X. Por fin hablé

940 43 1
                                    

La noche llegó y Aitana me encontró en posición fetal con una manta cubriéndome por completo y una terrina deshecha en el suelo. Asustada por mi inmovilidad pese a estar llamándome por unos minutos, destapó mi cabeza y vio mis ojos encarnados. Enseguida entendió quien había vuelto a la ecuación, aunque no sabía los detalles, pero no iba a quedarse con los brazos cruzados, no era su estilo. Me condujo a mi cama y olvidándose de la suya, se acurrucó a mi lado como cuando nos daban miedo las noches de tormenta. Y allí empezó mi perdición, por alguna extraña razón, no pude contenerme. Tras tres años de silencio y medias verdades, toda la crudeza de mis sentimientos estaba aflorando. Durante más de dos horas, hablé, lloré y grité ante una Aitana sorprendida y sobrepasada ante la enormidad de mi desgarro. Pero me dejó. Me instó a seguir liberando mis demonios, apretando mi mano entre sus deditos de hada. Mirándome de frente y sin condenar mis recuerdos.

Y así amanecimos al día siguiente, tarde, casi a la hora de comer. Unidas por las manos, con manchas negras recorriendo nuestras mejillas, únicos testigos de mi explosión nocturna. Nos removimos en la colcha y Aitana me dio un beso en la frente, pidiéndome perdón por no haber entendido la profundidad de mi desdicha, y asegurándome que no permitiría que continuara en ese pozo. Era mi mejor amiga, me sentía su hermana, y haría cualquier cosa para resolver este embrollo en el que se había convertido mi vida.

Y me asustó. Porqué ella tenía su teléfono. Aunque sé que nunca hablaban, pues en nuestra separación sus lealtades fueron claras des del primer momento, seguía manteniendo su número en la lista de contactos, y eso me aterraba. Adoraba a Aitana, pero en esos momentos se convirtió en un peligro potencial.

Con una de sus sonrisas me devolvió al presente, instándome a preparar algo de comer, mientras ella se duchaba y cambiaba su ropa. Era lista. Me estaba dando tareas para que no siguiera por los caminos que mi mente estaba empezando a recorrer. Y le hice caso. Estaba cansada, exhausta de estar absolutamente todos los días enjaulada en una historia pasada, dejé por un día que otra persona marcara mis ritmos y algo de paz ocupara mi memoria sobreexpuesta.

Fue un sábado de tranquilidad. Haberme descargado con Aitana rebajo mis niveles de ansiedad hasta límites que no había conocido desde aquel día cuando empecé a odiar las revistas del corazón. Comimos patatas fritas, nos reímos recordando anécdotas de nuestros amigos, y hasta bailamos reggaetón en el salón de casa con la música al límite de lo permitido por las estrictas normas de la comunidad donde vivíamos.

Y descubrimos juntas, ella con alivio y yo con sorpresa, que aún podía reír de verdad. Había esperanza para mí. Me arrastró hasta la habitación y seleccionó el vestido más sexi que tenía en mi armario, eligió mi ropa interior y unos zapatos de tacón alto que nunca me ponía. Yo me lo miraba desde fuera, como una simple espectadora, pues no alcanzaba a entender cuál sería su próximo movimiento. Sin dejarme meter baza, me ordenó que me vistiera mientras ella hacía lo propio con su mirada de amenaza implícita, que nadie se atrevía a protestar, a pesar de lo minúscula que era.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora