XXIII. El postre más dulce

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Nos encontrábamos los dos frente a frente, nerviosos, excitados ante la emoción del momento. Compartiendo latidos y miradas. Él se arrodilló ante mí y me quitó con suma delicadeza los zapatos, rozando mis tobillos y haciéndome suspirar. Subió lentamente por mis piernas, hasta llegar a la cintura de mi pantalón. Abrir el botón le resultó sencillo, estaba acostumbrado a deshacerse de prendas más complejas. Aprovechó la holgura de mis pantalones negros para dejarlos caer, quedándose entonces a la altura de mis braguitas de encaje rosa. Tocó con veneración el tejido que apenas me cubría y levantando la cabeza me miró, su oscuridad había llegado, y su sonrisa traviesa también. Verle así, para mí, por mí, provocó que el encaje rosa apenas pudiera contener la humedad que me inundó. Deseaba que siguiera su avance en la posición en la que se encontraba, que proporcionara algo de alivio a mi clítoris listo para él. Pero él siguió su recorrido, siguió subiendo acariciando cada centímetro de la piel que iba dejando a la vista tras subir mi top, hasta que con un movimiento perfecto lo tiró a una silla cercana. Su atención se centró entonces en mi sujetador a conjunto, con pequeñas rosas sutiles bordadas estratégicamente para ocultar mis pezones. Le gustaba, cuando me lo puse sabía que le iba a encantar, aunque en este momento era imposible imaginar que él acabaría disfrutando de la delicadez de las prendas.

Con la yema de sus dedos largos y firmes acarició el pequeño surco que se dibujaba entre mis pechos recorriéndolo con parsimonia. Me estaba volviendo loca. Hacía demasiado que no le había sentido así y necesitaba que acelerara el proceso. Aunque sabía que él no lo permitiría. Se estaba recreando y a mí me encantaba, pero estaba a punto de morir por combustión espontánea. Mientras yo suplicaba en mis adentros que me tocara donde yo lo estaba necesitando, él delicadamente saco mis pechos del sujetador sin desabrocharlo, quedando erguidos por las copas y prácticamente a la altura de su boca. Se lamió los labios golosos y se deleitó con mis pezones tensos, endurecidos por sus roces anteriores. Un gemido escapó de mi boca a pesar de intentar frenar cualquier sonido. Me miró sin dejar de saborear mi pecho derecho y le dije que le necesitaba, se lo suplicaba. Hacía rato que había perdido la vergüenza y la timidez de un encuentro que estaba viviendo como una primera vez. Le necesitaba ya.

Con la sonrisa de suficiencia de aquel que se sabe deseado, soltó la presa de mi pecho y subió hasta incorporarse totalmente quedando un poco más arriba que yo. Me acarició las mejillas, la nariz y los labios y se inclinó para suspirarme al oído preguntándome qué necesitaba. Mi respuesta fue clara y directa. Le necesitaba a él. Dentro. Ahora.

Un sonido gutural, casi animal escapó de su garganta y tal como estábamos, yo en ropa interior y él aún completamente vestido, me cogió en brazos y me depositó en la cama. Empezó a quitarse la chaqueta, mientras yo que había leído sus intenciones, desabrochaba sus vaqueros y los bajaba con urgencia junto con sus bóxer. Las bambas cayeron al suelo con dos golpes secos y los calcetines tras ellas. Sólo quedaba hacer desaparecer su camiseta blanca para poder contemplarlo sin barreras por primera vez en tres largos años. Los dos nos movimos a la vez y dando tirones sin piedad a la prenda ésta acabó en el suelo con mis pantalones y el resto de su ropa. Nada más verle entero, sin filtros, a una distancia donde podía rozarle, mi cuerpo reaccionó y la urgencia se avivó hasta cotas insospechadas. Estaba a punto de llegar al orgasmo, y ni siquiera me había rozado la tela de encaje rosa que cubría mi centro de placer.

Cogiendo su miembro que ya estaba más que preparado para inundarme, lo dirigí a mis braguitas, las aparté y con un movimiento se clavó en mí. Tras ese primer golpe siguieron muchos otros variando el ritmo y la intensidad, hasta que ahogados en un beso los dos nos dejamos ir. Había sido rápido, carnal. Me había dado lo que yo le estaba pidiendo, anteponiendo mis deseos a los suyos. No sabía si se repetiría o había sido una nueva jugarreta del destino dejándome saborear la felicidad para recordarme que a mí ya no me tocaba, pero me daba igual, en ese momento mi cuerpo flotaba en una nube de oxitocina y por primera vez en muchísimo tiempo me sentía feliz, jodidamente feliz.

Sin palabras, para no ensombrecer el momento, nos recostamos en la cama y yo me coloqué bien el sujetador, introduciendo mis pechos en las copas, ante su desilusión en forma de pucherito adorable. Abrió los brazos para recibirme y yo me entregué a ellos sin reticencias.

En cuestión de minutos noté su respiración pausada haciéndome cosquillas en el pelo y supe se había quedado profundamente dormido. No quería moverme por miedo a interrumpir su sueño, que no sabía si había ido mejorando con el tiempo. No me quería arriesgar. Así que lo más quieta que pude me quedé disfrutando del tacto de sus brazos en los míos y su pecho en mi cara. Y recordé todo lo que habíamos hablado hacía apenas una hora, el arrepentimiento que vi en sus ojos en llanto, su explicación de la imagen vivida en el sofá, sus intentos infructuosos por contarme su verdad... y en ese momento decidí que le creía. Nunca sabría con certeza si realmente todo quedo en el beso con sabor a alcohol que él me acababa de narrar, pero decidí creerle. Porque aunque el beso hubiera acabado sin ropa, el arrepentimiento y el dolor que sentí en sus ojos era real. Así que para qué seguir en pausa. Estaba deseando volver a vivir, no sabía si con él cerca o no, pero estaba convencida de que sus palabras habían sido los puntos de sutura que necesitaba y que por fin podría seguir adelante. Estaba feliz.

Noté como se movía ligeramente en sueños y temí haberle despertado aunque casi ni había respirado. Encontró mi pelo, hundió su cara en él y aspirando, pronunció mi nombre con una sonrisa. Las mariposas de mi estómago estaban revoloteando a mil por hora creando espirales en diagonal. Era taaaan mono.

Era dulce y detallista. En eso no había cambiado. Acabando el postre había tomado la última cucharada que le correspondía por turnos, y me la había introducido en la boca cediéndome el placer a mí. Y esa cuchara había sido mi perdición.

Entendiéndonos con palabras mudas, había entrelazado sus dedos con los míos, y tras pagar la cuenta, otro taxi nos había llevado a su hotel. No habíamos dejado de mirarnos, de notarnos, el silencio había sido nuestra herramienta de comunicación. Tras tanto tiempo sin hablarnos, habíamos descubierto que seguíamos manteniendo la complicidad que en nuestra época feliz nos caracterizaba. Los dos sabíamos qué era lo que más deseábamos en ese momento, y no íbamos a dejar que los recuerdos enturbiaran nuestro deseo. Y así llegamos a la puerta de su habitación, con los nervios a flor de piel y la sonrisa en los ojos. No podíamos creer dónde estábamos ni qué íbamos a hacer. Porqué sí, ninguno de los dos, teníamos la más mínima duda de lo que iba a suceder en cuanto cruzáramos el umbral. Una última mirada de confirmación previa a introducir la tarjeta en la ranura, nos dio el valor para olvidar las últimas reticencias que pudiéramos tener.

Dentro de la habitación, no me fijé en la decoración, ni en la televisión, ni en los sofás. Mi energía se concentró en la cama gigantesca que reinaba la estancia entre almohadones gruesos y mullidos. Allí quería acabar, y allí estaba ahora.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora