Capítulo 12

448 52 24
                                    



Garm Swenhaugen, después de ver a Nicoletta partir, regresó a la confortable soledad de su castillo en la que los movimientos de los asistentes reales ya se escuchaban en los pasillos, ya fuera para preparar el desayuno o cumplir con las primeras tareas del día.

Cansado después de haber estado despierto toda la noche, creyó conveniente ir a sus aposentos; sin embargo, el día ya sacaba destellos a la nieve acumulada en los alféizares y eso le traía recuerdos, tan dolorosos como alegres. Se desvió en un pasillo, con la energía renovada, y caminó por unos recovecos que hacía mucho no visitaba. Detrás de un cuadro, pintado en su honor, encontró la puerta de madera; se quitó el collar que traía en el cuello y utilizó una de las dos únicas llaves que la abrían.

Casi nadie sabía de la existencia de las maravillas del castillo del Sur. Una de ellas era un hermoso jardín interno hexagonal que, pese a recibir las inclemencias del clima invernal, se mantenía en constante esplendor debido al hechizo puesto cuando fue creado.

El intenso aroma floral hizo que un par de lágrimas se le acumularan en los ojos azules. Por doquier se podían apreciar helechos coloridos de tímidas margaritas, prímulas, pelargonios, torviscos, fresillas, alhelís y, las más especiales, las matthiolas, que rodeaban la escultura de mármol en el centro que Garm había mandado construir en honor al amor de su vida.

Atravesó el jardín sin dejar de verla, pero cuidando de no pisar las flores. Al llegar, como muchas veces lo hizo cuando ella todavía estaba a su alcance, le tomó la mano. Lo que otrora fueron pieles tersas y cálidas, en el presente una estaba gélida y la otra curtida y llena de cicatrices.

—Sigues tan bella como la última vez que te vi —le dijo a la cara inmortalizada con esa expresión de amor que tantas veces le notó. Aunque la había perdido mucho tiempo atrás, solía ir a ese rincón para ver su rostro e imaginar una de las tantas conversaciones de las que se vio privado—. No sé qué hacer con Erland, ¿sabes?

Como lo indicaba la etiqueta, si un rey se dejaba ver por alguien ajeno al palacio, era su obligación usar su uniforme real; por lo que todavía llevaba el atuendo completo. Con bastante parsimonia, se quitó la vaina y la banda, las dejó a los pies de la estatua y se sacudió un insecto que se había posado sobre una de sus charreteras.

Luego, tras meditarlo un poco, continuó:

—Es un buen hombre, o tiene potencial de serlo. Solo que esa muchacha no es buena para él; es muy joven y... bueno, no tengo ningún derecho de decirlo, tú también lo eras.

"Ojalá pudieras decirme qué hacer, qué decirle. Sé que nuestros intereses no son los mismos, pero no puedo dividirme entre lo que tú querrías y lo que pienso que es bueno para él. Solo..., solo digo que, de estar aquí, me darías un buen consejo, ¿no? Tus consejos siempre fueron buenos.

Las palabras de Garm perdieron volumen y cordura. La melancolía de un pasado que jamás iba a volver lo sumió en ese abismo oscuro que lo embargaba al recordarla, al visualizar esas manos que tantas veces sostuvo entre las suyas, el cuello largo y perfecto que le gustaba recorrer con la nariz, los labios carnosos que le correspondían con la misma pasión, y esa risa que iluminaba todo, como un sol naciente. La extrañaba más de lo que le era permitido admitir.

—Ya salieron los primeros retoños. —Se escuchó decirle, muchos años atrás. Tenía las manos cubriéndole los ojos y avanzaban a un ritmo lento, que le diera seguridad para que no sintiera que caería—. Te gustará verlos, en especial las matthiolas. Son tan bellas como tú.

—¡Garm! —exclamó contenta—. ¡Déjame verlas!

En ese entonces, a pesar de ser un hombre en toda la extensión de la palabra, con ella se sentía como un adolescente ansioso y complaciente. En cuanto la soltó y sus ojos ambarinos admiraron el jardín, ella se abalanzó sobre él, buscando su boca.

Lo que sucedió después fue algo que ambos estuvieron esperando por meses, años quizás. En donde luego habría una estatua en su memoria, pusieron las capas de terciopelo y por fin decidieron dar el único paso que hasta ese día habían pospuesto en aras de esperar el momento oportuno.

A pesar de que Garm —que en ese entonces disponía de un ávido impulso sexual— quiso compensarle a sus propios testículos todo el dolor que habían pasado en tantas ocasiones, optó por prolongar el suplicio para que ella tuviera una primera vez digna de recordar. La quería tan extasiada como él lo estaría.

Después de un rato, cuando su amor se vio consumado y la necesidad de cercanía todavía los mantenía desnudos y sin espacio alguno entre ellos, Garm pensó que no podría ser más feliz en su vida. Le acarició la curva de la cadera, vagamente distraído; mientras su mente insistía en que dijera lo que pensaba.

—Quiero que seas mi esposa —le susurró al oído, al tiempo que le mordía el lóbulo—. Y quiero que tengamos hijos.

—¿Hijos? —le preguntó con aire soñador.

—Un niño y una niña. Ella se llamará Valeska, como tú.

—¿Y el niño?

Garm pensó en una lista bastante larga. Podía ser el nombre de su abuelo, de su padre o el de él, tal vez el de su hermano muerto mucho tiempo atrás o quizá el de su otro hermano, casado con la hermana de Oleg y recientemente ascendido a Teniente Coronel. Ninguno lo convenció.

—Será tu obligación ponerle un nombre —dijo por fin, provocando una hermosa risa que le sobresaltó el corazón.

—De acuerdo —le concedió. Valeska giró su cuerpo para buscar los labios de Garm, pero se entretuvo con esos ojos de un profundo azul añil. Lo amaba con locura—. Frey como tu padre, Erland como el mío.

—Frey Erland —murmuró orgulloso, acariciando el vientre terso que un día albergaría a su heredero, como si con ese gesto lo hiciera real, posible.

La incomodidad hizo que Garm volviera al presente. Si bien era cierto que cada flor lucía en toda su magnificencia en comparación con los capullos de ese día lejano, y que el mármol —pese a no ser ella en carne y hueso— volvían de ese rincón un íntimo edén, habría preferido el jardín de ese recuerdo, a medio construir, pero con ella en él.

—Te sigo deseando como el primer día, mi vida —comentó a su ausencia, acomodando su erección para aliviar las molestias—. Y te extraño como no tienes idea.

Consciente de lo peligroso que podía resultarle si se embriagaba con la tristeza por su pérdida, se desprendió de cualquier ínfima señal de sentimentalismo. Se volvió a poner la banda y la vaina, y salió del único sitio del palacio que había sido testigo de ese lado que nadie le conocía, asegurándose de cerrarlo bien.


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora