonrisa se les fue rápido cuando les enseñé mi móvil. Aitana podría haber competido con la mítica escena del cangrejo Sebastián de " La Sirenita", tal fue el asombro que su boca reflejó. Y Roi leyó y releyó el mensaje mil veces. Ambos atónitos.

Tenía que concederles que si la situación hubiera sido a la inversa, mi cara hubiera reflejado el mismo estupor. Después de tres años escuchándome y sintiendo mi aversión por tener conciencia de cualquier aspecto de la vida de él, llegan al piso para anunciarme que han planeado hacer una fiesta el viernes por la noche para distraerme de los recientes acontecimientos, y yo le he enviado un mensaje, de forma voluntaria, a aquel del que tanto he renegado. Entendía el alucine.

Volví a la realidad, y el pinchazo del pecho se empezaba a manifestar de nuevo. Aitana, atenta, quitó trascendencia al asunto aportando los datos que ellos como sus amigos conocían de su manejo de las redes sociales: Él no entraba mucho en Twitter. Todos los mensajes que le llegaban eran previamente filtrados (parecía que el proceder no había cambiado con los años). Teniendo en cuenta que sus fans solían inundar el buzón de mensajes directos a diario con miles de notas, resultaba hartamente improbable que mis palabras le llegaran. Podía respirar.

Aliviada porqué mi impulso se perdería en la marea de agradecimientos y declaraciones de amor que él recibía a diario, me centré en la información que mis amigos me había mencionado instantes antes y que había perdido entre la desesperación de mis pensamientos erráticos. El viernes por la noche Aitana había decidido hacer fiesta en casa. No me gustaba. No tenía nada que celebrar, y recoger las sobras desperdigadas de la alegría de la gente no me apetecía. Hubo un tiempo en el que yo era la primera en repartir invitaciones, y otro era el que se oponía poniendo morritos y expresando su pereza. Pero en esos días yo vivía en Barcelona, y era feliz. Muchas cosas importantes habían cambiado.

Mientras expresaba mis reticencias en voz alta, Aitana me silenció poniendo su dedo en mis labios y me dijo directamente que no me cansara con mis argumentaciones. La decisión estaba tomada, y parte de la bebida ya comprada. No había vuelta atrás. Sabía que le diría que no, y por eso no me lo había planteado. Le apetecía, y creía que yo lo necesitaba. Verme en el estado que había sufrido durante el día de hoy, la había decidido. Necesitaba distraerme. Me arreglaría (por supuesto ella decidiría mi vestuario), sonreiría, bailaría y dejaría por unas horas en el rellano todas las preocupaciones que inundaban cada minuto de mi día a día.

No podía discutir con ella, nunca lo podía hacer. La adoraba, y cuando quería tenía el don de emplear las palabras exactas para convencerte de que lo que te estaba explicando era lo mejor para ti. Sonreí y la abracé recuperando un atisbo de la magia que había vuelto ayer con la liberación de mis demonios en los hombros de Aitana.

Todo iría bien.

Roi fue el encargado de explotar mi burbuja de felicidad efímera. Sostenía mi móvil en su mano, y con cara de circunstancias me dijo que el timbre de las notificaciones estaba sonando. Tras unos segundos de pánico, deseché la idea, y recogiéndolo, les tranquilicé. Seguramente sería Javi, que últimamente tenía inclinación por mandarme mensajes directos para informarme de algún Tweet que por algún motivo consideraba que debía leer y responder. Aún con la sonrisa en mis labios, desbloqueé el móvil y la sonrisa se congeló. En mis notificaciones su nombre destacaba como si estuviera impreso con luces de neón. Me había contestado el mensaje. Lo había leído. Los nervios ahora sí se apoderaron de mí, y mis manos entrenadas para ser firmes frente a las teclas de un piano, comenzaron a manifestar mi ansiedad con un ligero temblor. Mi mirada reflejaba el desconcierto, la sorpresa y el miedo que me embargaban.

Aitana y Roi, se dieron cuenta de mi reacción, y supusieron de inmediato quién era el culpable de mi desasosiego, pero no intervinieron. Entendieron que era algo que debía vivir en privado. Después de tantos años sin comunicación, mi teléfono volvía a tener un mensaje con su nombre. Necesitaba apoyo, pero también necesitaba la soledad de mi habitación. Y ahí me recluí. Tiempo habría para compartir la jugada y llorar o reír en función de las palabras que él me hubiera dedicado.

Cerré la puerta. Me senté en la cama y abrí el mensaje.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora