XIX. La videollamada

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El teléfono sonaba, no recordaba dónde lo había colocado. Estaba medio adormilada y mis neuronas entumecidas no podían buscarlo. "Claro de luna" de Debussy seguía inundando la habitación. Me encantaba esa pieza para piano. Y por fin lo localicé.

Descolgué directamente sin mirar quién estaba al otro lado de la línea, y me sorprendí. Era él. Con una sonrisa traviesa surgió en la pantalla y pude ver que también estaba en la cama. El cabecero típico de la habitación de Sevilla donde solía alojarse, asomaba entre sus rizos despeinados. Se debía haber quitado la bandana y aún no se habría duchado, por lo que su pelo que ahora lucía un pelín demasiado largo se desperdigaba sin control por su frente.

Por la sonrisa que me dedicó supe de forma instantánea que no me llamaba para desearme buenas noches, al menos no de momento. Hacía más de una semana que no habíamos podido cuadrar agendas, y el no coincidir físicamente nos estaba costando un mundo. No era habitual en nosotros resistir tanto tiempo sin sentirnos. Nuestra conexión era eminentemente espiritual, pero también física. Nos necesitábamos cerca para estar completos, y llevábamos 11 días sin ese privilegio. Así que cuando las primeras palabras que me dedicó fueron: hoy vamos a jugar, el vello de mi nuca se erizó y me mordí el labio inferior por puro instinto.

Él estaba desnudo hasta lo que me permitían comprobar las nuevas tecnologías. Con su pecho tostado por el sol que parecía adorarle, y sus ricitos oscuros enmarcando unos pectorales que gracias a los exigentes entrenamientos con Magalí comenzaban a definirse, estaba completamente irresistible. Hubiera vendido mi alma al diablo solamente por poder enredar entre mis dedos esos pelitos sexis que yo le suplicaba que no se depilara. Pronto lo tendría para mí, debía tener paciencia. Mientras, seguiría su juego. Me encantaba dejarme perder con él.

Llevaba mi pijama de estrellitas que me regaló en nuestro aniversario para conmemorar que yo era su firmamento, y me percaté que no era el mejor atuendo para lo que me estaba proponiendo. Aunque nunca nos había molestado la ropa, siempre era él el que se deshacía de ella, decía que era su mejor "trabajo" del día. Hoy, yo tendría que ser sus manos.

Un movimiento en la pantalla me llamó la atención, devolviendo mi mente viajera a su cuerpo. Había movido el teléfono, de manera que ahora le veía entero. No estaba desnudo, solo unos bóxer negros cubrían la parte de su anatomía que me secaba la boca. Tenía las manos libres y su mirada ya no era dulce, la purpurina se había transformado en chispas de puro fuego, y la oscuridad de su excitación se había apoderado de ella. En un susurro, me ordenó que dejara el móvil en el soporte que él tenía en su mesilla de noche y me colocara con las piernas mirándolo a él.

Con la voz ronca por la excitación me sugirió que mis pantaloncitos cayeran por mis piernas, sin tocarlos, dejándolos deslizar lentamente. No llevaba ropa interior y él lo sabía. Nunca dormía con braguitas, era una costumbre arraigada desde mi infancia y que a él le fascinaba. Con la prenda de estrellitas a mis pies, me instó a seguir mi aventura con la camiseta de tirantes. Pronto acabó desmadejada en la cama. No estaba él para doblarla de inmediato.

Absolutamente nada cubría mi cuerpo, el aire fresco que entraba por la ventana entreabierta, estaba provocando a mis pezones, poniéndolos aún más firmes para su deleite. Él miraba la escena embelesado, su oscuridad más presente que nunca, se acrecentaba por la imposibilidad de tocarme. Estaba disfrutando de sus vistas predilectas, pero se veía privado de perderse en ellas. Un sonido semejante a un suspiro y un jadeo escapó de su boca entreabierta, provocándome la necesidad imperiosa de frotar mis muslos fuertemente. Necesitaba sentirle, y no estaba.

Recuperándose, me ordenó que parara, si seguía con ese ritmo, pronto acabaría el juego y él quería verme retorcerme en éxtasis. Adoraba cuando me hablaba así. Era directo, seco, fuerte, casi sucio. Continuó su retórica de placer advirtiéndome de que si se encontrara a mi lado mis pechos ya hubieran sido devorados con ansía. En la posición que se encontraba disfrutaba de una perfecta panorámica, y mis pezones erguidos le llamaban para ser atendidos. Me recitó cómo sus dientes apresarían mi pezón derecho, para lamerlo hasta que gritara que parara. Cómo su lengua dibujaría círculos infinitos en mi pezón izquierdo mientras su mano de dedos largos y firmes bajaría sinuosa recorriendo mi abdomen, hasta trazar el mismo patrón en mi clítoris.

Mirándome fijamente, me ordenó que copiara sus movimientos, y mi mano bajó despacio, temerosa, hasta donde mi "botoncito" aguardaba expectante mis propios movimientos. Hacía siglos que no hacía esto. Ya no me conocía como antes. Desde que estaba con él nunca había tenido tiempo para necesitarlo, y ahora era él quien me instaba a reencontrarme. Mis dedos llegaron a su meta y empezaron el patrón que sus palabras me susurraban. Círculos infinitos se repetían y su voz me llevó a humedecer mis dedos con mi propia humedad. De golpe me introduje tres dedos y empecé con un movimiento rítmico que me estaba consumiendo. Su voz me llevó a la cordura, y los saqué con pena. Completamente resbaladizos, los círculos cada vez aumentaban la velocidad. Él me lo marcaba y yo lo sentía. No podía parar. Mis piernas completamente abiertas le ofrecían un primer plano de mis movimientos. Estaba a punto de perder la razón por no poder ser él quién rozará mi clítoris, quién mientras buscaba mi gloria me besara con toda la pasión de una noche sin final. Incapaz de resistir sin buscarse, dirigió su mano y empezó a acariciarse él. Nos mirábamos a los ojos, con los labios entreabiertos, jadeando por la profundidad de las sensaciones que nos estábamos provocando nosotros mismos, pero acrecentadas por presenciar en primera fila los movimientos que buscaban el deleite del otro. Su miembro escapó de una prenda que era incapaz de retener por más tiempo su dureza. Lo siguió acariciando, y escuchando mis gemidos incrementó el ritmo. Yo estaba perdida. Él me ordenaba que no apartara la vista. Pero no hubiera podido, estaba totalmente pérdida en él, en sus facciones de deseo que anticipaban que su final se acercaba.

Y con su nombre en un grito gutural, acabé temblando, dejándome caer de espaldas en mi cama. Él, viéndome sucumbir, aceleró su placer, y mientras yo me incorporaba levemente, totalmente empapada y con las piernas aún expuestas, se corrió mordiéndose el labio inferior para no gritar. Para no hacer extensible a sus vecinos de planta lo que acababa de ocurrir en esa habitación.

Recuperando el aliento, los dos nos limpiamos y recolocamos nuestra ropa perdida en la gloriosa batalla, aunque en esta ocasión fuera una batalla solitaria. Con mi pijama de estrellitas cubriéndome de nuevo, me pidió que me colocara en la cama, me arropara y cerrara los ojos. Antes de dormirme solo recordé sus ojos de purpurina, y la sonrisa más bonita del mundo deseándome "Bona nit".

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora