V. Mi vida se fue

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Cada instante entregada al cuerpo de otro, intento desesperadamente alejarme de la imagen que él dejó abandonada en mi retina, en mi alma, en mi mente. Pero noche tras noche, descubro que cualquier intento es en vano, que los besos de otros no olvidaran sus caricias, que el placer que él me hacía sentir, ese desgarrador, que me tensaba y me dejaba a su merced para que me rasgara como a las cuerdas de su guitarra, no volverá. Sólo mis sueños me devuelven a ese punto de felicidad extrema, en el que nos uníamos sin barreras, donde nuestros corazones latían al mismo ritmo frenético, bailando entre sudor y sonrisas, entre orgasmos infinitos y cosquillas traicioneras.

Son tantas las veces que he repasado mentalmente aquellas imágenes, tantas preguntas no satisfechas... ¿Fue real? ¿Por qué pasó? ¿La felicidad que yo creía que poseíamos era mentira? ¿Realmente me amaba como si fuera el calor en sus huesos?

El tiempo ha pasado y yo sigo igual, peor. Incapaz de olvidar los millones de momentos que compartimos y con la duda de si seré capaz algún día de olvidarlos.

Y con mis millones de historias en la cabeza, voy como un ser hueco por las calles. Mis amigos no sospechan y mis padres están tranquilos creyendo que ya he superado mis momentos de bajón enfrente de un helado de chocolate belga. Aunque mis hermanos saben un poco más...saben que no soy la personita alegre de hace tres años, saben que aún mi sonrisa no llega a mis ojos, pero creen que es cuestión de tiempo, que cada uno tiene un proceso y que cuando las historias de vida son tan intensas como la que él y yo compartimos hay que tener más paciencia. Pero desconocen que no estoy mejor, que nunca lo estaré. Es algo que ya hace meses que he asumido. Tras pasar por la época de la rabia, de romper y borrar cualquier vínculo que me unía a él, pasé a la tristeza desoladora, a las lágrimas de desconsuelo ahogadas en litros de helado oscuro. A momentos de auténtico dolor, ya no emocional, físico. Sentía que ya no estaba completa, que nunca volvería a estar entera, y entendía a los que habían padecido una amputación de una extremidad, a ellos les habían quitado una pierna o un brazo, a mi me habían separado de mi vida. Así tal cual, sin dramas. Y cuando entendí que ya no volvería a vivir con mayúsculas, que lo perdido sería el cúmulo de toda la felicidad que me había tocado en la tómbola del destino, respiré. Me relajé y me conformé.

Comprendí que yo había sido mucho más afortunada de lo que mucha gente conocería nunca, así que me dispuse a seguir respirando sin ser una zombi de ojos rojos e hinchados. Vacié mi estantería de autocompasión y desterré el helado de chocolate de mi congelador, el de fresa sí se quedó.

Ahí es cuando entraron en escena mis "amigos" de una noche, nunca repetía. Una vez está bien, puede ser divertido, tienes expectativas, e incluso una mínima emoción de saber qué te harán, que te dirán, por dónde empezaran. Pero más, no. En ningún caso me había planteado profundizar más, no deseaba salir de la rutina que me proporcionaban caras distintas, con diferentes roces y diferentes sabores. Para mí, estaba claro. No tenía ningún sentido dar mi teléfono tras haber disfrutado de una noche, aunque fuera de los pocos que habían conseguido que un orgasmo últimamente esquivo volviera a recorrer mis entrañas. Yo ya había amado. Fin.

Por supuesto que en estos tres años había tenido que salir con hombres que mis amigos y mi familia consideraban hechos por patrón por y para mí. Citas que siempre empezaban y acababan igual, con sonrisa postiza y ganas de llegar al postre. El dulce siempre me ha gustado y anunciaba un final cercano, donde dependiendo de las sensaciones provocadas por mi pareja de mesa, podía suceder en mi casa, o terminar con dos besos y un tímido abrazo en la puerta del taxi que el camarero de turno pedía siempre tras el café siguiendo mis indicaciones.

Estas citas mantenían la esperanza de mi entorno, y a mí me daban unas semanas de aire hasta que encontraban una nueva víctima que se convertiría según ellos sí o sí en el hombre de mi vida. Ilusos.

Todos eran sombras que coloreaban mis horas en algún momento, pero que siempre acababan difuminándose. Nunca conseguía acordarme de sus nombres, más allá de nuestra despedida. Y a veces lo intentaba. Quería recordarlos, al menos, a aquellos que me habían hecho disfrutar más, quería ofrecerles al menos un mínimo reconocimiento en mi cabeza...pero me costaba horrores.

En ocasiones aprovechaba los espacios vacíos de mi agenda, para tomarme un café y rememorar la noche anterior, recordar así breves momentos de sonrisas que conseguían distraerme de los colores grises de mi día a día. En esas ocasiones intentaba con todas mis fuerzas recordar la cara, el pelo, los gestos y el nombre del que había sido coprotagonista de mi velada entre sábanas.

Perdida en élDonde viven las historias. Descúbrelo ahora