40.-Besos amargos.

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Uno...dos...tres.

Siguiendo con los ojos cerrados intento reunir mis fuerzas para abrirlos. No puedo, mis párpados son demasiado pesados. Escucho voces llamando mi nombre a lo lejos, pero no puedo abrirlos.

Intento seguir contando.

Tres...tres...¿cinco?...seis.

Recordar el orden parecía imposible por más que lo intentara. Me ataladran las sienes. Las voces cesan, no puedo moverme. Continúo mi conteo. Debo tranquilizarme.

Nueve...siete...diez. Creo que así era.

Me es imposible seguir, así que solo me dejo llevar por la oscuridad solo unos momentos.

Estoy confundido, ¿qué hago aquí? ¿qué me pasó? Abro los ojos con lentitud, no sabiendo cuánto tiempo había pasado. Estaba en un hospital, solo, en la habitación con la transfusión de suero en mi brazo. Me siento en mi lugar y lo quito, queriendo ponerme de pie para irme, pero diablos, el dolor cada vez se hacía más intenso y mi visión era borrosa; todo daba vueltas. Tampoco podía mover el lado derecho de mi cuerpo, pero no me rendí.

Me impulso como puedo fuera de la camilla y me sostengo sobre mis piernas, dando unos pequeños brincos.

No pasó mucho tiempo cuando una mujer entró corriendo por la puerta, solo descansando hasta verme ahí, de pie.

—¿Mamá? —inquiero cuando la veo. Ella no oculta su rostro sorprendido por mi llamado, y al no escuchar respuesta, vuelvo a llamar por ella, acercándome a su rostro pálido.

—Yo soy Bethany, tu enfermera —me corrige—. Tu familia está en la sala de espera. Les avisaré que has despertado.

Mi vista se hace nítida de nuevo, solo lo suficiente para detallar un poco el rostro de la chica. Tenía el cabello castaño y los ojos azules, como mamá. Lo único que lograba recordar de ella por el momento. Asiento con lentitud, dejando que me guiara de nuevo a la cama, volviendo a encajar las agujas en mi brazo.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Alrededor de dos horas. Has tenido dos convulsiones dentro de ese tiempo.

Vuelvo a asentir, asimilando lo que me decía. Después la veo salir por la puerta.

De repente, todo me golpea con fuerza y lo recuerdo. Sé por qué estoy aquí, sé lo que me ha sucedido, y también sé en lo que depararé.

Gruño con frustración, llevando mis manos a mi cabello cuando recobro movilidad, pasándolas con desespero, sintiendo la cicatriz que tenía en mi cabeza, el cual mi cabello rizado ocultaba con éxito.

Mi desesperación no era por mi condición, yo no era mi prioridad justo ahora, sino que los demás lo eran. La imagen de Soli invade mis pensamientos. La imagino consternada por la situación, de no saber lo que realmente sucede, sino solo pensando que yo soy anémico.

Anémico. Justo como yo le había dicho y hecho creer.

Sé que ella todavía no está enterada de la verdad, porque los chicos y yo habíamos llegado al acuerdo en que yo sería el que se lo dijera. Sería yo el que me desmintiera...en algún momento no cercano. Y aunque no estuvieron felices al respecto, sabían que era mi decisión, porque mi maldito egoísmo me privaba de decirle la verdad. Yo estaba consciente que algún día tenía que decírselo, pero no bajo estas circunstancias, mucho menos en un día como este.

Entonces, escucho la puerta abrirse de golpe y vuelvo mi vista hacia ella, en donde todos entraban con rapidez.

Mis chicos, mi madre y abuelo estaban presentes.

Hasta que la última rosa marchite | Corazones Rotos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora